—¡Dios mío! ¡Hablas como Monsignac!
—¿Es que no quieres un
bestseller
? —preguntó Adam, sorprendido.
—No en estas condiciones —contesté—. Quiero tener tranquilidad. ¿Acabas de decirme que todo este juego de mentiras es peligroso y ahora quieres seguir así, sin más?
Adam sonrió levemente.
—Soy un profesional —dijo muy en plan
gentleman
inglés.
—Tienes delirios de grandeza. ¿Y cómo te lo imaginas en un futuro? ¿Escribe el autor sus novelas en algún lugar en el fin del mundo? ¿En Nueva Zelanda o en el Polo Norte? ¿O vamos a hacer venir a tu hermano una y otra vez?
—Si la cosa sale bien, ya tendremos ocasión de decir la verdad. —Adam se echó hacia atrás muy relajado—. Cuando llegue el momento, sacaremos una historia bonita. Tienes que entender de una vez cómo funciona el sector, André: el éxito siempre te da la razón. Así que yo creo que Robert Miller debe seguir escribiendo.
—Por encima de mi cadáver —repliqué—. Yo creo que sólo un autor muerto es un buen autor.
—
Hi, fellows
—dijo Samuel Goldberg—. ¿
Etáis habando
de mí?
Sam Goldberg había entrado sin que nos diéramos cuenta y había oído la última parte de nuestra conversación. Allí estaba mi alter ego con una trenca azul oscuro y una gorra de cuadros escoceses, cargado de bolsas de plástico con Torres Eiffel y cajas de tonos pastel de Ladurée.
Le observé con curiosidad. Tenía el pelo rubio y los ojos azules como su hermano. Por desgracia, su aspecto era tan estupendo como en la foto. Y aunque debía de rondar los cuarenta, tenía ese encanto juvenil que algunos hombres no pierden nunca por muchos años que cumplan. La barba no cambiaba nada, sobre todo cuando mostraba, como ahora, esa picara sonrisa a lo Brad Pitt.
—
Hi
, Sam, ¿dónde te habías metido? —Adam se había puesto de pie y saludó a su hermano con una cariñosa palmada en el hombro—. Pensábamos que te habías perdido.
Sam sonrió y dejó ver una fila de resplandecientes dientes blancos. Como dentista, parecía de fiar, yo sólo podía confiar en que también resultara convincente como escritor.
—
Shopping
—dijo, y me llamó la atención que su voz se pareciera tanto a la de su hermano—. Tuve que
pgrometer
a mi familia que les llevaría algo. ¡
Oh, dear
, y la cola en ese Ladurée era
so long
! Me
sintió
ya casi como en casa. —Se rio—. Tantos
Japanese people
y todos querían comprar tartas y esas cosas de colores. —Señaló las cajas con los
macarons
—. ¿De verdad están tan buenos?
—Éste es André —me presentó Adam, y Sam me estrechó la mano.
—Me
alego
de verle —dijo mirándome fijamente—. He oído hablar
tanto
de usted. —Apretaba la mano con fuerza.
—Espero que bien —contesté algo encogido. Las típicas palabras—. Muchas gracias por venir a París, Sam. Nos va a ayudar a salir de un apuro.
—
Oh, yes!
—Sonrió satisfecho y asintió—. De un
epuro
—repitió—. Sí, sí. Adam me lo ha contado todo. Entre los dos habéis liado una buena, ¿no?
Tango
que decir que estoy muy sorprendido de haber
escribir
un libro. —Me hizo un guiño—. Por suerte tengo muy buen humor.
Asentí, aliviado. Era evidente que Adam había hecho un buen trabajo. Aunque al principio su hermano se mostró algo irritado cuando le presentamos el inesperado proyecto, ahora parecía muy relajado.
—Ahora somos algo así como… ¿Cómo se dice…? ¿Hermanos en el espíritu? —prosiguió—.
Well
, espero que funcione bien nuestro pequeño
compota
.
Los tres nos reímos. Luego nos sentamos y mi hermano de espíritu pidió un té con leche y tarta de manzana y paseó la mirada por el café Les Éditeurs.
—
Lovely place
—dijo con gesto de aprobación.
En las dos horas que pasamos introduciendo a Sam Goldberg en su nueva identidad quedó de manifiesto que el hermano de Adam era un hombre tranquilo y bonachón cuyo carácter positivo podía expresarse sobre todo en dos palabras:
lovely
y
sexy
.
Lovely
eran la ciudad de París, las Torres Eiffel de plástico dorado y con luz que había comprado para sus niños, la
tarte aux pommes
que se comió con el té y que dividió en delicados trozos y mi libro, del que sólo había leído el primer capítulo, pero cuyo argumento le había contado Adam
en detail
.
