Authors: Fran Ray
—La EFSA es una autoridad europea financiada por la UE, pero que actúa de manera independiente de la Comisión Europea, del Parlamento Europeo y de los estados miembros. Está dirigida por un consejo de administración independiente cuyos miembros actúan en interés del público y no representan a ningún gobierno, organización o sector empresarial. —Christian vuelve a sonreír—. El consejo está formado por quince miembros y confecciona el plan presupuestario, etc. Aquí pone algo que podría ser interesante. Presta atención: la comisión científica y los grupos científicos de la EFSA están formados por expertos muy cualificados del ámbito de la evaluación científica de riesgos.
—Algo así debe de haber sido nuestro profesor Frost —dice Camille, y bebe un sorbo de té, pero el dolor de estómago persiste.
—La designación de los miembros se realiza por una votación basada en una acreditada competencia científica. Las comisiones científicas de la EFSA realizan evaluaciones de riesgos en sus respectivos ámbitos profesionales. ¿Sigo leyendo?
—Claro. Quiero oírlo todo.
—Okay.
Se realizan evaluaciones de riesgo para lo siguiente: aditivos para alimentos, aromatizantes, productos de ayuda para la elaboración y materiales que entran en contacto con los alimentos, salud y protección de los animales, peligros biológicos, contaminantes en la cadena alimentaria, resultados y sustancias incorporadas a la comida para animales... Ah, aquí está: ¡organismos modificados genéticamente! Además, productos dietéticos, alimentación y alergias, productos para la protección de las plantas y sus inconvenientes, salud de las plantas.
—Todo suena muy sensato. Resulta difícil imaginar que Frost fue ejecutado por colaborar con la EFSA. —Camille sacude la cabeza.
—¿Entonces por sus experimentos con animales?
—Pero Christian, ¿qué clase de defensor de los animales le cortaría la cabeza a una rata?
—Sí, también lo he pensado. Así pues, ¿personas que se oponen a la investigación genética?
Camille se acerca y deja la taza en el escritorio de Christian.
—Frost se ocupaba de antibióticos y alimentos. ¡No se dedicaba a clonar seres humanos ni a crear monstruos de múltiples cabezas! Les administraba píldoras o algo así a los bichos y observaba si el producto acababa con ellos o no. Vale, como amiga de los animales eso me disgusta, pero como amiga de los animales, tampoco le cortaría la cabeza a una rata.
—¿Qué pista seguirá la policía? —Christian se muerde el labio inferior, se mesa los cabellos y de repente su mirada se ilumina—. ¿Qué te parecería si modificáramos nuestra tertulia del sábado noche? —Alza los brazos y sostiene un titular invisible—. «Investigadores genéticos: víctimas asesinadas por el movimiento ecologista.»
Camille sabe que eso supondría un trabajo considerable. Habían conseguido aquella tertulia televisiva,
ParisCult,
gracias a las relaciones del padre de Christian. Si ahora lograran aumentar la audiencia en un dos por ciento, el programa estaría asegurado para los próximos seis meses.
Vacila.
—Hoy es lunes, Christian, y todavía no hemos acabado de perfilar el programa de la semana que viene.
—Da igual, Camille. Piensa: ¡hemos de hacerlo, y punto! Ese asesinato proporciona una dimensión completamente distinta a la investigación genética, ¿comprendes?
Tiene el rostro encendido, es un auténtico adicto al trabajo. No es de extrañar que de vez en cuando su mujer entre en crisis, piensa Camille, pero su idea es buena y correcta.
—¿Y a quién quieres invitar?
—A los que gritan más fuerte. —Christian ya le está dando a las teclas—. Mira ésta: Aminopur, una de las empresas líderes en investigación farmacológica y genética. ¿Quién más? Ésta: Semena Corp, y esta otra: Edenvalley. Las sedes centrales de Edenvalley están en Ginebra y Atlanta, las de Semena Corp en El Havre y la de Aminopur en Basilea y Tampa. Y también necesitamos representantes del movimiento ecologista.
