Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
—¿Dónde nos ponemos?
Alice miró a un lado y a otro. El sol caía a pico y tendría que usar el flash para eliminar las sombras de la cara. Señaló un banco a pleno sol, a la orilla del río.
—Sentaos allí.
Empleó más tiempo del necesario en preparar la cámara, montar el flash, elegir el objetivo. El novio se daba aire con la corbata y con el dedo se enjugaba las gotitas de sudor de la frente.
Alice dejó que se asaran otro poco, fingiendo buscar la distancia idónea.
Por último, empezó a darles órdenes con sequedad. Abrazaos, sonreíd, poneos serios, cógele la mano, apoya la cabeza en su hombro, susúrrale al oído, miraos, acercaos más, mirad hacia el río, quítate la chaqueta. Crozza le había enseñado que al fotografiar a las personas no hay que darles tregua ni tiempo de pensar, pues basta un instante para que la espontaneidad se esfume.
Viola obedecía y en dos o tres ocasiones preguntó con voz nerviosa si lo hacía bien.
—Bien, ahora vamos a aquel prado.
—¿Más? —se alarmó Viola. La rojez de sus encendidas mejillas empezaba a transparentarse bajo la capa de maquillaje, y la raya de los ojos, medio corrida, le daba un aire de cansancio y dejadez.
—Echa a correr y él que te siga por el prado —pidió Alice.
—¿Qué? ¿Tengo que correr?
—Sí, tienes que correr.
—Pero… —quiso protestar Viola y miró a su marido, que se encogió de hombros.
Resoplando, se recogió la falda y salió corriendo. Los tacones se hundían unos milímetros en la tierra y despedían pellas de barro que le manchaban los bajos del blanco traje. Su marido, que corría tras ella, la animó:
—Más rápido.
Ella se volvió con ímpetu y lo fulminó con aquella mirada que Alice recordaba muy bien.
Dejó que se persiguieran dos o tres minutos más, hasta que Viola, desasiéndose de Carlo, dijo que ya estaba bien. El peinado se le había deshecho por un lado; una de las horquillas se había soltado y un mechón de pelo suelto le caía por la mejilla.
—Unas pocas más y terminamos.
Los llevó a un quiosco y les compró dos polos de limón.
—Tomad.
Los novios no entendían y los desenvolvieron con recelo. Viola tuvo mucho cuidado de no pegotearse las manos. Debían fingir que los comían cruzando los brazos uno con otro y ofreciéndoselos recíprocamente. Viola sonreía cada vez más tirante.
Y cuando Alice le dijo que se cogiera de la farola y girara alrededor, estalló:
—¡Qué estupidez!
El novio la miró intimidado, y luego miró a Alice como excusándose.
—Es que eso forma parte del álbum clásico —les explicó ésta sonriendo—, que es el que habéis pedido. Pero podemos saltárnoslo.
Procuró sonar sincera. Notaba el tatuaje palpitar como si fuera a saltarle de la piel. Viola la fulminó con la mirada y ella se la sostuvo hasta que los ojos le escocieron.
—¿Hemos acabado? —preguntó al cabo la novia. Alice afirmó con la cabeza—. Pues vámonos —le dijo a su marido.
Antes de verse arrastrado, él se acercó a Alice y le dio la mano con toda educación.
—Gracias.
—De nada.
Alice los vio remontar la leve pendiente del parque y llegar al aparcamiento. Apagados, se oían los ruidos propios del sábado: risas de niños en el tiovivo, voces de madres vigilantes. Llegaban también de lejos, como ruido de fondo, un eco de música y el rumor del tráfico en la avenida.
Le habría gustado contárselo a Mattia, porque él lo entendería. Pero ahora Mattia estaba lejos. Y pensó en el cabreo que cogería Crozza, pero que al final, bien lo sabía, la perdonaría.
Y sonriendo sacó el carrete de la cámara y allí mismo, a la brillante luz solar, desenrolló la película de punta a cabo.
Su padre telefoneaba los miércoles por la tarde, entre ocho y ocho y cuarto. En los últimos nueve años se habían visto pocas veces, la última hacía mucho, pero cuando sonaba el teléfono en el pisito de Mattia, nunca quedaba sin respuesta. En las largas pausas de la conversación reinaba el mismo silencio a ambos lados de la línea, un silencio sin ruido de televisiones, radios o invitados que hicieran tintinear platos y cubiertos.
Mattia se imaginaba a su madre oyendo la conversación sentada en el sillón, los brazos apoyados en los del asiento y la misma expresión inmutable, como cuando Michela y él iban a primaria y ella se sentaba en la misma butaca para oírlos recitar poemas de memoria, que Mattia se sabía perfectamente y Michela, inútil para todo, no, por lo que se quedaba callada.
Y todos los miércoles, cuando colgaba, Mattia se preguntaba si el sillón seguía teniendo aquel estampado de flores de azahar, que él recordaba ya gastado, o si lo habían cambiado. Y se preguntaba si sus padres habían envejecido. Sí, habían envejecido, se lo notaba a su padre en la voz, más lenta, más cansada, y en la manera de respirar, ruidosa, cada vez más parecida a un jadeo.
