La sonrisa de las mujeres (28 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—¡Bobadas! —me interrumpió—. ¿Qué está diciendo, André? Tal como han ido las cosas hasta ahora no está nada perdido. Confíe en un hombre que tiene algo más de experiencia en la vida que usted. —Dejó caer la ceniza de su cigarrillo y balanceó un pie—. ¿Sabe, André? Yo siempre he sobrevivido a los malos momentos con tres frases:
je ne vois pas la raison, je ne regrette rien
y la última, pero no menos importante,
je m'en fous
. —Sonrió—. Aunque me temo que en su caso no le van a servir de ayuda ni Voltaire, ni Edith Piaf, ni la picardía. En su caso, mi querido amigo, sólo le ayudará una cosa: la verdad. Toda la verdad. —Se puso de pie y se acercó a mi mesa—. Siga mi consejo y escriba toda esta historia tal y como me la ha contado a mí… Desde la primera vez que miró por la ventana de ese restaurante hasta nuestra conversación de hoy. Y luego haga llegar el manuscrito a Aurélie diciéndole en una nota que su autor favorito ha escrito una nueva novela y le gustaría que ella fuera la primera en leerla.

Me dio un golpecito en el hombro.

—Es una historia increíble, André. ¡Es sencillamente genial! Escríbala, empiece usted mañana mismo o, mejor aún, esta noche. Escriba como si estuviera en juego su vida, amigo mío. Escriba en el corazón de esa mujer a la que ya cautivó con su primera novela—. Se dirigió hacia la puerta y allí se giró de nuevo—. Y da igual cómo acabe todo —añadió guiñándome un ojo—, ¡haremos un Robert Miller de todo esto!

17

Hay autores que tardan días en escribir la primera frase de su novela. La primera frase tiene que ser perfecta; el resto, por así decirlo, sale luego por sí solo. Creo que incluso hay estudios sobre los comienzos de las novelas, pues la primera frase con la que empieza un libro es como la primera mirada entre dos personas que no se conocen. Luego hay escritores que no pueden empezar una novela sin saber cómo es la última frase. Se dice que John Irving, por ejemplo, empezaba a idear sus libros desde el último capítulo hasta el primero, y luego se ponía a escribir. Yo, en cambio, escribo esta historia sin saber cómo va a terminar, sin poder influir lo más mínimo en su desenlace. La verdad es que esta historia todavía no tiene final. La última frase la tiene que escribir una mujer a la que vi hace año y medio, una tarde de primavera, tras los cristales de un pequeño restaurante con manteles de cuadros rojos y blancos que está en la Rue Princesse, en París. Es la mujer a la que quiero. Sonreía tras el cristal, y su sonrisa me cautivó de tal modo que se la robé. La tomé prestada. Me la llevé conmigo. No sé si algo así es posible, que uno se pueda enamorar de una sonrisa, quiero decir. En cualquier caso, esa sonrisa me inspiró una historia… una historia en la que todo era inventado, incluso el propio autor. Y entonces pasó algo increíble. Un año más tarde, una tarde de noviembre realmente horrible, la mujer de la bonita sonrisa apareció ante mí como caída del cielo. Y lo maravilloso y a la vez trágico de ese encuentro fue que ella quería de mí algo que yo no podía darle. Sólo tenía un deseo —estaba tan obsesionada con él como la princesa del cuento con la puerta prohibida— y precisamente ese deseo era imposible de cumplir. ¿O sí se podía cumplir? Desde entonces han pasado muchas cosas, buenas y malas, y me gustaría contarlo todo. Toda la verdad después de tantas y tantas mentiras. Ésta es la historia que realmente ocurrió, y la escribo como un soldado que al día siguiente debe partir hacia el frente, como un enfermo que no sabe si mañana va a ver salir el sol, como un amante que pone todo su corazón en las delicadas manos de una mujer con la osada esperanza de que ella le escuche.

Habían pasado tres días desde mi conversación con monsieur Monsignac. Necesité tres días para escribir estas primeras frases, pero luego todo salió de pronto muy deprisa.

En las semanas siguientes escribí como poseído por una fuerza superior, escribí como si estuviera en juego mi vida, como mi jefe había expresado de forma tan acertada. Hablé del bar en el que surgió la brillante idea, de una aparición en el pasillo de la editorial, de una carta a un escritor inglés que yo abrí con impaciencia… y, sobre todo, de lo que ocurrió en aquellas excitantes e increíbles semanas.

Las Navidades llegaron y pasaron. Me marché con
maman
, acompañado de mi ordenador y mis anotaciones, a Neuilly, donde pasé las fiestas, y cuando en Nochebuena estábamos con toda la familia reunidos alrededor de la mesa grande del salón y hacíamos alabanzas al
foie gras
con mermelada de cebolla que había en nuestros platos, por primera vez tuvo razón
maman
cuando dijo que había adelgazado y que no comía suficiente.

