La tierra de las cuevas pintadas (2 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—Joharran tiene razón. Saben que estamos aquí. Y saben cuántos son ellos y cuántos somos nosotros —explicó Ayla. Luego añadió—: Puede que nos vean como una manada de caballos o de uros y piensen que podrán separar del grupo a algún miembro débil. Diría que son nuevos en esta zona.

—¿Qué te lleva a pensar eso? —preguntó Joharran. Siempre le sorprendían los grandes conocimientos de Ayla acerca de los cazadores cuadrúpedos, pero por alguna razón era también en momentos como ese cuando más advertía el acento peculiar de la mujer.

—No nos conocen, y por eso se sienten tan seguros de sí mismos —prosiguió Ayla—. Si fuera una manada autóctona, habituada a vivir cerca de los humanos, y hubiese padecido persecuciones o cacerías alguna vez, dudo que estuvieran tan tranquilos.

—Pues quizá debamos darles motivos de preocupación —sugirió Jondalar.

Joharran arrugó la frente, en un gesto muy parecido al de su hermano, más alto que él pese a ser el menor. Al verlo, Ayla sintió deseos de sonreír, pero esa expresión ceñuda solía aparecer en el rostro de Joharran en momentos en que sonreír no era lo más oportuno.

—Quizá sería más sensato eludirlos —afirmó el jefe de pelo oscuro.

—No lo creo —dijo Ayla, agachando la cabeza y bajando la vista. Aún le costaba llevar la contraria a un hombre en público, y más si tenía rango de jefe. Aunque sabía que ese comportamiento en una mujer era del todo aceptable entre los zelandonii (al fin y al cabo, algunos jefes eran mujeres, incluida, en su día, la madre de Joharran y Jondalar), jamás se habría tolerado en el clan, entre quienes ella se había criado.

—¿Por qué no? —preguntó Joharran, a la vez que su expresión ceñuda se transformaba en una mueca de enfado.

—Esos leones han elegido un lugar de descanso demasiado cercano a la Tercera Caverna —explicó Ayla en voz baja—. Siempre habrá leones en los alrededores, pero si se sienten a gusto aquí, puede que lo consideren un sitio al que volver cuando quieran descansar, y que vean a cualquier persona que se acerque como posible presa, en especial a los niños y los ancianos. Podrían ser un peligro para quienes viven en la Roca de los Dos Ríos, y las otras cavernas de las inmediaciones, incluida la Novena.

Joharran respiró hondo y a continuación miró a su hermano de cabello claro.

—Tu compañera tiene razón, y tú también, Jondalar. Quizá sea el momento de dejar claro a estos leones que no son bienvenidos tan cerca de nuestros hogares.

—Esta sería una buena ocasión para cazarlos a una distancia prudencial usando los lanzavenablos. Varios cazadores han estado practicando —observó Jondalar. Era precisamente esa clase de situaciones en las que pensaba cuando, tiempo atrás, se planteaba volver a casa para enseñar a todos el arma inventada por él—. Puede que ni siquiera tengamos que matar a ninguno; quizá baste con herir a un par para enseñarles a guardar las distancias.

—Jondalar —dijo Ayla en voz baja. Estaba armándose de valor para discrepar de él, o al menos para señalar algo que él debía tener en cuenta. Volvió a bajar la vista y, al levantarla, lo miró abiertamente. No temía decirle lo que pensaba, pero quería mostrarse respetuosa—. Es verdad que un lanzavenablos es una buena arma. Con él, puede arrojarse una lanza desde una distancia mucho mayor que con la mano, y gracias a eso es más segura. Pero que sea más segura no quiere decir que sea del todo segura. Un animal herido es imprevisible. Y un animal con la fuerza y la velocidad de un león cavernario, enloquecido por el dolor, sería capaz de cualquier cosa. Si decides usar esta arma contra esos leones, no ha de ser para herirlos, sino para matarlos.

