La tierra de las cuevas pintadas (79 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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«No sólo está emparejada; además tiene una hija, una niña pequeña», pensó la Guardiana. «¿Cómo puede siquiera pensar en ser Zelandoni? ¿Y para colmo acólita de la Zelandoni más poderosa de la tierra? La Primera debe de ver un gran potencial en ella, pero por dentro se sentirá muy dividida.»

En esa ocasión sólo entrarían en la cueva aquellos cinco visitantes. El resto iría en otro momento y quizá no vieran tanto como ellos. A las cavernas responsables de guardar el Lugar Sagrado no les gustaba que entrara demasiada gente a la vez. Cerca del hogar había antorchas y candiles: reunirlos y prepararlos para que estuvieran disponibles cuando se necesitaran era parte del cometido de la Guardiana. Cada uno cogió una antorcha. La Guardiana repartió otras de repuesto, metió unas cuantas en un morral, y añadió candiles de piedra y pequeñas vejigas con aceite. Cuando todos estaban provistos de su propio utensilio de iluminación para alumbrar el camino, la Guardiana se dispuso a entrar.

A la cámara situada cerca de la entrada llegaba suficiente luz del día para formarse una idea del enorme tamaño de la cavidad y de su disposición caótica. Un desordenado paisaje de formaciones rocosas llenaba el espacio. Estalactitas, en otro tiempo prendidas del techo, y sus equivalentes estalagmíticas se habían desplomado como si el suelo se hubiese hundido bajo ellas; algunas estaban volcadas, otras desmoronadas, otras hechas añicos. Por lo desparramadas que habían quedado, creaban una sensación de inmediatez temporal y, sin embargo, todo se hallaba tan detenido en el tiempo que las recubría una gruesa capa de escarcha estalagmítica reluciente de color caramelo.

La Guardiana empezó a tararear mientras los conducía hacia la izquierda, permaneciendo cerca de la pared. Justo detrás de ella iba la Primera, seguida de Ayla, Jonokol y Willamar, en fila de a uno; Jondalar cerraba la marcha. Con su estatura, podía ver por encima de las cabezas de los demás y se consideraba a sí mismo una especie de retaguardia de protección, si bien no sabía de qué había que protegerse.

Después de adentrarse considerablemente en la cueva, la oscuridad aún no era total gracias a la luz que entraba del exterior. Una especie de penumbra crepuscular bañaba el interior, sobre todo en cuanto la vista se acostumbraba al espacio sombrío. Mientras avanzaban con sus candiles o antorchas, la coloración de la piedra iluminada por la luz oscilaba entre el blanco puro de los carámbanos finos y nuevos y el gris antiguo de las estalactitas truncadas y viejas. Colgaban cortinas estalactíticas onduladas, con bandas en los pliegues de tonalidad amarilla, anaranjada, roja y blanca. Los destellos de cristal captaban la atención, reflejando y amplificando la tenue luz, a veces reverberando en el suelo cubierto de una película de calcita blanca. Vieron esculturas fantásticas que avivaban la imaginación y columnas blancas colosales que brillaban con un misterio translúcido. Era una cueva de una belleza absoluta.

En la exigua luz llegaron a un lugar donde el espacio se ensanchaba. Los lados de la cámara se alejaban y, frente a ellos, salvo por un refulgente disco blanco, el vacío parecía extenderse hasta el infinito. Ayla tuvo la sensación de haber entrado en otra zona aún más grande que la cámara de la entrada. Pese a que del techo pendían extrañas y magníficas estalactitas semejantes a una larga melena blanca, el suelo estaba insólitamente nivelado, como el lago quieto y sereno que en otro tiempo fue. Pero ahora el suelo de la enorme cámara, donde se veían las concavidades poco profundas que habían sido los lechos de osos cavernarios en hibernación, estaba salpicado de cráneos y huesos y dientes.

La Guardiana, que no había dejado de tararear, aumentó el volumen de su sonido hasta que la intensidad y la potencia del arrullo alcanzó un nivel que Ayla, que estaba de pie a su lado, no habría creído posible en un ser humano, y sin embargo no había eco. La inmensidad del espacio vacío en el interior de la pared rocosa absorbía el sonido. La Que Era la Primera empezó a entonar el Canto a la Madre con su profunda y vibrante voz operística de contralto.

En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa
,

el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa
.

Despertó ya consciente del gran valor de la vida
,

el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida
.

La Madre sola se sentía. A nadie tenía
.

Al otro creó del polvo que al nacer traía consigo
,

un hermano, compañero, pálido y resplandeciente amigo
.

Juntos crecieron, aprendieron qué era amor y consideración,

y cuando Ella estuvo a punto, decidieron confirmar su unión
.

Él la rondó expectante. Su pálido y luminoso amante
.