¿Comí realmente algo durante esas semanas? Debió de ser así, pero no lo recuerdo. El bueno de Monsignac me había dado tiempo libre hasta finales de enero —con una misión especial, según explicó a los demás—, y yo me levantaba por las mañanas, me ponía encima cualquier cosa y, tambaleándome, me dirigía al escritorio con una taza de café y unos cigarrillos.

No contestaba el teléfono, no abría la puerta cuando llamaban, no veía la televisión, los periódicos se amontonaban sin leer en la mesa del cuarto de estar y algunos días salía a última hora de la tarde por el
quartier
para tomar un poco de aire fresco y comprar lo necesario.

Yo no era ya de este mundo. Si se hubiera producido cualquier catástrofe natural, habría pasado por encima de mí. No me enteré de nada en esas semanas. Sólo sabía que tenía que escribir.

Si me ponía delante del espejo del cuarto de baño veía la imagen de un hombre pálido con el pelo revuelto y unas sombras oscuras debajo de los ojos.

No me interesaba.

A veces iba de un lado a otro de la habitación para estirar las piernas, entumecidas, y cuando no podía seguir porque no se me ocurría nada, ponía en mi aparato de música el CD de
French Café
. Empezaba con
Fibre de verre
y terminaba con
La fée clochette
. Durante esas semanas sólo escuché ese disco, no sabría decir muy bien por qué.

Me había obsesionado con él como un autista que tiene que contar todo lo que cae entre sus dedos. Era mi ritual: cuando sonaban los primeros acordes me sentía seguro, y después de la segunda o tercera canción ya estaba otra vez metido en la historia. La música se convirtió en un murmullo de fondo que hacía volar mis ideas como una gaviota blanca por encima del mar infinito.

De vez en cuando volaba muy cerca del agua, y entonces sonaba
La mer opale
, de Coralie Clément, y veía los ojos verdes de Aurélie Bredin ante mí. O escuchaba
Un jour comme un autre
, de Brigitte Bardot, y tenía que pensar en cómo Aurélie había sido abandonada por Claude.

Cada vez que sonaba
La fée clochette
sabía que de nuevo había pasado una hora, y mi corazón se volvía pesado y delicado a la vez al recordar aquella velada mágica en Le Temps des Cerises.

Por las noches apagaba en algún momento la luz del escritorio y me iba a la cama, y a menudo me levantaba otra vez porque creía haber tenido una idea fantástica que con frecuencia a la mañana siguiente resultaba no serlo tanto.

Las horas se convirtieron en días y los días empezaron a fundirse sin solución de continuidad en un mar azul oscuro, transatlántico, en el que una ola es igual a la siguiente y la mirada se dirige a la delicada línea del horizonte, donde el viajero cree reconocer la tierra firme.

Yo creo que nunca se ha escrito un libro tan deprisa. Me movía el deseo de recuperar a Aurélie Bredin y ansiaba que llegara el día en que pudiera poner mi manuscrito a sus pies.

En los últimos días de enero ya lo había terminado.

La tarde en que dejé el manuscrito delante de la puerta de Aurélie Bredin empezaba a nevar. Es tan poco frecuente que nieve en París que la mayoría de la gente se alegra.

Di vueltas por las calles como un preso en régimen abierto, contemplé los adornos de los escaparates llenos de luces, me dejé atrapar por el tentador olor de las
crêpes
recién hechas de un pequeño puesto de detrás de la iglesia de Saint-Germain y luego me decidí por un
gauffre
con una gruesa capa de crema de castañas.

Los copos de nieve caían en silencio, pequeños puntos blancos en la oscuridad, y pensé en el manuscrito que estaba envuelto en papel de embalar y que Aurélie Bredin encontraría esa noche ante su puerta.

Al final me habían salido doscientas ochenta páginas. Estuve mucho tiempo pensando qué título debía ponerle a la historia, a esa novela con la que quería recuperar para siempre a la chica de los ojos verdes.

Había escrito en un papel una serie de títulos muy sentimentales, románticos, sí, incluso cursis, pero luego los había tachado todos de la lista. Y luego llamé al libro simplemente
El final de la historia
.

Da igual cómo empiece una historia, da igual las vueltas que dé; en realidad, lo que importa es el final.

Mi profesión conlleva leer muchos libros y manuscritos, y tengo que admitir que las novelas que más me han fascinado han sido las que tienen un final abierto o incluso trágico. Sí, esos libros te dejan pensando un tiempo, mientras que los de final feliz se olvidan enseguida.

Pero tiene que haber alguna diferencia entre la literatura y la realidad, pues tengo que reconocer que cuando dejé el pequeño paquete marrón en el frío suelo delante de la puerta de Aurélie dejé a un lado cualquier exigencia intelectual. Le pedí al cielo un final
feliz
.

El manuscrito iba acompañado de una carta en la que había escrito lo siguiente:

Querida Aurélie:

Sé que me has apartado de tu vida y que no quieres tener ningún contacto conmigo, y respeto tus deseos.