Su madre lo llamaba de tarde en tarde y sólo para hacerle las preguntas de marras, siempre las mismas: si hacía frío, si había cenado ya, cómo iban las clases. Las primeras veces Mattia contestaba que allí se cenaba a las siete, luego simplemente que sí.
—Diga —contestó en italiano. No era necesario hablar en inglés. Su número de teléfono lo tenían como mucho diez personas, a ninguna de las cuales se le ocurriría llamarlo a aquellas horas.
—Soy yo, tu padre.
El tiempo que la respuesta tardaba en llegar era casi inapreciable. Mattia se decía que tendría que medirlo con cronómetro, para calcular cuánto se desviaba la señal de la línea recta de más de mil kilómetros que lo unía a su padre, pero siempre se olvidaba.
—Hola, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien… ¿Y mamá?
—Ahí está.
En este punto siempre tocaba el primer silencio, como bocanada de aire tras un largo buceo.
Mattia empezó a rascar con la uña el arañazo que tenía la mesa, a un palmo del centro. No sabía si lo había hecho él o los anteriores inquilinos. Bajo el barniz se veía ya el aglomerado, que rascaba sin sentir dolor. Cada miércoles ahondaba el hoyito fracciones de milímetro, aunque para atravesar aquella mesa redonda no bastase una vida entera.
—¿Qué, ya has visto amanecer? —le preguntó su padre.
Mattia sonrió. Era una broma que se gastaban siempre, quizá la única. El año anterior, Pietro había leído en un periódico que el alba del mar del Norte es un espectáculo sublime, y aquella noche le leyó el artículo al hijo por teléfono. Tienes que verlo, le encareció. Desde aquel día se lo preguntaba a veces, ¿qué, lo has visto? Mattia contestaba que no; su despertador sonaba a las ocho y diecisiete, y el camino más corto a la universidad no pasaba por la costa.
—No, aún no.
—Bueno, tampoco se va a escapar —repuso Pietro.
Ya no supieron qué más decirse, aunque no colgaron de inmediato. Ambos aspiraron un poco de aquel afecto que aún pervivía entre ellos, un afecto que se diluía en cientos de kilómetros de cable coaxial y al que alimentaba algo cuyo nombre ignoraban y que, bien pensado, quizá ni existía ya.
—Pero no te lo pierdas —concluyó Pietro.
—Tranquilo.
—Y cuídate.
—Sí. Recuerdos a mamá.
Colgaron.
Para Mattia era el fin de la jornada. Rodeó la mesa y miró distraídamente unos folios que había dejado aparte, trabajo que se traía del despacho. Seguía atascado en aquella ecuación. Abordaran por donde abordasen la demostración, Alberto y él siempre acababan topándose con ella. Presentía que, superado aquel último obstáculo, hallarían la solución y sería fácil llegar al final, como rodar ladera abajo con los ojos cerrados.
Pero estaba demasiado cansado para seguir trabajando. Fue a la cocina, llenó un cazo bajo el grifo y lo puso al fuego. Pasaba tanto tiempo solo que, de haber sido una persona normal, se habría vuelto loco en un mes.
Se sentó en una silla de plástico plegable, aún algo tenso. Alzó los ojos a la bombilla del techo. Al mes de ocupar aquel piso se había fundido y allí seguía, sin cambiar. Comía en el cuarto contiguo.
Si esa noche se marchara para no volver, nadie hallaría allí huellas de su paso, aparte de aquellos papeles incomprensibles amontonados sobre la mesa. Nada propio había puesto en aquel piso. Dejó tal cual los anónimos muebles de roble claro y el amarillento empapelado original de la vivienda.
Se levantó, echó el agua hirviendo en una taza e introdujo una bolsita de té. Vio teñirse el agua de oscuro. El fuego seguía encendido y en la penumbra se veía de un azul intenso. Bajó la llama al mínimo y el siseo disminuyó. Colocó la mano por encima, a cierta distancia. El aire caliente ejerció una débil presión sobre su destrozada palma. Bajó despacio la mano y la cerró sobre el quemador.
Volvía a recordar, después de los cientos, de los miles de días idénticos que había pasado en la universidad acudiendo al comedor, un edificio bajo situado en un extremo del campus; volvía a recordar el primer día que fue a comer y repitió la serie de actos que vio ejecutar a los demás: se puso a la cola y, pasito a pasito, llegó a la pila de bandejas de madera plastificada; tomó una, le puso un mantelito de papel, cogió vaso y cubiertos. Al llegar ante la mujer de uniforme que repartía los almuerzos, señaló una de las tres bandejas de aluminio que había, sin saber lo que contenía. La cocinera le preguntó algo, en su idioma o quizá en inglés, él no la entendió; señaló de nuevo la bandeja, la otra repitió la misma pregunta. Mattia movió la cabeza y chapurreó:
—
I don’t understand
.
La mujer hizo un gesto de impaciencia y agitó el plato vacío.
