Entonces sonó el timbre de la puerta. Al momento entró Ito muy correcto con su chaqueta blanca.
—Señor Burnside venir ver señora.
—Di… dile que no estoy en casa —dijo la tía Mame con un hilo de voz.
—Yo digo señora no recibir, pero él dice esencial. Venir de la tienda.
La tía Mame alzó la mirada.
—¡Oh! —dijo con preocupación—, en ese caso tendré que verle. Tal vez quieran readmitirme.
Ito hizo pasar a un corpulento desconocido —muy alto y muy apuesto—. Vestía un abrigo de pelo de camello y un sombrero marrón.
La tía Mame lo miró sorprendida, con aire inexpresivo.
—¡Es usted! ¿No le basta con haber hecho que me despidan? ¿Es que piensa seguir importunándome? ¿Acaso quiere echarme también de mi casa?
—Por favor, señora —dijo el desconocido—, he recorrido toda la tienda tratando de averiguar quién era usted y dónde podía encontrarla. Cuando ese tipo de la planta llegó, le pregunté adónde había ido usted y me respondió que la habían despedido; les dije que se equivocaban. Luego les expliqué que todo había sido culpa mía y les pregunté su nombre, pero repuso que la política de Macy's era no proporcionar los nombres de sus empleados. Insistí en que no tenía sentido despedir a una mujer tan agradable como usted. Le dije: «Oiga, nunca lo había pasado tan bien comprando algo». En la oficina de contratación tampoco quisieron darme su nombre, pero por fin pregunté a esa señora alemana que vende muñecas y me dijo que era usted la señorita Dennis. No sabía su nombre de pila ni dónde vivía, de lo contrario no habría tardado tanto, señora; he tenido que visitar a todos los Dennis de la guía telefónica de Nueva York. Señorita Dennis, he recorrido en taxi toda la ciudad. Pero, ya que la he encontrado, ¿le importa si pago al chófer y le dejo volver con su familia?
—Vaya usted —respondió la tía Mame, como Jean Valjean atrapado en las alcantarillas de París—. Por hoy ya ha causado bastantes dificultades. —No obstante, noté que se empolvaba apresuradamente la nariz y se pasaba un peine por el pelo.
El señor Burnside volvió y se quitó el abrigo.
—Señora —dijo arrodillándose ante la tía Mame—, no quiero que se enfade conmigo por culpa de ese trabajo. Me sentía tan mal por haber hecho que la despidieran de Macy's que pensaba ofrecerle un empleo en Dixie Belle Enterprises. Pero, señorita Dennis —dijo contemplando apreciativamente la habitación—, no sabía que tuviese usted tanto dinero. Una señora con una bandeja como ésta no necesita trabajar en Macy's.
Luego la tía Mame movió la cabeza y rompió a reír. Rió hasta que las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas. El señor Burnside se puso rojo de ira y sus ojos centellearon.
—Señorita Dennis, si me ha gastado usted una especie de broma, no me parece graciosa. Llevo toda la tarde buscándola por orden alfabético y no…
La tía Mame rebuscó en su monedero.
—Sí, señor Burnside —rió a carcajadas—. Tengo mucho dinero. Aquí está todo: un dólar treinta y cinco, treinta y seis…, treinta y siete…, treinta y ocho centavos.
Oí a Norah, que me llamaba con un siseo desde el umbral. Me hizo un gesto y salí de puntillas de la habitación.
—Ven, cielo —susurró—, a la señorita Mame ha venido a verla un caballero. ¡Un caballero sureño!
Yo estaba arriba leyendo Traedlos vivos cuando la tía Mame subió con ojos sonrientes.
—¡Oh, cariño, estamos salvados! —susurró—. Me va a dar un empleo en Dixie Belle Enterprises, es una gran compañía petrolífera. Seré la recepcionista ¡y tendré un sueldo de treinta dólares a la semana! Es muy educado. Me ha invitado a cenar con él en Armando's. Estoy segura de que todo irá bien. Es muy amable y, además —se encogió de hombros—, es una comida gratis.
Mientras se ponía uno de sus vestidos Turner todavía pendientes de pago, le puse la pulsera de diamantes falsos en la muñeca.
—Feliz Navidad, tía Mame —dije. Luego añadí—: No son de verdad.
—¡Patrick, cariño! —gritó—, es la pulsera más bonita que he visto en mi vida.
Con el abrigo de visón auténtico y la sonrisa real de felicidad, parecían los diamantes más genuinos del mundo.
Al día siguiente era Navidad y la tía Mame estaba radiante, aunque un poco resacosa, cuando me dio una enorme caja de Brooks Brothers. Contenía mi primer traje de pantalón largo.
—¡Feliz Navidad, cariño mío! —gritó.
—¡Guau! ¡Gracias, tía Mame! —dije. Más tarde reparé en que el dibujo de Tiépolo de unos religiosos desnudos había desaparecido de su habitación. Era el cuadro favorito de la tía Mame, pero ella parecía muy feliz.