Hoy te dejo delante de tu puerta el nuevo libro de tu autor favorito.

Está recién escrito, no lo ha leído nadie todavía, y tampoco tiene un verdadero final, pero sé que te interesará porque contiene las respuestas a todas las preguntas que te planteabas con respecto a la primera novela de Robert Miller.

Espero poder arreglar así, al menos un poco, todo lo que he estropeado.

Te echo de menos,

André

Aquella noche dormí profundamente por primera vez. Me desperté con la sensación de que había hecho todo lo que podía hacer. Ya sólo me quedaba esperar.

Guardé en mi cartera una copia de la novela para monsieur Monsignac y luego salí hacia la editorial, por la que llevaba cinco semanas sin aparecer. Seguía nevando, la nieve se acumulaba en los tejados de los edificios y los sonidos de la ciudad parecían amortiguados. Por los bulevares los coches no iban tan deprisa como otras veces y también las personas andaban más despacio por las calles. Era como si el mundo contuviera la respiración, así me pareció, y yo mismo me sentí invadido por una extraña calma. Mi corazón era blanco como el primer día.

En la editorial tuve un efusivo recibimiento. Madame Petit no me trajo sólo el correo (había un buen montón), sino también un café; mademoiselle Mirabeau asomó muy sonrojada la cabeza por la puerta para desearme un feliz año nuevo, y vi que en su mano brillaba un anillo; Michelle Auteuil me saludó con gran elegancia cuando nos cruzamos en el pasillo y se dignó incluso a soltar un «
Ça va, André?
»; Gabrielle Mercier suspiró aliviada, se alegraba de que yo volviera, el jefe la estaba volviendo loca; y Jean-Paul Monsignac cerró la puerta a su espalda cuando entró en mi despacho y me dijo que tenía el aspecto de un autor que acababa de terminar su libro.

—¿Y qué aspecto tiene alguien así? —pregunté.

—Completamente agotado, pero con ese brillo tan especial en los ojos —dijo. Luego me miró con gesto interrogante—. ¿Y bien?

Le entregué la copia del manuscrito.

—No sé si es bueno. Pero en él hay mucha sangre de mi corazón.

Monsignac sonrió.

—Eso siempre está bien. Le deseo mucha suerte, amigo mío.

—Bueno —dije—, lo llevé ayer por la tarde, tan rápida no va a ir la cosa… si es que pasa algo.

—Espero que se equivoque, André. En cualquier caso, estoy impaciente por leer esta novela.

La mañana transcurrió tranquila. Vi mi correo, contesté mis emails, miré por la ventana. Seguían cayendo gruesos copos del cielo. Y luego cerré los ojos, pensé en Aurélie y confié en que mis pensamientos alcanzaran su objetivo incluso con los ojos cerrados.

Eran las cuatro y media y fuera ya casi había oscurecido cuando sonó el teléfono y Jean-Paul Monsignac me pidió que fuera a su despacho.

Cuando entré, se encontraba junto a la ventana mirando la calle. Sobre su mesa estaba mi manuscrito.

Monsignac se volvió.

—¡Ah, André, pase, pase! —dijo, balanceándose adelante y atrás como siempre solía hacer. Señaló el manuscrito—. Lo que ha escrito… —me miró con gesto severo, y yo apreté los labios, nervioso—. Lo que ha escrito es, por desgracia, muy bueno. Que no se le ocurra a su agente ofrecérselo a otras editoriales e iniciar una subasta, porque entonces usted se largará de aquí, ¿entendido?


C'est bien compris
—contesté sonriendo—. Me alegro mucho, monsieur Monsignac.

Se giró de nuevo hacia la ventana y me hizo una seña para que me acercara.

—Apuesto lo que sea a que también se va a alegrar de esto —dijo, y señaló hacia la calle.

Le miré desconcertado. Por un momento pensé que se refería a los copos de nieve, que todavía revoloteaban delante de la ventana. Luego me empezó a latir más deprisa el corazón, y me habría gustado abrazar al viejo Monsignac.

Fuera, en la calle, en la acera frente al edificio de Éditions Opale, había una mujer andando de un lado para otro. Llevaba un abrigo rojo y miraba constantemente a la entrada de la editorial como si estuviera esperando a alguien.

Yo no perdí el tiempo en ponerme algo encima. Bajé las escaleras volando, abrí la pesada puerta de la entrada y crucé la calle corriendo.

Y entonces me encontré ante ella, y mi respiración era tan agitada que por un momento creí que no me entraba aire en los pulmones.

—Has venido —dije en voz baja, y luego lo dije otra vez, y mi voz sonó ronca, me alegraba tanto de verla…—. Aurélie… —susurré, y la miré con gesto interrogante.

Los copos de nieve caían sobre nosotros y se posaron en su larga melena como pequeñas flores de almendro.

Sonrió y yo le cogí la mano, que estaba enfundada en un guante de lana de colores, y de pronto noté un gran alivio.

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