—
She’s asking if you want a sauce
—le dijo un joven que había al lado.
Él se volvió bruscamente y dijo:
—Yo…
I don’t…
—¿Eres italiano? —le preguntó el otro.
—Sí.
—Te pregunta si quieres alguna salsa con la bazofia ésa.
Mattia negó con la cabeza, desconcertado. El otro le dijo a la cocinera que no. La mujer sonrió, llenó el plato de Mattia y lo deslizó por la encimera. El joven pidió lo mismo, y antes de posar el plato en la bandeja se lo acercó a la nariz y lo olió con repugnancia.
—Esto da asco —dijo—. Eres nuevo, ¿verdad? —le preguntó acto seguido, mirando aún la especie de puré que llenaba su plato.
Mattia contestó que sí y el otro asintió con el ceño fruncido, como si fuera cosa seria. Mattia pagó y, bandeja en mano, plantado ante la caja, buscó con la mirada una mesa vacía en algún rincón de la sala, donde pudiera sentarse de espaldas a todos y sin sentir que cientos de ojos lo miraban comer solo. Cuando la divisó y dio un paso en dirección a ella, el joven, adelantándosele, le dijo que lo siguiera.
Se llamaba Alberto Torcia y llevaba allí cuatro años investigando gracias a una beca especial de la Unión Europea concedida por la alta calidad de sus trabajos. También él escapaba de algo, aunque Mattia nunca le preguntó de qué.
Después de tantos años, y pese a que compartían despacho y comían juntos todos los días, ninguno de los dos sabría decir si eran amigos o simples colegas.
Era martes. Alberto estaba sentado enfrente de Mattia y a través del vaso de agua que éste se llevó a los labios vio la nueva herida, de color morado y perfectamente circular, que tenía en la palma. No dijo nada, se limitó a mirarlo torvamente para darle a entender que se había dado cuenta. Gilardi y Montanari, sentados a la misma mesa, se reían de algo que habían visto en Internet.
Mattia apuró el vaso y se aclaró la garganta.
—Anoche se me ocurrió una solución para la discontinuidad esa…
—Matti, por favor —lo interrumpió Alberto, dejando el tenedor y reclinándose en la silla con grandes aspavientos, como siempre—. Ten piedad al menos mientras como.
Mattia agachó la cabeza. Había cortado su filete de carne en taquitos iguales y empezó a separarlos de modo que con el plato formaran una cuadrícula de líneas blancas.
—¿Por qué no dedicas las noches a otras cosas? —continuó Alberto en voz más baja, para que no lo oyeran los otros, y describiendo con el cuchillo circulitos en el aire.
Mattia no contestó ni lo miró. Pinchó un taco de carne de la orilla, que por no ser perfectamente cuadrado alteraba la geometría de la composición.
—Por ejemplo, salir a tomar algo con nosotros.
—No —replicó Mattia secamente.
—Pero…
—Sabes que no.
Alberto movió la cabeza y arrugó la frente. Después de tanto tiempo, aún insistía. Desde que se conocían no había logrado sacarlo de su casa más de diez veces.
Se volvió a los otros dos y los interrumpió diciendo:
—¿Y aquélla qué os parece? —Y señaló a una chica sentada dos mesas más allá con un señor mayor, docente éste, por lo que Mattia sabía, del departamento de Geología—. Si no estuviera casado, lo que le haría yo a una tía así.
Los otros vacilaron un momento, sin saber a cuento de qué lo decía, pero al final le siguieron la corriente y empezaron también a preguntarse cómo era posible que una tía buena como aquélla estuviera comiendo con semejante carcamal.
Mattia cortó los taquitos de carne en diagonal y recompuso luego los triángulos resultantes para formar uno más grande. La carne ya estaba fría y estropajosa. Cogió un trozo y se lo tragó casi sin masticar. El resto lo dejó.
Cuando salieron del comedor, Alberto se detuvo a encender un cigarrillo y dejó que Gilardi y Montanari se adelantaran. Esperaba a Mattia, que venía unos pasos detrás siguiendo, con la cabeza gacha y al parecer completamente absorto, una grieta recta a lo largo de la acera.
—¿Qué decías de la discontinuidad? —le preguntó.
—Nada, da igual.
—Vamos, no te hagas de rogar.
Mattia miró a su colega; el ascua del cigarrillo que tenía en los labios era la única nota de color en aquel día gris, idéntico al anterior y seguramente al siguiente.
—No tiene remedio. A estas alturas debemos convencernos de que es así. Pero creo que he encontrado un modo de sacar algo interesante.
Alberto prestó atención y no lo interrumpió en toda la explicación, porque sabía que Mattia hablaba poco pero, cuando lo hacía, valía la pena callarse y escuchar.
El peso de las consecuencias había caído de pronto dos años atrás, cuando una noche Fabio, al penetrarla, le susurró que quería tener un hijo. Tenía la cara tan cerca de la suya que Alice notó cómo su aliento le acariciaba la mejilla y se perdía entre las sábanas.