—Patrick, cariño —dijo—, no me has preguntado por mi caballero sureño. —Entonces me lo contó todo—. Es un hombre encantador. Fuimos a Armando's y comimos un bistec y hablamos largo y tendido. Su nombre completo es Beauregard Jackson Pickett Burnside y desciende —de un modo u otro— ¡de cuatro generales confederados! ¡Oh, el viejo y galante Sur! Es muy amable, posee una gran compañía petrolífera y tiene unas pestañas preciosas. A propósito, va a venir a comer con nosotros.
El señor Burnside me dio veinte dólares de aguinaldo, pagó una jugosa propina a Norah y a Ito después de nuestra última comida a crédito y llevó a la tía Mame a ver a Marilyn Miller
[4]
.
La tía Mame pasó fuera casi todo el resto de la semana. El señor Burnside la llevó todos los días a almorzar, a tomar el té, a cenar y al teatro. En Nochevieja reservó una mesa en el casino de Central Park, pero no llegaron a ir. En lugar de eso, cogieron un taxi y se marcharon a Maryland, o a «Maridolandia», como lo llamó ella después.
El día de Año Nuevo, telefoneó desde el St. Regis.
—Patrick, cariño —dijo—, te habla la señora Beauregard Jackson Pickett Burnside. ¡Ven a comer conmigo y con tu tío Beau!
Para completar la descripción de su personaje inolvidable, el artículo prosigue contando que la encantadora solterona tenía auténticas dotes atléticas, o al menos las desarrolló a toda prisa.
Por lo visto estaba un poco preocupada con lo de que a su expósito le fuese tan bien en el colegio y fuera un consuelo para ella y su gato, pero careciese de un padre que le instruyera en las artes masculinas. Temió que pudiera acabar siendo un ratón de biblioteca debilucho si ella no tomaba cartas en el asunto. Fue a Spalding's a comprar un equipo completo de deporte y se dispuso a enseñarle todo lo que necesitaría saber. La cosa fue bien y, mientras entrenaba al muchacho, la buena mujer se convirtió ella misma en una especie de atleta…, tan buena, de hecho, que acaparó la mitad de los premios de la feria de Danbury y batió el récord femenino de lanzamiento de peso de todos los tiempos.
Bueno, no seré yo quien diga que la tía Mame hizo nunca nada parecido, aunque sí llegó a tener cierta reputación en ese campo. De hecho todavía se habla de ella con reverencia en ciertas partes del país por sus éxitos como deportista, después de casarse con el señor Burnside.
Algunas personas poco caritativas han llegado a decir que la tía Mame se casó con el señor Burnside por su dinero. Admito que el hecho de que el señor Burnside fuese el hombre de menos de cuarenta años más rico al sur de Washington D. C. pudo influir en su decisión. Pero lo quería de verdad. Y él se convirtió en su padre, su hermano, su hijo, su Santa Claus y su amante.
Su nuevo marido, Beau, era uno de esos sureños encantadores, desenfadados, grandes y joviales. Descendía de una rancia familia de Georgia venida a menos, pero se distinguía de los demás descendientes de los generales en que no se dedicaba a quedarse en casa hablando de los buenos tiempos antes de que los malditos yanquis arrasaran el país y violasen a sus mujeres. En lugar de eso, Beau se había dedicado a cultivar soja y cacahuetes, cuando los demás terratenientes seguían lamentándose de la escasez de la cosecha de algodón. Cuando cumplió los diecinueve, las tierras de los Burnside estaban libres de deudas y erosión y empezaban a dar beneficios. En su último año en la Escuela Técnica de Georgia fue a Texas a tomar posesión de unas tierras yermas que le había dejado un primo viajero, encontró petróleo y se hizo millonario antes de cumplir los veintiuno. Todo lo que tocaba el tío Beau parecía convertirse en oro, y siempre daba la impresión de sorprenderse y alegrarse de su buena fortuna. «Cuestión de suerte, cariño», le decía siempre a la tía Mame. Concedía muy poca importancia al dinero, que consideraba sólo un medio de complacer a los demás. Colaboraba con incontables instituciones benéficas, era el único sustento de una anciana madre y una caterva de parientes indolentes y también una presa fácil para cualquiera que tuviese una historia triste y mínimamente creíble que contarle.
El tío Beau saldó todas las deudas de la tía Mame, vendió la antigua cochera donde vivíamos —afirmó que las mujeres guapas no vivían en Murray Hill—, devolvió a Norah sus ahorros de toda una vida y la envió al condado de Meath con una generosa pensión. Luego, trasladó a la tía Mame a unas diez habitaciones del hotel St. Regis y la animó a retomar su antiguo estilo de vida. Ella estuvo encantada de obedecerle.
Aunque Mame volvió a ser más o menos como antes, noté ciertos cambios muy sutiles. En 1932 estaba de moda ser romántico, pero la tía Mame fue un paso más allá. Su cabello estaba más suave y sedoso, había siempre un montón de camelias en sus habitaciones, sus vestidos parecían de organdí y encaje, y se oía el estruendoso frufrú de la crinolina debajo de sus faldas. Cuando el tío Beau insistió en que le pintaran un retrato, la tía Mame contrató a un retratista de sociedad en lugar de recurrir a uno de los modernos que frecuentaban su salón. El resultado final daba la impresión de haber sido ejecutado no con un pincel, sino con una manga pastelera, y la tía Mame no paraba de repetir que era una pena que Winterhalter no estuviera vivo.