—Y de la Iglesia —añade Camille. Él le lanza una mirada desconcertada—. La Iglesia también se opone con virulencia a la investigación genética, ¿recuerdas?
La expresión atónita de Christian le provoca una sonrisa.
—Eres astuta, Camille. —Sonríe, se inclina hacia atrás y vuelve a parecerse a aquel estudiante rebelde que quizá solía ser—. ¡Será un programa explosivo, habrá trifulca. ¡Incluso asesinatos!
Christian se inclina hacia delante y la coge por la cintura. Ella siente una súbita excitación y apenas si se resiste. Se deja caer en su regazo, sabe que ya no puede detenerse, las manos de Christian le soban los pechos, le arrancan la blusa.
Por un instante visualiza al científico decapitado, pero al punto sucumbe a una secuencia de imágenes conocidas y desconocidas de ardor lascivo.
Camille se aparta un mechón de la frente, se pone de pie, se acomoda la falda, se abrocha el sostén y contempla a Christian tendido en el suelo y observándola con los brazos cruzados bajo la cabeza.
—¿Cómo logré aguantar seis meses sin ti? —dice él con una sonrisa pícara.
Ella intenta abotonarse la blusa, pero faltan los botones centrales. Aborrece coser botones.
—¿No dices nada,
ma chère
Camille?
—Puede que tenga más escrúpulos que tú. —Se remete la blusa en la falda. ¿Por qué se dejó arrastrar? Él pone fin al asunto cuando le va bien y después basta con que chasquee los dedos para que ella ceda. ¡Eso era justo lo que ella quería evitar! ¿Acaso está tan necesitada de sexo? ¿Tan ansiosa? ¿Tiene tantas ganas de que la deseen?
Christian se incorpora. En su pecho pálido y desnudo se riza un escaso vello oscuro. La barriguita que asoma por encima del cinturón —que ahora se abrocha— le hace sospechar que su esposa cocina bien.
—Anda ya, a ti también te ha gustado, ¿no? En todo caso, tus gemidos se oían en la otra habitación. —Le lanza una sonrisa triunfal y trata de atraerla otra vez, pero ahora ella se resiste.
—¿Has olvidado que hace apenas una hora decidimos preparar una tertulia especial? Deberíamos seguir trabajando.
—¿Sabes que es precisamente por eso por lo que me excitas tanto?
Ella no quiere escuchar, pero él sigue hablando.
—Porque necesitas tu trabajo y el sexo tanto como yo. Y porque el trabajo te estimula como a mí, te libera adrenalina. Ambos somos narcisistas...
—¡Basta ya, Christian! —Ella se aparta, se dirige a su escritorio y se conecta a la página de prensa de Aminopur.
—Martine y los niños forman parte de mi vida, pero tú...
—¡Cierra el pico, Christian! No quiero sentirme culpable si tu matrimonio se hunde. —¿Por qué ha dicho eso? Porque le metieron esas ideas desde la infancia, pero ¿acaso no es precisamente lo prohibido lo que la excita? ¿Lo perverso? ¿La fantasía de que su mujer los observa mientras follan?
Él se ha puesto en pie y mientras se abrocha la camisa se acerca a ella. El pelo revuelto le cubre la frente.
—No tienes por qué sentirte culpable. Eso es asunto mío —dice, y se apoya en el escritorio de ella para mirarla a los ojos. Camille percibe su cálido aliento en el rostro.
—Bien, entonces ha quedado claro —responde ella. Él no imagina el esfuerzo que le supone no abandonarse otra vez.
«Mon Dieu, Camille!
Eres imposible», se reprocha mentalmente. Está muy necesitada de sexo. Las dos relaciones que mantuvo en los últimos seis meses fueron más que insatisfactorias. Insípidas caricias para su ego.