—Tiene razón, Jondalar —terció Joharran.

Jondalar miró a su hermano con el entrecejo fruncido, pero al cabo de un momento sonrió tímidamente.

—Sí, es verdad; pero, por peligrosos que puedan ser, nunca me ha gustado matar a un león cavernario a menos que sea del todo necesario. Son unos animales hermosos, y se mueven con agilidad y gracia. Los leones cavernarios no tienen miedo casi a nada. Su fuerza les da seguridad. —Miró a Ayla con un destello de orgullo y amor—. Siempre he pensado que el tótem del León Cavernario de Ayla es idóneo para ella. —Avergonzado por manifestar sus hondos sentimientos hacia su compañera, un ligero rubor asomó a sus mejillas—. Pero pienso que esta es una ocasión en que los lanzavenablos podrían ser muy útiles.

Joharran advirtió que la mayoría de los viajeros se habían acercado.

—¿Cuántos de nosotros saben usar el lanzavenablos? —preguntó a su hermano.

—Bueno, tú, Ayla y yo, claro —respondió Jondalar, mirando al grupo—. Rushemar ha practicado mucho y se le da cada vez mejor. Solaban ha estado ocupado haciendo empuñaduras de marfil para algunas de nuestras herramientas y no le ha dedicado apenas tiempo, pero sabe lo básico.

—He probado el lanzavenablos unas cuantas veces, Joharran. No tengo uno propio, y no lo domino —intervino Thefona—, pero soy capaz de arrojar una lanza con el brazo.

—Gracias por recordármelo, Thefona —dijo Joharran—. Casi todos saben manejar la lanza sin lanzavenablos, incluidas las mujeres. Eso no deberíamos olvidarlo. —Dirigió entonces sus comentarios al grupo entero—. Tenemos que dejar claro a los leones que este no es buen sitio para su manada. Quien quiera ir a por ellos, con o sin lanzavenablos, que se acerque.

Ayla empezó a desatar la manta con que acarreaba a su bebé.

—Folara, ¿cuidarás de Jonayla por mí? —preguntó, aproximándose a la hermana menor de Jondalar—. A no ser que prefieras quedarte y cazar leones.

—He salido de cacería alguna vez, pero nunca se me ha dado muy bien la lanza, y según parece, no se me da mucho mejor el lanzavenablos —contestó Folara—. Me ocuparé de Jonayla.

La niña había despertado, y cuando la joven tendió los brazos para cogerla, la pequeña se echó gustosamente hacia su tía.

—Yo la ayudo —dijo Proleva a Ayla. La compañera de Joharran también llevaba en una manta de acarreo a una niña recién nacida, sólo unos días mayor que Jonayla, y tenía asimismo un hijo muy activo de unos seis años por quien velar—. Creo que deberíamos alejar de aquí a todos los niños, quizá hasta detrás del saliente de roca, o subirlos a la Tercera Caverna.

—Muy buena idea —convino Joharran—. Que los cazadores se queden aquí y el resto retroceda, pero despacio, sin movimientos bruscos. Queremos que esos leones cavernarios piensen que nos movemos en círculo, como una manada de uros. Y cuando nos separemos, cada grupo debe permanecer unido. Probablemente atacarán a cualquiera que se quede solo.

Ayla se volvió de nuevo hacia los cazadores cuadrúpedos y observó que varios leones los miraban, muy alertas. Los animales se desplazaban de un lado a otro, y empezó a distinguir ciertos rasgos diferenciadores, lo que le permitió contarlos. Vio a una gran hembra volverse con indiferencia; no, era un macho, cayó en la cuenta al reparar en sus genitales desde atrás. Había olvidado por un momento que allí los machos no tenían melena. Los leones cavernarios macho de las inmediaciones de su valle, al este, incluido uno que conocía muy bien, tenían pelo, aunque no mucho, alrededor de la cabeza y el cuello. «Esta es una gran manada, pensó; hay más de dos manos de palabras por contar, posiblemente tres, incluidas las crías.»

