Authors: Fran Ray
Primero casi tropiezan con el guardia de seguridad —que yacía con el cuello cortado—, después siguieron al iraquí, pero cuando Lejeune llegó al laboratorio 1.378, las náuseas la obligaron a agarrarse al marco de la puerta. «Contrólate. ¿Acaso vas a vomitar en público?»
Hace años que se ha acostumbrado al aspecto de toda clase de cadáveres en cualquier estado de putrefacción, incluso al hedor, pese a que aún le resulta horroroso y que después, durante al menos tres días, es incapaz de preparar o consumir carne. Estaba segura de que también lograría olvidar esta imagen, pero se ha equivocado. «Ejecutado.» Dicho término es absolutamente idóneo para describir lo que ve. David sale corriendo al pasillo y ella lo oye vomitar. Podría haberle lanzado una mirada desdeñosa, y también a Maurice, el fotógrafo, siempre tan dispuesto a dar batalla, podría haberle dicho que era un blandengue, y Paul, el forense, podría haber sacudido la cabeza, pero ninguno de ellos reacciona, todos procuran controlarse.
Ella también, no quiere dejarse doblegar por la maldad, mete las manos en los bolsillos de su gabardina corta, aprieta los puños y lucha contra el escalofrío al enfrentarse al horror.
Ella es la inspectora, y ahora le toca resolver este caso. Se aferra a la rutina, recorre el recinto con la vista. «Haz lo que sabes hacer. ¡Vamos!»
A la izquierda de una ventana con las persianas bajas, hay un cuerpo humano atornillado a la pared. Lleva tejanos y una bata blanca. Cintas metálicas cruzan el torso y los muslos. Los brazos están extendidos a los lados, «un crucificado». Algo en el interior de Lejeune se niega a contemplar el resto. El sudor frío del espanto brota de sus poros. No: nunca ha visto algo así.
Falta la cabeza, que ha sido reemplazada por la de una rata blanca apoyada en el cuello ensangrentado. El horror asoma desde los ojos muertos de la rata. «¡Esa pequeña y repugnante cabeza posada encima del cuerpo humano no sólo supone burlarse de la víctima, sino que también se burla de todos los seres humanos, de toda la raza humana!»
Lejeune hace un esfuerzo y se acerca al muerto. El asesino ha cosido la cabeza de la rata al cuello humano mediante un par de puntadas, justo encima de la laringe pero sin cubrir los músculos, la columna vertebral y las arterias. En la pechera de la bata pone «Profesor Jérôme Frost».
Lejeune desvía la mirada y hace caso omiso de sus rodillas temblorosas. Hay jaulas abiertas tiradas entre charcos oscuros de sangre seca; están vacías, como las jaulas situadas en el otro extremo del laboratorio. Busca la cabeza, la cabeza del profesor Frost tiene que estar en alguna parte. Se vuelve al oír un carraspeo. El iraquí aún está allí, lo había olvidado por completo.
—¿Lo encontró así? —pregunta Lejeune en tono firme. El iraquí le disgusta, al igual que los negros, los asiáticos, los blancos arrogantes, los jóvenes y los incultos... Quizá ya debería haber dejado su empleo: la ha convertido en alguien que detesta a la gente.
—Sí. Es el profesor Frost. —Sin inmutarse, sus ojos oscuros bajo las tupidas cejas grises contemplan la espantosa puesta en escena.
—¿Por qué está tan seguro?
Sólo entonces el iraquí le dirige la mirada.
—Le gustaba trabajar de noche, de vez en cuando intercambiábamos algunas palabras. Era un hombre tranquilo y culto.
El francés preciso del iraquí —cuyo nombre no logra recordar— impresiona a Lejeune. Éste señala las manos del cadáver.
—Siempre me llamaron la atención sus dedos largos y su anillo de sello de oro. —Asiente con la cabeza para confirmar sus palabras.