Escribe un e-mail para el departamento de prensa.
—Bien, ¿cómo se llaman las demás?
Christian la contempla unos segundos, después suspira y se dirige a su sitio.
—Semena Corp, Edenvalley... —enumera con tono profesional; se ha tranquilizado—. ¿Y en qué representante de la Iglesia has pensado? ¿Tal vez el Papa? —ironiza.
—Correcto. Hemos invitado a Su Santidad, pero por desgracia no pudo acudir —replica ella—. Por cierto, adivina dónde trabajó el profesor Frost hasta hace tres años.
—¿En el Vaticano?
—En Edenvalley.
—¡No me digas! —Christian se reclina y se balancea en la silla—. Y ahora trabaja para la EFSA. No me extraña que quizás algunos no le crean del todo.
—¿Acaso se trata de eso?
Él vuelve a mirar la pantalla.
—Pues aquí pone que hay críticos que acusan a la EFSA de no trabajar de manera objetiva, porque, en su mayoría, sus colaboradores supuestamente han trabajado en dichas empresas.
—Ya.
—Es evidente, Camille: si eres una persona capaz, recibes ofertas de empresas y las aceptas; a fin de cuentas, de algo has de vivir. Si después te incorporas a la EFSA, porque ahí también quieren gente capacitada, entonces trabajas para ellos. —Vuelve a reclinarse y cruza las manos detrás de la cabeza. En su frente se han formado arrugas.
—¿Qué pasa? —pregunta ella.
—Nada, a veces pienso que nos rompemos la crisma y ni siquiera podemos permitirnos unas auténticas vacaciones.
—Bueno. A lo mejor deberíamos pasarnos al otro bando... —Piensa brevemente en su hermana, allá en la paradisíaca Martinica.
Él suspira.
—La honradez y las buenas intenciones no salen a cuenta.
—¿Y eso lo dices tú, precisamente? ¡Christian, el santo protector de los periodistas críticos!
—Sí, y lo digo en serio. ¿Qué valor tiene la honradez? La inventaron los poderosos para mantenernos pequeños y dependientes.
—¡Vaya, renace el
enfant terrible
!
—Todos tienen derecho a cambiar de opinión libremente, ¿no? —dice él, lanzándole una sonrisa. Después vuelve a su tono práctico—: Averigüemos algunos detalles de la biografía de Frost. ¿Qué clase de individuo era? ¿Con quién se lo montaba? ¿Con las ratas?
—¡Eres un obseso del sexo, Christian! —«¡Dios mío! Parezco mi madre.»
Tiene la lengua seca como papel de lija, la saliva le sabe amarga y la sangre le hierve. «No es más que un mal sueño. Ahora iré a casa. Sylvie está en la clínica trabajando. Todo será como siempre.» Esa ilusión dura unos segundos, hasta que Ethan repara en que está tendido en el sofá de Scott, cubierto por la manta escocesa roja y azul. En el alféizar de la vieja ventana hay una copa vacía, y una medio llena en la mesita de enfrente, junto a la botella vacía de Glenfiddich. Hay polvo por todas partes y huele a viejo.
A través de la puerta del dormitorio anexo oye los ronquidos de Scott. Recuerda vagamente que los dos —o fueron tres— whiskis dobles que bebió en el bar frente al apartamento de Sarah no le ayudaron. ¿Acaso creyó que harían que Sylvie volviera a la vida? Habría querido ir a cenar con ella, celebrar...
No quería ir a casa, le daba miedo entrar en aquel apartamento donde los muebles y todos los objetos aguardarían su presencia como jueces. Alguien tenía que liberarlo del sentimiento de culpa, decirle que la muerte de Sylvie no tenía nada que ver con su matrimonio. Justo a tiempo, porque de lo contrario no sabía qué hubiera hecho, pensó en Scott y lo llamó por teléfono. Scott McPherson, escritor como él, aunque no tan exitoso. Pero Scott nunca lo envidió. «No quisiera estar en tu lugar —había dicho a menudo—, tendría que trabajar demasiado duro.» El escritorio de Scott debajo de la ventana está lleno de tazas de café y copas, montones de papeles y un viejo Notebook. Su mujer lo había abandonado hacía diez años, le contó a Ethan en cierta ocasión, y desde entonces nunca permitió que nadie se le acercara íntimamente.