Sexy
eran las camareras de Les Éditeurs, los estantes llenos de libros de la pared, la propuesta de Adam de enseñarle por la noche el Moulin Rouge, el viejo teléfono negro de baquelita que había en la recepción de su hotel y, sorprendentemente, mi reloj Rolex antiguo (era de mi padre y de una época en que los relojes Rolex todavía tenían correa de cuero y un diseño bastante más discreto que hoy).
Comprobé con alivio que el francés de Sam era mejor de lo que yo esperaba. Por lo general, un inglés habla inglés y nada más, pero como en su infancia los dos hermanos Goldberg habían pasado muchos veranos con un tío en Canadá, conocían bien el idioma. Adam hablaba un francés fluido gracias a su trabajo, mientras que su hermano se trabucaba un poco, aunque su vocabulario era abundante, y era evidente que no le importaba hablar en público. Al fin y al cabo, ya había pronunciado conferencias sobre la profilaxis y el tratamiento de la parodontosis en congresos de dentistas.
Preparamos la entrevista con
Le Figaro
, que tendría lugar a la mañana siguiente, y luego los pasajes del libro que tendría que leer por la tarde en la librería. Le expliqué cómo transcurriría la lectura y le aconsejé que ensayara un poco más su firma como «Robert Miller» para que no se equivocara al firmar los ejemplares.
—¡
Tango
que
proubar
ahora mismo! —exclamó. Cogió un papel y un lápiz y escribió su nuevo nombre con una espléndida letra redondeada.
—Robert Miller —dijo, mirando la firma con satisfacción—. Es realmente
sexy
, ¿no os parece?
Después de la lectura, que comenzaría hacia las ocho y duraría una hora y media como mucho, estaba prevista una cena con un grupo reducido de personas («¡Muy entrañable!», había insistido monsieur Monsignac), a la que debíamos asistir el autor, naturalmente, el librero (que seguro que había leído el libro), Jean-Paul Monsignac (que del libro sólo conocía el comienzo, la parte central y el final), Michelle Auteuil (que le había echado una ojeada al libro cuando estaba todavía en la fase de corrección de pruebas), Adam Goldberg (que conocía todo el libro) y un servidor. Tengo que decir que esa pequeña cena
entrañable
me daba un poco de miedo.
Las lecturas en público que se celebran en una librería suelen transcurrir siempre del mismo modo: saludo por parte del librero, saludo por parte de la editorial (en este caso debía asumir yo la tarea, ya que era el que iba a moderar el acto), el autor dice unas palabras, que se alegra mucho de estar allí y todo lo demás, y lee un par de pasajes. Luego aplausos, ¿alguien tiene alguna pregunta para el autor? Siempre las mismas preguntas: ¿qué le llevó a escribir este libro? En su libro hay un chico que ha crecido sin su padre… ¿es usted ese chico? ¿Siempre quiso ser escritor? ¿Está escribiendo un nuevo libro? ¿De qué trata? ¿También transcurre la acción en París? Y a veces, pocas, surgen preguntas como: ¿cuándo escribe usted (por la mañana, por la tarde, por la noche)? ¿Dónde escribe usted (mirando la vegetación, delante de una pared blanca, en un café, en un convento)? Y, naturalmente, también: ¿de dónde saca usted las ideas?
Pero a veces la gente no es tan curiosa o es demasiado tímida como para hacer una pregunta, y en esos casos el librero-lector-moderador dice algo así como: «Entonces, tengo yo una pregunta para redondear el tema». O bien anuncia: «Si nadie tiene ninguna pregunta más, les agradezco que hayan venido, y muchas gracias, naturalmente, a nuestro autor, que ahora firmará gustosamente sus libros». Más aplausos. Y entonces la gente se acerca para comprar el libro y que el autor se lo firme. Y al final se hacen unas cuantas fotos.
Una lectura por parte del autor es un evento muy previsible, si me preguntan.
En una cena con un grupo reducido de personas hay muchos más imponderables, sobre todo cuando se tiene algo que esconder. Mi capacidad de anticipación no era tan grande como para poder prever todos los temas posibles e imposibles que podían surgir en una cena así. Pude ver a monsieur Monsignac preguntando de golpe a ese inglés supuestamente francófilo: «¿Le gustan los caracoles?», y como éste hacía un gesto de asco. Confié en que no se hablara demasiado sobre libros, pues Sam Goldberg no estaba muy al tanto de la lista de los más vendidos y no sería de extrañar que tomara a Marc Levy por un actor o a Anna Gavalda por una cantante de ópera.
Por otro lado, Sam estaría flanqueado por Adam y por mí como si fuéramos sus guardaespaldas. Y con un poco de presencia de ánimo por parte del dentista la velada podría resultar bastante pasable.
Aconsejé a Sam que ante las preguntas peliagudas del público o durante la cena pusiera como excusa su escaso conocimiento del idioma. «Oh,
sorry
, no le he
intindido
bien, ¿qué quiere decir?», debía preguntar con ingenuidad, y uno de nosotros dos acudiría en su ayuda.