Irene Lejeune los contempla. El anillo parece inamovible y, en efecto, las manos son excepcionalmente estrechas y delgadas, al igual que el resto del cuerpo.
—Gracias, si tenemos más preguntas lo llamaremos.
El iraquí sonríe e inclina la cabeza.
—Oh —añade Lejeune—, ¿cuál era su profesión anterior?
La sonrisa se borra de inmediato.
—Ingeniero —contesta, y se marcha sin más.
«Dios mío —piensa ella—, en su lugar, yo aborrecería este país y esta sociedad que no sabe valorarme.»
Maurice se acerca y enfoca la pared junto al cadáver con la cámara. Allí, en letras verdes fosforescentes, pone:
BONITO MUNDO NUEVO DE LOS INVESTIGADORES
GENÉTICOS
—Esto les costará votos a los ecologistas —comenta Lejeune en tono seco. Sabe que es improcedente, pero de algún modo le ayuda a superar las náuseas. «¡Ecoterrorismo, justo lo que me faltaba! Ahora intervendrán los de arriba.»
Paul se vuelve hacia ella. Sostiene un termómetro.
—Ahora sé por qué jamás he votado por ésos —murmura.
Maurice suelta una carcajada, pero calla de inmediato. David se sobresalta y mira a Lejeune en busca de ayuda.
—El profesor Frost ¿trabajaba aquí a solas? ¿David? —Lejeune sigue recorriendo la habitación con la mirada: no hay fotos, ni de niños ni de mujer. Ningún objeto personal.
—No. Todos los profesores tienen asistentes —dice David con voz temblorosa; lo sabe, él mismo pasó por una facultad. Se dirige a la habitación anexa, Lejeune lo sigue y observa como hojea una agenda apoyada en un escritorio con las manos enguantadas—. Aquí figura un nombre. Nicolas Gombert —dice—. Según la agenda estuvo aquí la noche pasada.
—¿Su asistente?
—Puede ser. Un momento. Aquí sale algo sobre el profesor —dice, leyendo la pantalla de su móvil—. Tenía treinta y nueve años, nacido en Lyon, estudió biología y medicina en París. Hace tres años que era docente, aquí en la Université Pierre et Marie Curie. Se ocupaba de... —alza la vista y se encoge de hombros— de antibióticos y tolerancia frente a los alimentos.
—¿No a la investigación genética? —se asegura Lejeune.
—Bueno, lo uno no excluye lo otro.
Lejeune se ahorra una pregunta, habrá que aclararlo de otro modo. No sabe nada de estos asuntos. Sólo sabe que los antibióticos acaban con las bacterias, no los virus: se lo dijo su médico en noviembre, cuando la gripe de los niños persistía y ella insistió en que les recetara antibióticos.
—¿Casado? —sigue preguntando mientras ambos regresan al laboratorio.
—No, y tampoco divorciado, sin hijos. Católico. —David cierra el móvil y la sigue—. ¿Vamos a su casa? —Tiene la nariz pálida y el tono de su cutis tiende al verdoso.
—Más tarde. Un científico que carece de vida privada ha dedicado todas las noches y cada minuto libre a sus ratas, ¿y qué consiguió con ello? ¿Y qué pasa con ese Nicolas? ¿Estaba aquí? ¿Cuándo se fue? Vale, David, quiero saber en qué trabajaba el profesor Frost y con quién. Consígame una lista de sus colaboradores científicos, secretarias, ya sabe: qué contactos tenía con los movimientos ecologistas o de protección de los animales. ¿Había chocado con ellos anteriormente? ¿Recibía cartas amenazadoras, llamadas anónimas?
Lejeune rebobina su programa rutinario y se alegra de cada uno de los veinticinco años dedicados a ser policía. David asiente sin mirarla. Él también le disgusta. Debería permanecer en la oficina, piensa a veces, la calle es demasiado peligrosa para él. «¡Qué tontería! Le puede tocar a cualquiera, y en general, los que vacilan sobreviven.»
