La siembra (38 page)

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Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
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Mientras avanza por el iluminado pasillo que lo conduce fuera de la cámara acorazada, Sylvie va volviéndose cada vez más una desconocida, y arriba, en la sala del mostrador, su imagen ya no tiene rostro. Había esperado encontrar una explicación en esa caja fuerte, y en cambio allí lo esperaban más preguntas.

—¿Podemos hacer algo más por usted, señor Harris? —pregunta el empleado.

—Sí. ¿Puede decirme cuándo abrieron esta cuenta y alquilaron esta caja fuerte?

—Por supuesto. Un momento, por favor. —El empleado se dirige a su escritorio y teclea—. La caja fuerte fue alquilada en octubre del año pasado por
monsieur
Vincent Audry, la cuenta fue abierta cuatro meses antes.

—Gracias. —Vincent murió en enero. En septiembre descubrió (según le dijo Sylvie) a qué se debían las molestias al tragar: un cáncer de laringe muy avanzado. Así que alquiló la caja fuerte inmediatamente después.

Ethan sale fuera y se queda un momento a la sombra de la entrada, observando la calle. Coches que aparcan, un taxi que pasa lentamente seguido de una caravana Chrysler blanca con matrícula árabe. Tres hombres de negocios vestidos de oscuro abandonan el edificio de enfrente discutiendo, cruzan la calle y toman la misma dirección que ha de seguir él. Los deja pasar y, cuando se dispone a echar a andar, ve un coche oscuro por el rabillo del ojo: un Mercedes negro de cristales tintados y matrícula española. «¿Casualidad? Seguro que en Gibraltar hay más de un Mercedes negro con matrícula española.»

Ethan camina calle abajo, protegido por los coches aparcados. El Mercedes aminora la marcha y se detiene junto al bordillo. Ethan echa un rápido vistazo por encima del hombro, nadie se baja. «Lejeune quiere saber qué hago.» Sigue caminando, pero de pronto cree oír una puerta de coche que se cierra. Se vuelve; a unos diez metros por detrás de él se acerca un joven vestido de tejanos y camiseta blanca hablando por un móvil. «¿Una treta? ¿Ha bajado del Mercedes negro? ¿De dónde ha salido?» Parece árabe: tez oscura, pelo corto y moreno, figura vigorosa. ¿Un poli? La calle por la que ha de girar a la derecha se encuentra a pocos metros. Comprobará si el individuo lo sigue. Ethan acelera el paso y dobla la esquina. El joven lo sigue sin dejar de hablar por teléfono, incluso suelta alguna que otra carcajada.

Regresa por la misma ruta. El Jaguar está aparcado de modo que puedan arrancar enseguida.

—¿Y bien? —Camille y Mathilde aguardan su respuesta con impaciencia.

—Ese me sigue desde que salí del banco.

Ethan sube al asiento del acompañante. Mathilde arranca de inmediato y Camille se da la vuelta.

—Ha dejado de hablar por teléfono.

Por el retrovisor exterior, Ethan ve que baja el móvil y los sigue con la mirada.

—Ya te dije que la policía me llamó por teléfono —insiste Mathilde.

—¿Qué contenía la caja fuerte? —pregunta Camille.

Ethan saca la cadena del bolsillo interior de la chaqueta. La luz difusa del ocaso se refleja en los bordes del ángulo y el círculo.

—¿Qué es eso? —pregunta Camille.

—La cadena de Vincent. Era miembro de una logia masónica —dice Mathilde—. The Three Poles.

—¿Cómo dice? —Camille se inclina aún más hacia delante—. ¿The Three Poles?

—¿Le dice algo?

—The Three Poles... Véronique Regnard se refirió a ello —dice Camille en tono pensativo—. Fundada por Frank Milward, nieto de John Milward, el fundador de la Milward-Foundation que antaño financiaba The Project, el programa de control de la natalidad...

Ethan extrae un puñado de granos de maíz del bolsillo. Mathilde frunce el ceño.

—Todo esto no tiene sentido —dice Camille, y se reclina en el asiento.

