Authors: Fran Ray
Henrik pasa junto a la sala de los enfermos y gira a la izquierda, hacia el tramo corto del edificio en forma de L. Con cuidado de no hacer ruido, saca el llavero de los pantalones cortos y encaja la llave en la cerradura, sin poder evitar un breve tintineo que espera que Mary no haya oído. No es que ella tema que alguien pueda abrir la puerta del almacén de los medicamentos. Ha olvidado que la puerta chirría, la abre y se desliza en una oscuridad pringosa que huele a desinfectante. Sólo tras cerrar la puerta y cubrir la pequeña ventana con un trozo de cartón que preparó al mediodía, osa encender la luz.
Aquí los muertos sólo permanecen poco tiempo, hasta que los familiares los recojan, o hasta que los entierren en el cementerio junto a la clínica. En el centro del pequeño cuarto rectangular hay una mesa de metal atornillada al suelo, cubierta por una sábana amarillenta. Durante todo el día, Henrik ha ansiado y temido que llegara este momento. El corazón le late con fuerza y suda a chorros. Está a punto de hacer algo que no ha hecho jamás. Deja el E-Book encima de la descascarada camilla, coge la bata colgada del gancho junto a la puerta, la anuda por delante, se pone el blanco y manchado delantal de caucho, los guantes de látex e inspira profundamente. Luego se acerca a la mesa, levanta la sábana y la aparta hasta la altura de los hombros.
Durante todo el día ha intentado olvidar el nombre del chico, en vano: Lukas. El rostro oscuro y liso, de labios suaves y largas pestañas negras, muestra una expresión apacible, no crispada o laxa, como hace unas horas. La duda ante lo que se propone hacer vuelve a carcomerlo. ¿Puede hacerle semejante cosa a este chico? ¿No se está inmiscuyendo en algo que no le concierne? A fin de cuentas, él sólo es un estudiante en prácticas que trabaja dieciséis horas como una mula por la comida y el alojamiento. El único que puede autorizar una autopsia es el doctor Bleibtreu. El sudor le gotea en los ojos y se lo seca con la manga de la bata.
En casa tiene una bonita caja de instrumentos, aquí saca los instrumentos necesarios de los cajones del armario metálico: pinzas, rasqueta, ganchos, tenazas, una sierra, y lo dispone todo en la camilla junto al E-Book. Lo conecta y abre la página del curso preparatorio —de dos años de antigüedad— donde figura el texto con las instrucciones. Aunque antaño la anatomía era su materia predilecta, no recuerda muy bien cómo se abre un cráneo ni cómo se extrae el cerebro.
—Bien —murmura para darse ánimos, y coge el escalpelo—, vamos allá.
«Pasos preliminares —lee—. Preparación para trepanar el cráneo. La piel de la parte superior se secciona hasta el periosto, al borde del corte se levanta la corteza y se desprende del periosto.»
Cuando la brillante hoja del escalpelo corta la piel oscura, nota el temblor de su mano.
—¡No te cagues en los pantalones, maldita sea! —sisea. Sabe que el temblor es producto del miedo, dada la decisión de infringir una regla.
«Trepanación. 1 cm por encima de las orejas y las órbitas se sierra el hueso del cráneo hasta la nuca. Utilizar la sierra eléctrica. Luego se ensancha el corte mediante un cincel y se introduce éste entre el cráneo y la duramadre.» Como no dispone de una sierra eléctrica ha de usar una manual. Recuerda que durante el curso preparatorio quienes realizaban esta tarea eran los ayudantes del profesor; cuando ellos, los estudiantes, acudían por la mañana, el cráneo ya estaba serrado y la tapa de los sesos, desprendida.
Le lleva más de quince minutos y el sudor le humedece las manos cubiertas por guantes de látex.
«Pasos preliminares para quitar el cerebro», sigue leyendo. Tiene que cortar pequeños músculos y vasos sanguíneos y volver a serrar un trozo de cráneo. «El
arcus posterior atlantis
se corta a ambos lados con el cincel. Luego se retira toda la cuña del hueso haciendo palanca con suavidad. La duramadre y el aracnoides se cortan y se doblan hacia un lado, descubriendo los nervios cerebrales inferiores y su paso a través de la base del cráneo.» Cuando se dispone a cortar la duramadre, algo lo salpica y retrocede.
¿Qué ha pasado? Sigue cortando la meninge con mucho cuidado; la masa situada debajo es curiosamente blanda. Alarga el corte y de repente deja caer el escalpelo, presa del horror. Bajo la meninge hay una gelatinosa sustancia gris cuyas gotas mucilaginosas caen dentro de la cubeta: es el cerebro de Lukas...
Sábado 5 de abril, París
Harris se le ha escapado. Tendió la red demasiado tarde. Spanair informó de la llegada de un pasajero llamado Ethan Harris a Málaga, pero él ya volvía a estar en París y había abandonado el aeropuerto hacía rato. Le pidió a Odette que averiguara quién viajaba con él, quién ocupaba el asiento de al lado.