—Y también quién estaba aquí en el edificio ayer por la noche. Cuándo el guardia hizo la última ronda.
Cuando vio al guardia asesinado, durante unos segundos pensó que también podría haber sido Roland. En Hewlett Packard también han entrado a robar desde que Roland trabaja en el turno de noche. Resultó sólo con un golpe en la cabeza. ¿Qué sería de los niños? ¿No supone una irresponsabilidad que ella y Roland tengan semejantes profesiones, o que hayan tenido hijos con semejantes profesiones? «Déjalo ya, concéntrate en este caso. ¿Qué ves? ¿Qué te llama la atención? Venga, vamos, esfuérzate.»
—Ha sido una auténtica ejecución. Se podría decir que una puesta en escena planificada. —Lejeune más bien habla para sí.
El fotógrafo se vuelve hacia las pisadas sangrientas. Lejeune conoce ese tipo de huellas imprecisas. El asesino se cubrió los zapatos con plástico y además preparó las suelas, puesto que las pisadas parecen hechas por pezuñas, como de vaca o ciervo si la memoria no le falla, sólo que un poco más grandes. «Los animales se liberan a sí mismos.»
—Al parecer el asesino actuó solo. —Irene clava la vista en las huellas y señala un punto en el suelo—. Aquí le cortó la cabeza; la pregunta es con qué.
Paul se vuelve.
—No quiero estropearle el apetito para el próximo trozo de carne asada, pero en este caso —dice, indicando el cuello del cadáver— da la impresión de que el asesino utilizó un cuchillo eléctrico.
—¿Y lo conectó a ese enchufe de ahí? —Lejeune se pone en cuclillas para examinar el hilillo de sangre que parte del enchufe en la pared y se extiende por el suelo hasta el gran charco de sangre.
—¿Lo has fotografiado, Maurice? —Vuelve a ponerse de pie.
El fotógrafo asiente con la cabeza.
—¿Qué pasa con el cuaderno de notas, los ordenadores, el portátil? —Lejeune sólo ha visto un PC—. ¿No usaba un portátil?
—¡Stephanie llegará enseguida! —grita David desde el pasillo. Stephanie, informática, rubia, en buena forma y veinte años menor que Lejeune.
—¿Dónde está su cabeza? —murmura la inspectora.
Paul y Maurice se detienen un instante, como si fueran a encontrar una respuesta.
—¿Qué hizo con la cabeza? —Lejeune lanza una última mirada al profesor ejecutado—. La pequeña y asquerosa cabeza de rata en el delgado cuerpo humano. Un cruce de hombre y animal. Un sueño muy antiguo de los humanos... o una pesadilla. El Minotauro, el Diablo y su pezuña de caballo. —Recuerda haber leído que investigadores ingleses han combinado una célula de un óvulo humano con la de una vaca. Supuestamente, después de un tiempo destruyeron el resultado. «¿Quién se creería algo así? ¿Acaso un investigador puede dejar de investigar?» Y seguro que aquello sólo fue un experimento inofensivo que salió a la luz pública. No cabe duda de que los secretos son mucho más espectaculares. Más adelante averiguará si el profesor Frost realmente se dedicaba a la investigación genética. «Tolerancia a los antibióticos», piensa, y recuerda las llaguitas rojas que hace años le salieron en la lengua tras tragar píldoras de penicilina durante diez días.
—¿Cómo logró entrar el asesino? —pregunta la inspectora, y se vuelve hacia David, que parece aliviado—. ¿Ha logrado comunicarse con alguien?
Su mirada desconcertada transmite: ¿cuándo habría de haberlo hecho?
—Yo iré en coche, usted telefonee —decide, y avanza con rapidez pese a sus zapatos de tacón.
—¿Adónde?
—A casa de ese Nicolas. Averigüe dónde vive.
