Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Se desvió un poco a la derecha y casi pareció que iba a estamparse contra los edificios. Alice repitió:
—Frena; el pedal del medio.
Mattia lo pisó de golpe con los dos pies; el coche dio un frenazo y se detuvo a dos palmos de la pared.
Mattia se golpeó la cabeza contra la ventanilla, pero el cinturón lo retuvo. Alice se dobló hacia delante como un junco, aunque iba agarrada firmemente de la manilla. El camión pasó por su lado como si tal cosa, escindido en dos largos segmentos rojos.
Se quedaron callados unos segundos, como haciéndose cargo de lo tremendo de la situación. Al cabo Alice se echó a reír. A Mattia le escocían los ojos y los tendones del cuello le palpitaban como si fueran a reventar.
—¿Te has hecho daño? —le preguntó ella, aún riendo como si no pudiera parar.
Él estaba asustado y no contestó. Ella procuró ponerse seria.
—Déjame ver. —Se quitó el cinturón y se inclinó hacia él.
Mattia miraba la pared, tan próxima, y pensaba que impactar contra aquella superficie rígida habría supuesto la liberación brusca de la energía cinética que ahora le hacía temblar las piernas.
Por fin levantó los pies del freno y el coche, calado, se movió un poco hacia atrás por la levísima pendiente de la carretera. Alice echó el freno de mano.
—No es nada —le dijo tocándole la frente.
Él cerró los ojos, inclinó la cabeza y se concentró en no llorar.
—Vamos a casa y te tumbas un rato —sugirió ella, como si vivieran en la misma casa.
—No; me voy a mi casa —protestó Mattia con escasa convicción.
—Ya te llevo luego, ahora has de descansar.
—Tengo que…
—Calla.
Bajaron del coche para cambiarse de sitio. Había oscurecido casi por completo y en el horizonte apenas quedaba una última franja de luz.
No cambiaron palabra en todo el trayecto. Mattia llevaba la cabeza apoyada en la mano derecha. Se frotaba los ojos y se oprimía las sienes. Leía una y otra vez en el retrovisor «
Objetcs in the mirror are closer than they appear
». Pensando en el artículo que había dejado que escribiera Alberto solo y en los disparates que podía poner, se decía que debía volver cuanto antes. Además, tenía que preparar las clases en su piso, un lugar silencioso.
A ratos Alice, apartando la vista de la carretera, lo miraba preocupada. Procuraba conducir despacio. Se preguntó si sería buena idea poner música, pero no sabía cuál le gustaba. La verdad, ya no sabía nada de él.
Llegaron. Ella quiso ayudarlo a bajar, él prefirió hacerlo solo. Ella abrió la puerta, él dudó. Alice se movía con rapidez, pero con cuidado. Se sentía responsable de lo ocurrido, como si hubiera sido la inesperada consecuencia de una ligereza temeraria por su parte.
Tiró al suelo los cojines del sofá para dejar sitio y le dijo que se tumbara; él obedeció. Fue a la cocina a prepararle un té o una manzanilla, lo que fuera, algo que pudiera llevar cuando volviera al salón.
Mientras esperaba a que el agua hirviera se puso a ordenar la cocina frenéticamente. Cada poco se volvía hacia la sala de estar, pero sólo alcanzaba a ver el respaldo del sofá azul oscuro.
Mattia no tardaría en preguntarle por qué le había pedido que viniera y ella tendría que decírselo. Ahora, sin embargo, ya no estaba segura de nada. Había visto a una chica que se parecía a él, sí, ¿y qué? El mundo está lleno de gente que se parece; lleno de coincidencias estúpidas que nada significan. Ni siquiera había hablado con la chica, ni sabía dónde encontrarla. Ahora que lo pensaba, ahora que Mattia estaba allí, todo le parecía absurdo y cruel.
Lo único que sabía es que él había vuelto y no deseaba que se fuera.
Fregó unos platos ya limpios y apilados en el fregadero, vació una olla con agua que había sobre un quemador. En el fondo había un puñado de arroz que llevaba allí semanas; vistos a través del agua, los granos parecían más grandes.
Vertió el agua hirviendo en una taza e introdujo una bolsita de té; una mancha oscura coloreó el agua. Le echó dos cucharadas de azúcar y volvió al salón.
Mattia tenía los ojos cerrados y la mano se le había deslizado al cuello; la cara, distendida, presentaba una expresión neutra. Su pecho se movía con regularidad y respiraba sólo por la nariz.
Alice posó la taza sobre la mesilla de cristal y sin dejar de mirarlo se sentó en un sillón. La respiración de Mattia la calmó. No se oía otro sonido.
Poco a poco le pareció que empezaba a pensar con más coherencia y sensatez, después de haberlo hecho como corriendo locamente a ninguna parte. Se sorprendió así en la sala de su propia casa, como si viniera de otro mundo.