En un principio su otra mitad la colmó de ventura…

La Primera vaciló por un instante y se interrumpió. No había eco: las paredes no devolvían el sonido. La cueva estaba diciéndole que no era un lugar para seres humanos. Ese espacio pertenecía a los osos cavernarios. Se preguntó si habría alguna imagen en la cámara vacía. La Guardiana debía de saberlo.

—Zelandoni que guardas esta cueva —dijo formalmente—, ¿los Antiguos crearon imágenes en esta sala?

—No —respondió la mujer—. Esta sala no es nuestra, así que no podemos pintar en ella. Podemos entrar en la sala en primavera, del mismo modo que ellos a menudo acceden a nuestro espacio en la cueva, pero la Madre ha cedido esta sala a los osos cavernarios para dormir en invierno.

—Será por eso que la gente decidió no vivir aquí —dedujo Ayla—. Al principio, al ver la cueva, he pensado que sería un buen espacio de vivienda, y me he preguntado por qué no la había elegido alguna caverna. Ahora lo sé.

La Guardiana los condujo hacia la derecha. Pasaron ante una pequeña abertura que llevaba a otra cámara y, un poco más allá, llegaron a una abertura más ancha. Al igual que la cámara de la entrada, esta era un caótico revoltijo de bloques de estalagmitas caídas y concreciones. El camino avanzaba entre esas obstrucciones hasta un espacio inmenso de techo alto y suelo de color rojo oscuro. Dominaba la cámara un promontorio creado por una enorme cascada de piedra y, en una roca suspendida del techo, se veían varios puntos rojos enormes. Llegaron a un amplio panel, dibujado en una pared casi vertical que ascendía hasta el mismo techo, cubierto de grandes puntos rojos y diversas señales.

—¿Cómo creéis que se hicieron estos puntos? —preguntó la Guardiana.

—Supongo que se usó un gran tampón de cuero o musgo, o algo parecido —aventuró Jonokol.

—Creo que el Zelandoni de la Decimonovena debería mirar con un poco más de atención —dijo la Primera.

Ayla recordó que la Zelandoni ya había estado allí antes y sin duda conocía la respuesta. Willamar probablemente también. Ni Ayla ni Jondalar se animaron a hacer conjeturas. La Guardiana levantó la mano y, con los dedos extendidos, la acercó a un punto. Era casi del mismo tamaño que la palma de su mano.

Jonokol observó los grandes puntos. Aunque un poco borrosas, se veían las tenues impresiones del nacimiento de los dedos en torno a algunos de los puntos.

—¡Tienes razón! —exclamó—. Debieron de elaborar una pasta muy espesa de ocre rojo y se impregnaron las palmas de las manos con ella. Creo que nunca había visto puntos realizados así.

La Guardiana sonrió al percibir su asombro, aparentemente muy satisfecha de sí misma. Al ver la sonrisa, Ayla se percató de que esa zona parecía mejor iluminada. Miró alrededor y advirtió que estaban otra vez cerca de la entrada. Podían haber ido por allí desde el principio en lugar de dar la vuelta por el amplio espacio usado por los osos para hibernar, pero sin duda la Guardiana tenía sus motivos para elegir ese camino. Al lado de los grandes puntos había otra pintura que Ayla no pudo descifrar, salvo por una línea recta pintada encima en rojo con un trazo transversal cerca del extremo superior.

El camino, entre los bloques y concreciones esparcidos por el centro de la sala, los llevó hasta la cabeza de un león pintada de negro en la pared opuesta. Fue la única pintura negra que vio allí. A su lado había un signo y varios puntos pequeños, hechos quizá con un dedo. Un poco más allá reparó en varios puntos rojos del tamaño de la palma de la mano. Los contó en su cabeza mediante las palabras de contar: eran trece. Por encima vio otro grupo de diez puntos, estos en el techo; para hacerlos a esa altura, alguien había tenido que encaramarse a una concreción, con la ayuda de amigos o aprendices, supuso, de donde se desprendía que el autor les había concedido gran importancia, por más que ella no imaginara la razón.

Un poco más allá había un hueco. A la entrada de este, asomaba un saliente redondeado totalmente cubierto de grandes puntos rojos. El hueco contenía más puntos rojos en una de sus paredes, mientras que en la pared de enfrente se observaba un grupo de puntos, unas cuantas líneas y otras marcas, además de tres cabezas de caballo, dos de ellas amarillas. Ante el hueco, dentro de la masa central de bloques y estalagmitas, la Guardiana señaló otro panel de tamaño considerable con grandes puntos rojos detrás de unas concreciones bajas.

—¿Hay una cabeza de animal dibujada con puntos rojos en medio de todos esos puntos? —preguntó Jonokol.

—Algunas personas creen que sí —contestó la Guardiana, sonriendo al Zelandoni creador de imágenes por haberlo visto.

Ayla intentó distinguir un animal, pero sólo vio puntos. Sin embargo, sí percibió una diferencia.

—¿Creéis que estos puntos los ha hecho una persona distinta? Parecen más grandes.