Mientras observaba, el enorme macho avanzó por el campo unos cuantos pasos más y se perdió de vista entre la hierba. Era asombroso lo eficazmente que aquellos tallos altos y delgados ocultaban a animales de tal tamaño.

Si bien los huesos y los dientes de los leones cavernarios —unos felinos que vivían en cuevas, donde se han conservado sus huesos tenían la misma forma que los de sus descendientes (los leones que en un futuro lejano vagarían por las lejanas tierras del continente situado al sur), eran en cuanto a tamaño como uno y medio de estos, y a veces casi el doble de grandes. En invierno les crecía un pelaje espeso, tan claro que parecía blanco, un práctico medio de camuflaje en la nieve para unos depredadores que cazaban todo el año. Su pelaje de verano, aunque también muy claro, tenía un matiz pardo rojizo, y algunos de los ejemplares de aquella manada estaban aún mudando el pelo, lo que les daba un aspecto raído y moteado.

Ayla observó al grupo compuesto sobre todo de mujeres y niños separarse de los cazadores y retroceder hacia la pared rocosa, junto con unos cuantos hombres y mujeres jóvenes con las lanzas a punto, asignados por Joharran para protegerlos. Advirtió entonces que los caballos parecían especialmente nerviosos y pensó que debía intentar calmarlos. Hizo una seña a Lobo para que la acompañara.

Dio la impresión de que Whinney se alegraba de verlos a ella y a Lobo cuando se acercaron. La yegua no tenía miedo del gran cánido depredador. Había visto crecer a Lobo desde que era una bolita de pelo revuelto, y había ayudado a criarlo. Pero a Ayla le preocupaba una cuestión. Quería que los caballos se retiraran hasta más allá del recodo en la pared de piedra, junto con las mujeres y los niños. Podía dar muchas órdenes a Whinney con palabras y señales, pero no sabía bien cómo indicarle que acompañara a los otros en lugar de seguirla a ella.

Corredor relinchó cuando Ayla se aproximó; se le veía aún más agitado que a los otros. Tras saludar al corcel zaino afectuosamente, dio unas palmadas y rascó a la potranca gris; por último, abrazó el robusto cuello de la yegua de color pardo amarillento que había sido su única amiga durante los primeros años de soledad después de abandonar el clan.

Whinney colocó la cabeza sobre el hombro de la joven en una postura habitual de apoyo mutuo. Ayla habló a la yegua con una mezcla de signos del clan y palabras, y sonidos animales que sabía imitar: el lenguaje especial que había creado con Whinney cuando era una potranca, antes de que Jondalar le enseñara a hablar su lengua. Ayla indicó a la yegua que se marchara con Folara y Proleva. Ya fuera porque el animal la comprendió, o simplemente porque sabía que eso sería lo más seguro para su cría y para ella, retrocedió hacia la pared de roca junto con las otras madres cuando Ayla señaló en esa dirección.

Pero Corredor estaba tenso y nervioso, y se inquietó más aún cuando la yegua se alejó. Pese a ser ya adulto, el joven corcel estaba acostumbrado a seguir a su madre, sobre todo cuando Ayla y Jondalar cabalgaban juntos. Pero en esta ocasión no se marchó con ella de inmediato. Brincó y cabeceó y relinchó. Jondalar lo oyó, lanzó una mirada al corcel y a la mujer, y se reunió con ellos. El joven caballo resopló al acercarse el hombre. Jondalar se preguntó si no sería que empezaban a manifestarse los instintos protectores del animal, con dos hembras en su pequeña «manada». Para tranquilizarlo, le habló, le acarició y le rascó en aquellos lugares donde más le gustaba; después le indicó que se marchara con Whinney y le dio una palmada en la grupa. Bastó para que el corcel trotara en la dirección debida.