¿Sabía Sylvie que su padre pertenecía a una logia? Ethan tiene la cabeza llena de cabos sueltos que se enredan y forman un ovillo imposible de desenmarañar.

Vuelven a cruzar la pista de aterrizaje y la frontera con España y se ponen en la cola de vehículos.

—Vincent siempre fue un secretista —dice Mathilde—. Cualquier salida a comer se convertía en un secreto. Siempre quería sorprendernos, y pobre de ti si no demostrabas la correspondiente sorpresa. —Suspira y sacude la cabeza—. ¿Por qué habrá guardado esa cadena en la caja fuerte? ¿Es de oro?

—Es curioso —comenta Camille—, porque hay que llevarla para asistir a las reuniones.

Mathilde vuelve a sacudir la cabeza.

—Uno vive cuarenta años con otra persona, y ¿qué queda al final?

«En mi caso sólo fueron ocho», piensa Ethan.

Por fin han atravesado la frontera. No se ve ningún Mercedes negro por ninguna parte. El cielo ha adoptado un tono anaranjado oscuro.

—¿Qué ocurrió entre ambos, cuando Sylvie permaneció a su lado dos días antes de su muerte? —pregunta Ethan.

—No lo sé. —Mathilde enfila la N340 en dirección a Marbella y Málaga—. Estaba sentada a su lado y le cogía la mano, ella, que durante los últimos veinte años casi no le dirigió la palabra. De vez en cuando le preguntaba si sabía que tenía una hija. Muchos años antes Sylvie me preguntó por qué no me divorciaba de él. Creo que era una cuestión de lealtad —añade, y la sombra de una sonrisa cruza su rostro cansado—. Mi padre me enseñó a ser leal, a no cambiar de bando cuando el equipo juega mal.

Durante unos segundos su mirada se posa en Ethan, como si se preguntara si durante todos esos años albergó una imagen errónea de él, y luego se concentra en el tráfico.

Él se sume en sus pensamientos, con la mirada dirigida a las colinas boscosas.

—Por fin lo comprendo —dice Mathilde de repente—. ¡Sylvie murió a causa de esos granos de maíz! ¡Vincent es culpable de su muerte! ¿Cómo no me di cuenta antes? ¡Él le dio la llave! ¿Por qué? Quizá quería hacer examinar los granos... pero no llegó a tiempo.

—Sí, es posible... ¿o no? —dice Camille, acurrucada en el asiento trasero.

Esa posibilidad también se le había ocurrido a él.

—Pero ¿qué tenía que ver Vincent con los granos de maíz?

—¿Y si guardara relación con su otro trabajo? —sugiere Mathilde—. A finales de los noventa renunció a su puesto en ELF y se convirtió en asesor de diversas organizaciones.

—¿Cuáles? —quiere saber Ethan.

—El Banco Mundial, la WHO, y después de una fundación...

—¿La Milward-Foundation? —dice Camille.

—Sí, sí, ésa. Y también del INED.

—¿El INED? —Ethan frunce el ceño. «Otra sigla más.»

—El Institut National d'Études Démographiques —recita Camille de un tirón—. Depende del gobierno francés e investiga todos los aspectos relacionados con la demografía: la migración, la tasa de nacimientos y... la fertilidad...

—Vuelven a estar ahí. Nuestros protectores —murmura Mathilde.

Ethan cree que el motor sufre una avería, pero sabe que el motor de un Jaguar no estalla. Sólo entonces toma conciencia de la corriente de aire, del agujero de bala en la ventanilla derecha, del Mercedes negro y, pese a la oscuridad, del cañón que asoma a través de la ventanilla abierta. «¡Mathilde!», quiere gritar, pero la cabeza de ella golpea contra la ventanilla y en la sien de Mathilde hay un agujero negro. Él aferra el volante instintivamente, el coche sale disparado hacia delante, el pie de Mathilde aprieta el acelerador, la trasera del coche de delante se acerca a toda velocidad. Ethan pasa la pierna izquierda por encima de la consola central y aparta el pie de Mathilde del acelerador; el coche aminora la velocidad. Ethan se desliza por encima de la palanca de cambios y ocupa el asiento del conductor. Aparta a Mathilde cuanto puede y acelera. Sólo entonces oye gritar a Camille y descubre que el arma sigue apuntando desde el interior oscuro del Mercedes.