Delante tenía a un hombre al que una vez conoció pero que ahora era un desconocido. Podía parecerse, en efecto, a la chica del hospital, pero idénticos no eran, eso estaba claro. El Mattia que dormía en su sofá ya no era aquel muchacho al que vio desaparecer por las puertas del ascensor cierta tarde de viento cálido y juguetón que soplaba de las montañas. No era aquel Mattia que se le había metido en la cabeza sin dejar espacio para nada más.
No; ante ella había una persona adulta que, en medio de un drama espantoso, sobre un terreno quebradizo, había rehecho su vida lejos de aquel lugar, entre gentes a las que Alice no conocía. Y ella estaba a punto de destruir todo aquello, de desenterrar un horror olvidado, por una simple sospecha, leve como el recuerdo de un recuerdo.
Aunque ahora que Mattia estaba allí, cerrados los ojos, sumido en pensamientos a ella inaccesibles, todo parecía aclarársele de pronto: le había pedido que viniera porque lo necesitaba, porque desde el día que se despidieron en aquel rellano su vida había caído en un pozo y ya no había salido; él era el cabo de aquella madeja interior que los años no habían hecho sino enredar, y si aún había una posibilidad de desenmarañarla, ahora tenía a su alcance tirar de ese cabo.
Sintió que algo se hacía realidad, que una larga espera tocaba a su fin; lo sentía en sus miembros, incluso en aquella pierna lisiada que nunca sentía nada.
Se levantó con toda naturalidad, sin preguntarse si estaba bien o no, si tenía o no derecho. Era sólo que el tiempo volaba llevándose consigo más tiempo; eran sólo actos evidentes que nada sabían del futuro ni del pasado.
Se inclinó sobre Mattia y lo besó en la boca; lo besó sin miedo de despertarlo, como se besa a una persona despierta, prolongando el contacto, oprimiendo sus labios cerrados. Él tuvo un sobresalto, pero no abrió los ojos. Separó los labios y la besó a su vez. Estaba despierto.
Fue distinto que la primera vez. Sus músculos faciales eran ahora más fuertes, más conscientes, tenían un ímpetu y un sentido precisos, eran los de un hombre y una mujer. Alice permaneció inclinada, sin ocupar el sofá, como si hubiera olvidado el resto del cuerpo.
El beso duró largo rato, minutos enteros; tiempo suficiente para que la realidad se colase entre sus labios adheridos y los obligase a reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo.
Se separaron. Mattia sonrió maquinalmente; Alice se tocó los labios húmedos, como para asegurarse de que no era un sueño. Había que decidirse y había que hacerlo sin palabras. Cada cual miró al otro, pero, faltos ya de sincronía, no llegaron a cruzar la mirada.
Mattia se levantó, dubitativo, y dijo señalando el pasillo:
—Voy un momento…
—Claro. La puerta del fondo.
Salió de la estancia. No se había descalzado y sus pisadas resonaban como si se hundieran bajo tierra.
Cerró la puerta con llave, apoyó las manos en el lavabo; estaba aturdido, medio atontado. En el lugar del golpe estaba formándose un chichón.
Abrió el grifo y se mojó las muñecas con agua fría, como hacía su padre para restañarle las heridas de las manos. Viendo el agua pensó en Michela, como siempre. Pensaba en ella sin dolor, como quien piensa en dormirse o en respirar. Su hermana se había disgregado en la corriente de aquel río, disuelto en el agua, y a través de ésta volvía a él; las moléculas de Michela formaban parte de su cuerpo.
La circulación se le reactivó. Ahora tenía que pensar, pensar en aquel beso, en lo que había venido a buscar después de tanto tiempo, en por qué se había dejado besar por Alice y luego había sentido el impulso de correr a esconderse allí.
Ella seguía en el salón y lo esperaba; los separaban dos tabiques de ladrillos, unos centímetros de enlucido y nueve años de silencio.
Lo cierto era que, una vez más, ella había tomado la iniciativa y lo había hecho venir, cuando él mismo no deseaba otra cosa. Le escribía diciéndole que fuera y él acudía como por encanto. Los reunía una carta como una carta los había separado.
Bien sabía lo que tenía que hacer: volver con ella y sentarse a su lado, cogerle la mano y decirle que no tenía que haberse ido, y besarla, besarla una y otra y otra vez, hasta que no pudieran dejar de besarse. Ocurría en las películas y ocurría en la vida real, todos los días. La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia. Tenía que decirle a Alice que ahí estaba, o irse de nuevo, tomar el primer avión y regresar al lugar donde había vivido como en vilo todos aquellos años.
Sí, lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida. Así había sido con Michela, así había sido con Alice; así era también ahora. Esta vez los reconocía: eran esos segundos y no volvería a equivocarse.
Ahuecó la mano bajo el chorro de agua y se mojó la cara. Sin mirar, inclinado sobre el lavabo, alargó el brazo, cogió una toalla y se secó; al retirarla vio en el espejo una mancha más oscura en el envés. Volvió la toalla: eran dos iniciales, FR, bordadas a un par de centímetros de la esquina y simétricas con respecto a la bisectriz.