David la sigue mientras y habla por el móvil. Los colegas de la patrulla ocupan el vestíbulo, el edificio está cerrado con llave, los dos empleados encargados de examinar la escena del crimen la saludan con la cabeza, saben que en el laboratorio 1.378 les aguarda trabajo.
Lejeune se detiene ante un hombre de traje azul oscuro, cuyo cráneo afeitado y bronceado brilla a la luz cenital.
—¿Y quién es usted?
—Pierre Lautrec, de Sécurité Parfaite. —Echa una mirada al guardia que en ese momento es introducido en un saco para cadáveres—. Igor era empleado de mi empresa. —Carraspea, toma aire y prosigue—: Acabo de comprobar el sistema. La tarjeta del profesor Frost abrió la puerta a las 23.48 horas.
—Gracias. —Así que él o ellos se limitaron a salir por la puerta de entrada—. ¿Hay otras medidas de seguridad en el edificio?
Lautrec vuelve a carraspear.
—En varias ocasiones hemos sugerido a los directores del Instituto que habría que asegurar las ventanas, pero querían postergar dicho gasto hasta el año que viene.
—¿Y qué pasa con el techo y el sótano?
—¿Le parece que subamos? —Alza el índice, enseñando un pesado reloj de pulsera de plata, y señala hacia arriba.
—¿Por dónde se sube?
Pierre Lautrec indica una puerta estrecha en un nicho al final del pasillo. Ella se adelanta, y se detiene.
—No tiene el cerrojo echado —dice él—. Es la salida de emergencia.
Entonces Lejeune ve el cartel verde encima de la puerta y deja pasar a Lautrec. La escalera de cemento traza dos curvas y después se encuentran ante una segunda puerta, que tampoco está cerrada.
—Entonces ¿para qué sirve el sistema de tarjetas de la entrada? —dice Lejeune. El hombre de la empresa de seguridad sólo arquea las cejas. Algo le dice a Lejeune que ha de concentrarse, que el asesino también ha estado aquí, justo en este lugar. Abre la puerta y una ráfaga de viento los golpea mientras un rayo de sol penetra a través de las nubes.
Lejeune se aparta los cabellos de la cara y avanza unos pasos sobre la grava. Eso que cree ver allí atrás, ¿es real?
Lautrec se acerca por detrás y la agarra del brazo. Allí, junto a la barandilla, a menos de cuatro metros de distancia, se agita un amasijo de cuerpos y colas rojas. Cuando Lejeune comprende lo que las ratas devoran, tiene que reprimir las náuseas.
—¡Dios mío! —murmura.
Las ratas arrancan los últimos restos de carne ensangrentada de una calavera humana. El cabello rubio y rizado está cubierto de sangre y allí donde estaban los ojos sólo hay dos agujeros sanguinolentos, los labios han desaparecido y la boca es una cueva de la que los dientes surgen como estalagmitas. Las orejas, la nariz y el mentón han desaparecido. «La cabeza del profesor Frost.»
Lejeune se vuelve para marcharse y ve que David no logra despegar la vista de aquel horror.
—Bien, estas cosas no ocurren en sus videojuegos, ¿verdad?
Él le lanza una mirada de desconcierto, arrugando la frente. Ella se encoge de hombros, tenía que descargar su rabia y frustración, aunque David no es la persona indicada para ello.
Pierre Lautrec no vuelve a abrir la boca hasta que bajan.
—Alcanzar el techo es muy sencillo. En el patio interior hay una escalera que asciende por la pared del edificio —dice en tono consternado. Él tampoco ha visto nada igual, piensa Lejeune.
—¿Y cómo se llega al patio interior? —pregunta.
Lautrec vacila.
—No recuerdo el plano exacto del edificio.
—Da igual. ¿Dónde está la escalera? —Escaleras y puertas sin cerrojo. «¡Menuda idiotez! Ya puestos, podrían haberse ahorrado las puertas del edificio.»
Cuando los técnicos empiezan a examinar el patio interior, la escalera y el techo, son poco más de las ocho.