—Tienes razón —dijo la Guardiana—. Pensamos que los otros son de una mujer, y estos de un hombre. Hay más imágenes, pero para verlas debemos volver por donde hemos venido.

Empezó a tararear otra vez mientras los llevaba a una pequeña cámara en el interior de las concreciones centrales. Allí, en la parte delantera, había un gran dibujo de un ciervo, probablemente un megaceros joven. Tenía una pequeña cornamenta palmeada y una ligera joroba en la cruz. Mientras estaban allí, la Guardiana tarareó en voz más alta. La cámara resonó, les devolvió el arrullo. Jonokol se unió a ella, cantando escalas que armonizaban suavemente con los tonos de la Guardiana. Ayla empezó a silbar imitando trinos de aves para complementar la música. La Primera comenzó a entonar los siguientes versos del Canto a la Madre, atenuando su poderosa voz de contralto hasta conseguir un tono intenso, grave y vibrante.

En un principio su otra mitad la colmó de ventura
;

mas con el tiempo se sintió inquieta, su alma insegura
.

Amaba a su blanco amigo, su complemento adorado
,

pero algo le faltaba, parte de su amor veía desaprovechado
.

La Madre era. De algo estaba a la espera
.

Desafió al caos, a las tinieblas, al gran vacío
,

para hallar la chispa dadora de vida en un confín sombrío
.

La oscuridad era absoluta; el torbellino, aterrador
.

El caos se helaba, y acudió a Ella en busca de calor
.

La Madre era valerosa. Su misión, azarosa
.

Extrajo del frío caos la fuente germinal
,

y tras concebir, huyó con la fuerza vital
.

Creció junto con la vida que dentro llevaba,

y se entregó con amor y orgullo, sin traba
.

Algo al mundo traía. Su vida compartía
.

El oscuro vacío y la tierra yerma y vasta

aguardaron el nacimiento con ánimo entusiasta
.

La vida desgarró su piel, bebió la sangre de sus venas
,

respiró por sus huesos y redujo sus rocas a blancas arenas
.

La Madre alumbraba. Otro alentaba
.

Al romper aguas, estas llenaron mares y ríos
,

anegándolo todo, creando así árboles y plantíos
.

De cada preciosa gota, hojas y tallos brotaron
,

verdes y exuberantes plantas la Tierra renovaron
.

Sus aguas fluían. Nueva vegetación crecía
.

La Primera se interrumpió cuando dio la impresión de que aquel coro improvisado tocaba a su fin. Ayla también calló al concluir un largo y melodioso trino de alondra, dejando a Jonokol y la Guardiana, que acabaron con un tono armonioso. Jondalar y Willamar se dieron palmadas en los muslos en un gesto de elogio.

—Ha sido maravilloso —comentó Jondalar—. Sencillamente maravilloso.

—Sí. Sonaba muy bien —coincidió Willamar—. Seguro que la Madre lo ha apreciado tanto como nosotros.

La Guardiana los llevó al interior de la pequeña cámara y luego a otro hueco. Desde la entrada se veía la cabeza de un oso pintada de rojo. Cuando se agacharon para pasar por un corredor de escasa altura, distinguieron una porción mayor del oso, y apareció en la oscuridad la cabeza de un segundo oso. En cuanto superaron el pasadizo y se irguieron otra vez, vieron la cabeza de un tercer oso esbozado bajo la cabeza del primero. Se había aprovechado hábilmente la forma de la pared para dar profundidad al primer oso, y si bien el segundo parecía acabado, lo que creaba esa impresión era una concavidad donde deberían haber estado los cuartos traseros. Era casi como si el oso surgiera del mundo de los espíritus a través de la pared.

—Esos son sin duda osos cavernarios —señaló Ayla—. La forma de la frente es muy característica. Ya la tienen así desde que son pequeños.

—¿Tú has visto oseznos cavernarios?

—Sí, alguna vez. La gente con la que me crie mantenía una relación especial con los osos cavernarios —explicó Ayla.

Cuando se detuvieron al fondo del hueco, vieron dos íbices rojos pintados parcialmente en la pared de la derecha. Fisuras naturales en la roca formaban los cuernos y los lomos de los animales.

Retrocedieron por el pasadizo y ascendieron hasta donde estaba el ciervo; desde allí siguieron la pared de la izquierda hasta una amplia zona abierta. Mientras circundaban la cámara, Jonokol miró en el interior de un hueco que contenía una antiquísima concreción con el extremo superior en forma de vasija. Cogió su odre y echó en él un poco de agua. Volvieron a salir por donde habían entrado y finalmente accedieron a la ancha abertura que conducía al espacio donde hibernaban los osos. No lejos de la entrada de la cueva, sobre un gran pilar de roca que separaba las dos cámaras, frente a las otras pinturas de la sala repleta de caóticas formaciones rocosas, había un panel de unos siete metros de ancho por tres de altura lleno de grandes puntos rojos. Entre otras marcas y signos, se incluía una vez más el trazo vertical recto con una barra transversal cerca del extremo superior.

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