—¡Ethan!

Él no reacciona, se concentra en acercarse todo lo posible al coche de delante, se desvía a la izquierda y lo adelanta a toda velocidad.

—¡Nos quieren matar, Ethan! —Camille se aferra al respaldo del asiento delantero.

—¡Baja la cabeza, bájala! —Otra bala perfora la ventanilla. Él se agacha, se aprieta contra el cadáver de Mathilde y trata de imaginar que todo es un juego. «¡Un maldito y jodido juego!»

Logra dejar atrás el Mercedes, gira a la derecha, ve un turismo que quiere cambiar de carril, demasiado tarde, frena, lo esquiva pero le cuesta conducir porque aún va con medio cuerpo en el asiento del acompañante, no logra pisar el freno a fondo porque el pie de Mathilde se lo impide, sólo ve cómo se acerca la valla protectora, ruega que Camille tenga puesto el cinturón de seguridad... y de pronto reina el silencio y la oscuridad.

Lo primero que percibe es un gris difuso y que el suelo ocupa el lugar que suele ocupar el cielo. El cinturón le aprieta el pecho y el cuello, el
airbag
le impide ver. «Debo salir de aquí antes de que se acerquen para cerciorarse de que todos hemos muerto.» La cabeza de Mathilde está apoyada sobre su hombro. ¿Y Camille?

—Camille, ¿estás bien? —No logra darse la vuelta, imposible comprobar si ella está bien.

La realidad ha vuelto a darle alcance y el corazón le late con fuerza, tiene que tragar saliva una y otra vez. Tira del cinturón de seguridad con una mano, con la otra de la manilla de la puerta. Se las arregla para desprender el cinturón y cae contra el techo del coche. Ahora debe abrir la condenada puerta. Lanza el hombro contra ella una vez, dos veces... a la tercera se abre y Ethan cae de costado al suelo cubierto de grava. Se arrastra al exterior y procura abrir la puerta trasera. La cabeza de Camille cuelga hacia un lado, el
airbag
le cubre la cara. No, no, ella no... Ethan tira y cuando la puerta se abre cae hacia atrás. Suelta el cinturón de seguridad, tira del cuerpo de Camille, que parece tibio... «Pero eso no significa que esté viva. Nuestros perseguidores se acercan.» Más allá del techo ve cómo una sombra salta por encima de la valla protectora. Han de largarse...

El haz de luz de una linterna se desliza hacia abajo por el terraplén y se aproxima. Agarra a Camille de los brazos y la aleja del coche, se oculta detrás de un montón de grava y sigue arrastrándola, procurando distinguir algo entre la penumbra, a sus espaldas hay una cresta con algunos árboles, quizá pinos. El haz de luz está inmóvil, tal vez han alcanzado el coche. En escasos segundos habrán descubierto las puertas abiertas y las huellas. A sus espaldas se encuentra el lecho de un río seco y arrastra el cuerpo de Camille hasta detrás de una roca. Toma aire, sabe que no pueden quedarse allí, que pueden descubrirlos en cualquier momento.

—¿Estamos muertos, Ethan?

Él casi suelta una carcajada de alivio.

—No, pero hemos de largarnos. ¿Puedes caminar? —Ethan le ayuda a ponerse de pie; por lo visto el
airbag
y el cinturón la han salvado.

—Joder —murmura Camille, se toca la cabeza y apoya la mano en el hombro de él.

«Un río que atraviesa la carretera: en algún lugar debe de pasar por debajo.»

—Hacia allí —susurra. Tiene que haber un paso subterráneo, tal vez un túnel.

—¿Y después?

Él no contesta. «Todavía no lo sé. No debo adelantarme a los acontecimientos, u olvidaré dar el primer paso.»