Ayla y Jondalar regresaron junto a los cazadores. Joharran y sus dos consejeros y más íntimos amigos, Solaban y Rushemar, estaban en el centro del grupo. Ahora parecía mucho más reducido.

—Hablábamos de cuál es la mejor manera de organizar la cacería —explicó Joharran cuando la pareja volvió—. No sé bien qué estrategia emplear. ¿Debemos intentar rodearlos? ¿O es mejor dirigirlos hacia un sitio en particular? Yo sé cazar para conseguir carne: ciervos, bisontes o uros, incluso mamuts. He matado algún que otro león que se ha acercado al campamento, con la ayuda de otros cazadores, pero no acostumbro a cazar leones, y menos una manada entera.

—Como Ayla conoce a los leones —propuso Thefona—, preguntémosle a ella.

Todos se volvieron hacia Ayla. La mayoría de ellos conocía la historia de la cría de león herida que Ayla había acogido y criado hasta la edad adulta. Cuando Jondalar les contó que el león la obedecía igual que el lobo, le creyeron.

—¿Tú qué opinas, Ayla? —preguntó Joharran.

—¿Veis cómo nos observan los leones? Nos miran igual que nosotros a ellos. Se consideran los cazadores. Es posible que les sorprenda verse convertidos en presas para variar —comentó Ayla, y guardó silencio por un momento—. Creo que debemos caminar hacia ellos en grupos, quizá gritando y hablando en voz alta, y ver si así retroceden, pero tened las lanzas a punto, por si acaso uno o varios se echan sobre nosotros antes de que decidamos darles caza.

—¿Acercarnos a ellos a cara descubierta? ¿Eso quieres decir? —preguntó Rushemar, ceñudo.

—Puede que dé resultado —dijo Solaban—. Y si permanecemos juntos, podemos cuidar unos de otros.

—Parece un buen plan, Joharran —confirmó Jondalar.

—Supongo que es tan bueno como el que más, y me gusta la idea de permanecer juntos y cuidar unos de otros —respondió el jefe.

—Yo iré delante —se ofreció Jondalar. Sostenía en alto el lanzavenablos, ya armado y listo—. Con esto puedo arrojar una lanza en un abrir y cerrar de ojos.

—Seguro que sí, pero esperemos a acercarnos más para que todos podamos hacer blanco fácilmente —contestó Joharran.

—Claro —convino Jondalar—, y Ayla me cubrirá la espalda por si surge algún imprevisto.

—Me parece bien —respondió Joharran—. Todos necesitamos un compañero, alguien que cubra la espalda a quien lance primero, por si falla el tiro y los leones atacan en lugar de huir. Cada pareja puede decidir quién lanzará primero, pero será menos confuso si todos esperan una señal antes de lanzar.

—¿Qué señal? —preguntó Rushemar.

Joharran guardó silencio por un momento y por fin dijo:

—Estad atentos a Jondalar. Esperad a que él lance. Esa puede ser nuestra señal.

—Yo seré tu compañero, Joharran —se ofreció Rushemar.

El jefe asintió.

—Yo necesito a alguien que me respalde —dijo Morizan. Era hijo de la compañera de Manvelar, recordó Ayla—. No sé si lo hago muy bien, pero he estado ejercitándome.

—Yo iré contigo. He estado practicando con el lanzavenablos.

Ayla se volvió al oír esa voz femenina y vio que era Galeya, la amiga pelirroja de Folara.

Jondalar se volvió también. «Esa es una manera de acercarse al hijo de la compañera del jefe», pensó, y miró a Ayla, preguntándose si había captado la implicación.

—Yo iré con Thefona, si me acepta —propuso Solaban—, puesto que, como ella, usaré sólo la lanza, sin lanzavenablos.

La joven le sonrió, alegrándose de formar pareja con un cazador más maduro y experimentado.

—Yo he estado practicando con el lanzavenablos —anunció Palidar. Era amigo de Tivonan, el aprendiz de Willamar, el maestro de comercio.

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