Su manera de hablar se volvió menos clara, más suave y menos staccato. Me llamaba «encanto» con frecuencia y empleaba amaneramientos sureños, como el de referirse siempre «a todos».
Cuando cumplí trece años me envió un paquete lleno de regalos, entre los que una preciosa y elaborada colección de soldados confederados antiguos, que todavía conservo, tres tomos dedicados al general Lee y, sobre todo, una primera edición de hojas amarillentas de
El pequeño coronel
. Enseguida supe lo que se avecinaba.
En junio de ese año terminé la escuela primaria y pasé a la secundaria. Me las habría arreglado muy bien solo, pero la tía Mame me escribió una carta muy prolija para anunciar que el tío Beau y ella pensaban ir en coche a la San Bonifacio a fin de participar en la gran celebración. «Luego, encanto —escribía—, tengo una gran sorpresa. Tú, tu tío Beauregard y yo iremos en coche a pasar el verano en nuestra enorme y antigua plantación de Georgia y a conocer a mi anciana y encantadora suegra. Disculpa la precipitación de esta carta, pero es que las Hijas de la Confederación se reúnen hoy en casa. ¡Estoy deseando veros a
todos
!».
Durante la ceremonia de graduación estuvo exultante en su papel de mujer sureña. Vistió un vaporoso vestido de cóctel de color blanco —que parecía hecho de algodón dulce—, guantes de encaje, un sombrero de encaje, un parasol de encaje al que daba vueltas con coquetería, y un chal de encaje que se le caía constantemente y que recogían los granujientos galanes de la San Bonifacio. Gané el premio de redacción de la escuela primaria y ella le dijo al profesor de inglés:
—¡Oh!, la verdad es que estoy orgullosísima de ese chico. Aunque, claro, su padre también era todo un literato.
Viajamos a Georgia en el enorme Duesenberg Phaeton del tío Beau, deteniéndonos aquí y allá para admirar un gran y antiguo monumento o un noble y viejo campo de batalla donde los muchachos del Sur combatieron y murieron valientemente en defensa de sus ideales. El campo me pareció bastante desolado, pero la tía Mame, que lo había recorrido antes en el tren nocturno de Palm Beach, disertó largamente sobre su antiguo patrimonio y sus numerosos recuerdos.
Cuando el coche se detuvo delante de la columnata del pórtico de Peckerwood, la plantación de los Burnside, un jovial mayordomo se acercó dando brincos para bajar el equipaje y una inmensa mujer de color, que se parecía a las de los anuncios de harina para panqueques, se aturulló mucho y dijo «Dios mío» unas treinta veces. La tía Mame estaba en su salsa.
El dinero del petróleo tejano de Beau, el dinero de sus plantaciones de caña en Cuba, el dinero que tenía invertido en la Bolsa neoyorquina y el dinero de sus minas canadienses había contribuido a devolver a las elegantes habitaciones de Peckerwood la magnificencia que tenían antes de la guerra. Había tapices de damasco, sillones de palisandro, mesas Sheraton, arañas de cristal y quinqués. La tía Mame decía que era «encantador». Me condujeron a mi habitación, una enorme estancia con una cama con dosel, un aparador Chippendale y grandes ventanales que daban a la galería del segundo piso. Tenía también un cuarto de baño yanqui con auténticas tuberías Crane de posguerra.
La tía Mame pareció disgustarse un poco de que no la instalaran en la casa principal, pero la tradición ordenaba que el heredero y su mujer vivieran en la Casa de la Novia, al otro lado del laberinto de boj del jardín. Sin embargo, creo que luego se alegró.
—Pero Beau, encanto —decía mientras deshacía las maletas—, ¿cuándo voy a conocer a tu anciana, dulce y encantadora madre?
Ni con el mayor esfuerzo de la imaginación podía considerarse dulce y encantadora a la señora Burnside, aunque desde luego era anciana, y supongo que Dios, en su infinita sabiduría, pensó que era adecuado hacerla madre, aunque a menudo he rozado la blasfemia al preguntarme el porqué. Por su físico parecía una nevera General Electric y era como un cruce entre Calígula y una cacatúa. La señora Burnside tenía unos ojillos como cuentas de cristal y una imperiosa nariz aguileña, la piel cetrina y mal aliento. Usaba una severa peluca negra y un almidonado vestido del mismo color y pasaba el día a oscuras en un salón, con las manos rechonchas —en las que se incrustaban sucios anillos de diamantes— entrelazadas sobre su rechoncho regazo. Era una mujer sombría y taciturna, pero cuando quería sabía conversar sobre varios asuntos: a) sus gloriosos antepasados, b) lo desagradecidos que se estaban volviendo los negros, c) los yanquis, d) lo indigno que era todo el mundo excepto la propia señora Burnside, y e) la lamentable condición de sus intestinos. Aunque por lo general se limitaba a expresar su desaprobación con los labios apretados y a lanzar miradas con sus pérfidos ojos negros, como si fuese un loro malvado.