—¡Vamos, corre!

El haz de la linterna vuelve a moverse, en cualquier momento descubrirán el lecho del río.

—¿Nos persiguen?

Ethan le indica que se calle y la arrastra hacia la calzada, aprovechando las grandes rocas para ocultarse. Camille tropieza, él le aprieta la mano para impedir que caiga. ¡Ahí está el túnel! Un agujero negro a treinta metros de distancia, a veinte, incluso menos. «¿Y si no tiene salida?»

Ethan sigue avanzando hacia la negrura desconocida. Tirita, tiembla, ¿por qué hace tanto frío de repente? «El estrés, la conmoción.» ¿Camille? ¿Está diciendo algo? El zumbido del tráfico ahoga su voz. Sigue caminando, no debe desfallecer, ahora no. La oscuridad del túnel lo atrae como un remolino. ¿Un lugar de catarsis? ¿De purificación? ¿De renacimiento? Eso que ve en medio de la negrura, ¿es una luz blanca y clara, un resplandor que aumenta de tamaño y brillo?

—¡Dios mío! —oye una voz, y después lo envuelve una maravillosa calidez, como si hubiera aterrizado en un confortable regazo.

Sólo ha perdido la conciencia durante unos segundos, Camille no parece haberlo notado. Sin embargo, para Ethan ha supuesto una profunda revelación. Ha llevado la idea de vengarse hasta el absurdo, porque todos los pasos que ha dado para esclarecer la muerte de Sylvie han costado cada vez más vidas, por lo que la conclusión que ha de sacar es obvia: recupera la sensatez y abandona, acepta el destino y vuelve a vivir... o disponte a morir. Pero si ahora abandonara, capitulara, entonces todas esas muertes habrían sido inútiles. Mathilde no murió en vano, y tampoco Frost, ni Sylvie, Bohin y Antonelli...

—¡Allí hay un taxi!

La voz de Camille lo arranca de su ensimismamiento, lo obliga a regresar al túnel húmedo y oscuro que pasa por debajo de una autopista en la que acaba de morir la madre de Sylvie. En vez de él. No se pregunta qué hace allí ese taxi, se limita a subir.

—Están de suerte, estaba a punto de regresar a casa —dice el taxista. Eso es todo lo que Ethan oye.

A su lado, en el asiento de atrás, Camille estalla en llanto. Ethan le rodea los hombros con un brazo.

11

Uganda

Lukas sólo llegó a cumplir seis años. La enfermera Gabriela y su servicio de salud móvil lo encontraron en la calle. Estaba solo, desorientado, no lograba mantenerse en pie ni hablar. Sólo era cuestión de tiempo que muriera tirado en la acera.

Sabíamos que ya no podíamos ayudarle. Sin embargo, Mary le dio una cama, lo lavó y le dio de comer. Lo cogía de la mano cuando murió. No era seropositivo.

Por hoy, Henrik da por finalizado el blog. Pronto será medianoche. Le ha dicho a Mary —que esta noche está de servicio— que lo llame si lo necesita, que él tiene algo que hacer en el anexo, donde se encuentra el almacén de apósitos y medicamentos... y también el depósito de cadáveres.

Cierra el Notebook, lo coge junto con el E-Book que suele guardar bajo llave en el escritorio y abandona el despacho.

En el pasillo titila un tubo de neón defectuoso, las moscas zumban a su alrededor, se quedan pegadas y se queman las alas. Excepto el pasillo, todo está sumido en una oscuridad impenetrable. Más allá, en las chozas, brilla la débil luz de un farol de queroseno.

Sus chancletas de goma chapotean contra el suelo de cemento, dos escarabajos huyen de él y se ocultan en una grieta de la pared. Siempre teme toparse con una serpiente, pero no hay ninguna. Cree oír una voz, se detiene y aguza el oído. Pero el doctor Bleibtreu está en su casa, a dos kilómetros de distancia. No ha sido nada, sólo oye el graznido de un pájaro.

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