Esta mañana ha recibido una noticia que ha acabado por estropearle el día: ayer Mathilde Audry fue asesinada de un disparo en su coche, en una autopista. Es la primera vez en seis meses que debe volver a tomar pastillas para el estómago. Ha vuelto a llegar demasiado tarde. Su empleo la devora y su vida se descontrola.
—No hay nadie en su apartamento —le informa David.
Ella sólo asiente con la cabeza. Desde anteayer, ella y Roland no se dirigen la palabra. En su casa, el ambiente se ha vuelto irrespirable; ayer por la noche, cuando entró se sentía como en un campamento enemigo. «Roland ha puesto a los chicos de su parte. Claro, es fácil si uno está en casa mañana y tarde, prepara el desayuno y la cena.» Divorcio: de eso le había hablado. La palabra pende sobre su cabeza como una espada de Damocles. Habló de ello por primera vez en noviembre pasado, cuando ella permaneció en cama tres semanas debido a una gripe, estaba de un humor de perros y se sentía encerrada en su vida como en una celda de cemento. Y encima esto: la asesinada en España.
—Se ha ocultado en alguna parte —oye decir a David.
—¿Qué pasa con aquella rusa?
David procura que Lejeune no note cuánto lo fastidia la ausencia de reacción ante las novedades, pero ella comprueba que no logra disimular una breve tensión en los maxilares.
—También ha desaparecido. Puede que tenga otro alias.
Ella no recuerda haber llevado una investigación con tan poca fortuna, quizá debería decir tan mal. ¿Por qué el servicio secreto habría de tener interés en su colaboración? ¿Cómo se le ocurrió solicitar un puesto allí?
—¿Por qué me mira así, David?
—Vale, creía que... —Se interrumpe, no quiere que le suelte otra insolencia.
Lejeune sabe que su actitud resulta insoportable, se detesta. Pero es entonces cuando da lo mejor de sí: se vuelve implacable e insensible. «Vamos, Lejeune, no lograrán desanimarte con tan poca cosa.»
—Bien —dice—. Ya volveremos a encontrarlo.
En todo caso, Harris vuelve a estar en París. Buscará a la asesina de su mujer. Sólo ha de esperar, como una araña en su red. Si logran atrapar a la rusa, también lo atraparán a él.
Se despereza y se pone en pie. Se sirve un café y lo bebe solo, junto a la nevera. No le gusta esperar, va en contra de su naturaleza. Quiere actuar, hacer algo. El corazón se le acelera como si echara a correr, pero se queda allí con la taza en la mano, esperando a que el corazón se sosiegue o que algo suceda.
Dos minutos después sucede algo: Odette llama por teléfono. Spanair le ha proporcionado el nombre de la persona que viajaba con Harris. Se llama Camille Vernet. Odette le proporciona otros detalles.
Entonces, la inspectora recuerda a la periodista de la tertulia televisiva
ParisCult.
—¿Tiene su número de teléfono?
—No sé qué contiene. —Lorraine Kempf, envuelta en su abrigo verde pistacho está sentada en el sillón del despacho de Camille, en la redacción de
Tout Menti!,
con la vista clavada en el mini DVD que Ethan sostiene en la mano.
Que haya llamado al contestador de su casa desde el aeropuerto de Málaga se debió a un impulso inexplicable. Y en efecto: había cinco mensajes de Lorraine Kempf. «He de hablar con usted, es muy urgente, tengo noticias de Nicolas.»
Ethan la llamó y la citó en la redacción.
Se había vuelto completamente insensible.
Habían perdido el vuelo y pasado la noche en el aeropuerto. Tomaron el vuelo de las seis de la mañana a París vía Madrid. Se encontraba en un extraño estado de duermevela: Mathilde gritaba y Sylvie caía a un precipicio y él no podía impedirlo.
Cuando poco después de aterrizar metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y encontró el colgante dorado, la adrenalina volvió a circular por sus venas, avivando su cólera e impulsándolo a librar batalla. Se dirigieron directamente del aeropuerto a la redacción y aún llevaban los mugrientos y harapientos abrigos.
—¿Y qué pasa con Christian y los colaboradores? —le preguntó a Camille en el taxi.
—No nos molestarán. Es probable que hoy ni siquiera Christian se encuentre allí. Tiene citas en Manchester debido a su reportaje sobre fútbol.
No había nadie, sólo Lorraine, que los aguardaba delante de la puerta. Alguien le había franqueado el paso en el portal de entrada.
El vídeo llegó por correo expreso desde Bali y Lorraine recordaba que un amigo de Nicolas se había casado allí. Nicolas había incluido una carta.
Querida Lorraine, te ruego que guardes el vídeo. No sé a quién dárselo, excepto a ti. Por si acaso, he enviado los archivos que contiene el lápiz de memoria a la siguiente dirección de e-mail:
Usuario: [email protected]
Contraseña: bluesky90
Ahora tú decides qué hacer con ello.
Ethan vuelve a leerlo por segunda vez. No quiere expresar su sospecha —mejor dicho, su convicción— en voz alta, no aquí, en presencia de Lorraine. Está seguro de que Nicolas también ha muerto.