Era importante que interiorizara los puntos que le repetíamos una y otra vez: vivía
solo
en su
cottage
. Habíamos acordado que estaba en la pintoresca localidad de Tunbridge Wells. («
Lovely place
», dijo Sam, y: «Qué pena que no pueda tener una
family
»).
Su perro
Rocky
era un yorkshire-terrier y no un golden retriever, como Sam dijo al principio de forma errónea, y
Rocky
estaba ahora al cuidado de un amable vecino.
A la pregunta de si su libro tenía referencias autobiográficas debía responder: «Bueno, ya sabe, todo libro tiene algo de autobiográfico. Claro que hay cosas que yo he vivido, otras las he oído contar o son inventadas».
Había viajado mucho a París cuando trabajaba para la fábrica de coches, pero en ese momento necesitaba tranquilidad y naturaleza, y valoraba mucho su
cottage
apartado del mundo.
Que un periodista visitara su hogar sería para él un horror. (Esto como precaución, ante el supuesto caso de que cayera en manos de Michelle Auteuil).
No era amante de las fiestas.
Adoraba la cocina francesa.
Tenía en mente una segunda novela sobre París, pero tardaría todavía un tiempo en escribirla (¡nada de datos concretos sobre el argumento!).
Su
hobby
eran los coches antiguos.
El peligro de que en Francia un escritor se viera envuelto en una conversación sobre coches me parecía relativamente pequeño, pero, a pesar de todo, cuando nos despedimos entregué a Sam un libro de fotografías de coches antiguos.
—Entonces nos vemos mañana por la tarde —dije cuando ya estábamos los tres fuera del café y Sam movía sus bolsas llenas de regalos.
Los dos hermanos querían pasar por su hotel antes de revolucionar la noche parisina. Yo sólo quería irme a casa.
—Estaría bien que estuvierais allí media hora antes —dije tomando aire con fuerza—. No va a ser posible, ¿verdad?
—Todo saldrá bien —dijo Adam—. Seremos muy puntuales.
—
Yes
, seremos niños buenos —insistió Sam.
Y allí se separaron nuestros caminos.
Las grandes catástrofes siempre van precedidas de un presagio. Pero muchas veces no se le presta atención. Cuando a la mañana siguiente estaba en el cuarto de baño afeitándome, oí de pronto un gran estruendo. Corrí descalzo por el pasillo a oscuras y pisé un cristal antes de ver lo que había ocurrido.
El pesado espejo antiguo que colgaba junto al perchero se había caído, el marco oscuro de madera de raíz se había roto y todo estaba lleno de cristales. Soltando un taco me saqué la esquirla del pie ensangrentado y fui cojeando hasta la cocina para coger una tirita.
—¡A prueba de bombas! —había dicho mi amigo Michel cuando me colgó el espejo que unas semanas antes yo había transportado en el metro desde el Marché aux Puces, el mercadillo de la Porte de Clignancourt, y luego había cargado hasta mi casa.
Las personas supersticiosas dicen que un espejo que se cae de la pared anuncia una desgracia. Pero yo no soy supersticioso, gracias a Dios, y me limité a recoger todos los cristales entre maldiciones y a marcharme a la editorial.
A mediodía me reuní con Hélène Bonvin, la autora del bloqueo creativo. Nos sentamos en el primer piso del Café de Flore, tomamos el
assortiment de fromage
, y después de convencerla de que me gustaba lo que había escrito hasta entonces («¿No dirá usted eso ahora para tranquilizarme, no, monsieur Chabanais?») y proporcionarle algunas ideas para el resto de su novela, me apresuré a volver a la editorial.
Unos segundos más tarde entró madame Petit en mi despacho para decirme que había llamado mi madre y que me pedía que la llamara cuanto antes.
—Parecía algo
realmente
urgente —aseguró madame Petit mientras me miraba con las cejas levantadas.
—¿Ah, sí? Para mi madre
todo
es urgente. Probablemente se haya caído otro vecino de la escalera. Esta tarde tengo una lectura, madame Petit, es imposible.
Media hora más tarde estaba sentado en un taxi y me dirigía al hospital. Esta vez no había sido un vecino.
Aquel lunes
maman
había decidido de repente hacer una pequeña excursión a París y se había caído por las escaleras mecánicas de las Galeries Lafayette con todas las bolsas en la mano.
Ahora esperaba con una pierna rota en la sala IV y me sonreía con timidez por encima de su pierna inmovilizada. Parecía muy pequeña tapada con la sábana y, por un momento, se me encogió el corazón.
—
Maman
, ¿qué has hecho? —murmuré, y le di un beso.
—Ay,
mon petit boubou
—sollozó—. Sabía que vendrías enseguida.
Asentí avergonzado. Cuando
maman
llamó por segunda vez una hora más tarde para darme la dirección del hospital, madame Petit le había dicho amablemente que en ese mismo instante yo entraba por la puerta. Luego me miró con un gesto de reproche.