Ethan aparta la manta escocesa, cruza la alfombra raída y verdosa, lucha contra las náuseas y procura obviar la sensación de tener la cabeza llena de gelatina. Ducharse, beber agua, tomar café, comer algo, ponerse ropa limpia.
Deja una nota de «gracias» encima de la polvorienta repisa del espejo del baño. Luego baja las tres plantas y coge un taxi.
Un día frío y nublado.
Por lo general, se pone nervioso cuando el taxi se detiene y vuelve a arrancar interminablemente, y no despega la vista del taxímetro, pese a que luego le reembolsan los tickets de las carreras. En el taxímetro el tiempo adquiere un valor monetario, un valor exacto e inteligible, pero hoy se limita a mirar por la ventanilla a las personas de los otros vehículos, cuyas vidas anteayer transcurrieron al igual que ayer y hoy. El único que no participa en el juego es él.
Mientras permanece bajo la ducha en su casa, una idea llega con dificultad a su cerebro embotado: a lo mejor esos guantes son del doctor Robert Smith. Es médico y un colega de Sylvie... y quizás algo más. «Es gay», contestó Sylvie cuando, tras el primer encuentro con Robert, Ethan le preguntó si le parecía atractivo. Se viste, bebe un rápido café en la cocina y monta en otro taxi.
El amplio e imponente edificio del hospital Saint-Louis, situado entre la Gare de l'Est y la Place de la République, junto al canal St. Martin, cada vez le trae a la memoria su decisiva visita a París ocho años antes. Lo llevaron allí cuando se rompió la pierna, directamente a la unidad de Sylvie. A medida que los edificios se destacan con claridad creciente, es como si aquí también tuviera que despedirse de Sylvie y de los años transcurridos. Aquí empezó todo —y tal vez también acabe, con el descubrimiento de que Sylvie tenía un amante.
Delante del ascensor, Ethan está a punto de chocar con una mujer impaciente por conectar su móvil. Antes hubiera aprovechado para contemplarla, hacer un comentario simpático y disfrutar de su sonrisa o su bochorno. Ahora esquiva su mirada y se refugia en el ascensor. Sube directamente a la unidad de Sylvie. En el ascensor lo saludan dos enfermeras y él las corresponde, ignora si lo recuerdan o si se limitan a ser amables. Ya no conoce a la mayoría de las enfermeras y los médicos asistentes. Hace años, acudía allí con frecuencia para recoger a Sylvie, o llamaba por teléfono. Y en algún momento dejó de hacerlo. ¿Por qué? ¿Porque le resultaba poco práctico, innecesario? ¿Porque Sylvie nunca terminaba el turno a tiempo?
Cuando se abren las puertas del ascensor lo golpea el olor a medicamentos, sábanas, comida recalentada y té de hierbas, y casi al mismo tiempo ve a Robert por el pasillo. Su figura delgada, los andares ágiles y desenvueltos, la brillante piel oscura... Incluso a contraluz, su aspecto irradia autoridad y dignidad.
—Hola, Ethan, ¿qué te trae por aquí? —Robert le sonríe con sus dientes blancos y brillantes.
Ethan lo mira a los ojos. «Todavía no lo sabe», piensa, y entonces recuerda que tal vez este lunes Sylvie tenía su día libre. Hace más de dos años que Robert y Sylvie son colegas. Si mal no recuerda, sus padres son oriundos de Senegal. Se crio aquí, sacó notas excelentes en el examen y no está casado.