Mientras tanto, Camille ha sacado una Canon vieja de un armario metálico. En un bolsillo de la funda hay un cable apto para conectarla a la pantalla, un acumulador y un módem. Ethan conecta la cámara de vídeo al PowerBook de Camille. Funciona.
Procura reprimir cualquier sentimiento y, tras clicar un par de veces, carga el vídeo.
—¿Es él? —Ethan se refiere al joven que lleva una camiseta amarilla y una tela multicolor atada a la cintura; está sentado en una cama con las piernas cruzadas. Al fondo cree ver una pared de bambú. A la derecha de la imagen asoma una roja flor de hibisco.
Lorraine Kempf sólo hace un gesto afirmativo.
El hombre carraspea, se pone derecho y empieza a hablar.
Soy Nicolas Gombert... Era el ayudante del profesor Jérôme Frost, biogenetista y director del Departamento de Genética de Plantas IV de la Université Pierre et Marie Curie de París, colaborador científico de la EFSA con sede en Parma. La noche del 22 de marzo, el profesor comprobó que, al parecer, dos ratas de la serie de ensayos habían perdido el control sobre las funciones corporales y el movimiento, y me envió a la habitación anexa en busca de su cámara. Yo había olvidado volver a montarla tras ser reparada. Mientras me encontraba en la habitación anexa de pronto oí ruidos extraños que me... me asustaron. Temía que los defensores de los animales hubieran entrado en el laboratorio con la intención de liberar las ratas. Acababa de leer una novela sobre ese tema. Me escondí debajo de un escritorio. La puerta estaba entreabierta. Por fin reinó el silencio y entonces vi entrar a alguien, sólo vi las pantorrillas y los zapatos; las fundas protectoras de éstos estaban manchadas de sangre.
Permanecí oculto hasta las dos y sólo entonces me atreví a salir. Entonces vi que habían decapitado al profesor Frost y reemplazado su cabeza por una de rata, que las ratas ya no estaban allí y que alguien había escrito «Bonito mundo nuevo» en la pared. Omito los detalles de mi huida. Fui a Bali y allí Pierre me sugirió que echara un vistazo a los archivos del ordenador del profesor Frost, almacenados en el lápiz de memoria.
He ofrecido el lápiz de memoria a Edenvalley por dos millones de euros, y también me comprometí a no hacer público su contenido.
Nicolas tiene que tragar saliva. Alza el mando a distancia, pero no desconecta el vídeo.
Mientras trabajaba como ayudante del profesor Frost, recibí regularmente sumas de dinero de un individuo al que le pasaba información acerca del trabajo de Frost. —Hace una pausa—. No le di importancia, de verdad, pero ahora creo que yo también soy culpable de la muerte del profesor. Algo disgustó a ese individuo y a quienes lo contrataron, y por eso lo asesinaron.
La pantalla se vuelve azul.
Lorraine Kempf se seca una lágrima bajo las gafas. Ethan le alcanza un pañuelo de papel.
—¿Ha leído el e-mail? —le pregunta Ethan.
Ella niega con la cabeza.
—Pues entonces leámoslo.
Camille introduce el nombre del usuario y la contraseña y lee:
Maíz 2/98/6
He iniciado una serie de ensayos con un tipo de maíz que me resulta extrañamente conocido. Si mis sospechas se confirman, se trataría efectivamente del tipo de maíz cuyo desarrollo iniciamos hace seis años en Edenvalley, en el marco del proyecto DRMA: Drought Resistant Maize for Africa. Pero tras cuatro años interrumpimos la tarea porque los animales de laboratorio se volvieron estériles. Este tipo de maíz no debería existir.
Las ratas mueren. La causa será investigada mediante los siguientes ensayos. En aquel entonces también descubrimos un prion cuyos efectos no pudieron ser investigados porque todas las ratas murieron al poco tiempo.
Cuando trabajaba para Edenvalley, había un campo de ensayo en Uganda. Edenvalley y su filial Adana Pharmaceutics financiaban instituciones dedicadas a la educación y la salud con el fin de obtener autorización para sus experimentos. Hace tres días, me dirigí al médico de la clínica financiada por Adana en Uganda; antes lo había conocido en Ginebra, se llama doctor Bleibtreu. Le pedí que me enviara semillas del campo de ensayo, pese a que me resulta imposible creer que Edenvalley sembrara semejantes semillas. Hasta ahora no he recibido respuesta.
Camille alza la vista con aire de desconcierto.
—Es imposible que una empresa como Edenvalley tenga interés en matar gente, puesto que quieren vender sus semillas.
Ethan se dirige al escritorio de Camille, saca las dos hojas de la caja fuerte y lee en voz alta:
—«La Logia piensa y trabaja en un contexto global y se opone a las ideas y a la acción monocausales y a corto plazo. En tiempos de acontecimientos y cambios complejos, la Logia se considera un líder de la sociedad.» Se trata de algo más que de la venta y del dinero.