Miró el colgador: había otra toalla, idéntica, y en el mismo punto tenía bordadas las iniciales ADR.
Se fijó mejor en todo. Había un vaso ribeteado de cal con un solo cepillo de dientes, y al lado una cestita llena de objetos: tubos de crema, una goma roja, un cepillo con pelos enredados, unas tijeras de uñas… En el estante al pie del espejo había una maquinilla de afeitar, e incrustados bajo la hoja se apreciaban fragmentos milimétricos de pelos negros.
Hubo un tiempo en que, sentados él y Alice en la cama, podía recorrer con la mirada la habitación de ella, reparar en un objeto que hubiera en algún estante y decirse: «Yo se lo regalé.» Esos regalos eran hitos que jalonaban un camino, banderitas clavadas en las etapas de un viaje, según se sucedían navidades y cumpleaños. De algunos aún se acordaba: el primer disco de los Counting Crows, un termómetro de Galileo con sus burbujas de colores fluctuando en un líquido transparente, un libro de historia de las matemáticas que Alice recibió soltando un bufido pero al final leyó. Ella los cuidaba y los colocaba bien visibles, para que él supiera que los tenía siempre presentes. Mattia lo sabía, lo sabía todo, pero no se decidía a dar el paso. Temía que, si acudía al reclamo de Alice, caería en una trampa de la que nunca saldría. Y había permanecido impasible y callado esperando a que fuera demasiado tarde.
Ahora no había allí ningún objeto suyo. Se miró en el espejo, revuelto el pelo, medio doblado el cuello de la camisa, y comprendió: era que en aquel baño, en aquella casa, como tampoco en la de sus padres, ya no quedaba nada de él.
Permaneció quieto, asimilando la decisión que acababa de tomar, hasta que sintió que los dichosos segundos habían pasado. Entonces dobló cuidadosamente la toalla, enjugó con el dorso de la mano las gotas de agua del lavabo, salió del baño, recorrió el pasillo, llegó al salón y dijo desde la puerta:
—Tengo que irme.
—Ya —contestó Alice, como si estuviera preparada.
Los cojines del sofá se veían de nuevo en su sitio y la gran lámpara del techo lo iluminaba todo. Ya no quedaba una sola huella de complicidad. El té, que seguía en la mesa, se había enfriado y en el fondo de la taza se veía un oscuro poso de azúcar. Mattia pensó que era la casa de una desconocida, ni más ni menos.
Se encaminaron a la vez hacia la puerta. Al pasar junto a ella le rozó la mano sin querer.
—En tu carta… querías decirme algo.
Alice sonrió.
—No era nada.
—Antes has dicho que era importante.
—No, no lo es.
—¿Algo sobre mí?
Ella dudó un momento.
—No. Sobre mí.
Mattia inclinó la cabeza; pensó que allí se agotaba una posibilidad, que acababan de extinguirse las invisibles fuerzas de campo que los habían mantenido unidos a través del aire.
—Bueno, adiós —dijo Alice.
La luz estaba toda dentro y la oscuridad toda fuera. Mattia se despidió con un ademán y ella, antes de entrar, pudo ver de nuevo el cerco oscuro de la palma, semejante a un símbolo misterioso e indeleble y ya irremediablemente hermético.
El avión voló en plena noche y los pocos insomnes que lo vieron desde tierra sólo vislumbraron unas lucecitas intermitentes que, como una constelación ambulante, surcaban el negro y fijo firmamento; y ninguno de ellos lo saludó alzando la mano, que esto sólo los niños lo hacen.
Mattia subió al primer taxi de la fila que había frente a la terminal. Cuando pasaban por el paseo marítimo ya se veía una débil claridad surgiendo en el horizonte.
—
Stop here, please
—dijo al taxista.
—
Here?
—
Yes
.
Pagó la carrera y se apeó. Se dirigió por el césped a un banco situado a unos diez metros y que parecía puesto adrede allí para contemplar la nada. Dejó el bolso de viaje en el asiento pero no se sentó.
Una uña de sol despuntaba ya en el horizonte. Trató de recordar cómo se llamaba en geometría esa figura plana delimitada por un arco y un segmento, pero no lo consiguió. El sol, como si tuviera prisa por salir, parecía moverse más rápido que en pleno día y podía percibirse su movimiento. Los rayos que rasaban la superficie del agua se veían rojos, naranjas y amarillos y Mattia sabía por qué, aunque saberlo no cambiaba nada ni lo distraía.
La curvada costa era plana y estaba siendo azotada por el viento, y él era el único que la contemplaba.
Por fin la gigantesca bola roja se despegó del mar como una pelota incandescente. Por un instante Mattia pensó en los movimientos rotatorios de astros y planetas, en que el sol se ponía de noche a sus espaldas y salía al día siguiente por delante, y así un día tras otro, entrando y saliendo del agua, lo mirara él o no lo mirara. Pura mecánica, conservación de la energía y del momento angular, fuerzas que se contrarrestaban, impulsos centrípetos y centrífugos, trayectorias que no podían ser distintas de como eran.