La senda del perdedor (10 page)

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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

BOOK: La senda del perdedor
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20

A veces Frank y yo nos poníamos en buenas relaciones con Chuck, Eddie y Gene. Pero siempre ocurría algo (normalmente por causa mía) y entonces yo me veía fuera, y Frank tres cuartos de lo mismo por ser mi amigo. Era bueno andar por ahí con Frank, íbamos a los sitios en auto-stop. Uno de nuestros lugares favoritos era un estudio de cine. Nos arrastrábamos por debajo de una verja rodeada de mucha vegetación para entrar. Veíamos el gran muro que habían usado para la película de King Kong. Veíamos los decorados de calles y edificios. Los edificios sólo eran fachadas sin nada detrás. Nos paseábamos por aquellos estudios hasta que algún guarda nos pillaba y nos echaba fuera. Entonces nos íbamos en auto-stop hasta la feria de la playa. Nos pasábamos en la casa de la risa tres o cuatro horas. Nos la conocíamos de memoria. La verdad es que no era gran cosa. La gente meaba y cagaba allí dentro y estaba repleto de botellas vacías. Y en el retrete había condones, arrugados y endurecidos. Los vagabundos dormían allí después de que cerraran. La verdad es que no había nada divertido en la casa de la risa. La casa de los espejos era buena al principio. En seguida nos aprendimos el camino para pasar entre el laberinto de espejos y perdió todo su atractivo. Frank y yo nunca nos peleábamos. Sentíamos curiosidad hacia las cosas. En el muelle proyectaban una película sobre una operación cesárea y fuimos a verla. Era cruenta. Cada vez que cortaban, la sangre de la mujer saltaba a chorros, y entonces sacaban el bebé. A veces íbamos a pescar al muelle y cuando cogíamos algo se lo vendíamos a las viejas señoras judías que se sentaban en los bancos. Yo me llevé unas cuantas palizas por parte de mi padre por irme por ahí con Frank, pero como me figuraba que iba a recibir las palizas de todos modos, prefería al menos divertirme.

Pero seguía teniendo problemas con los otros chicos del barrio. Mi padre no me ayudaba. Por ejemplo, me compró un traje de indio con arco y flechas cuando todos los demás chicos tenían trajes de cow-boy. Entonces ocurría lo mismo que en el patio del colegio: se aliaban contra mí. Me rodeaban con sus trajes de cow-boy y sus pistolas, pero cuando las cosas se ponían feas yo ponía una flecha en el arco y esperaba. Eso siempre les echaba para atrás. Yo no quería llevar aquel traje de indio, pero mi padre me obligaba.

Continuamente me enemistaba con Chuck, Eddie y Gene, luego nos reconciliábamos y a continuación nos volvíamos a enemistar.

Una tarde yo andaba por ahí. Estaba en un momento en que mis relaciones con la pandilla no eran ni malas ni buenas, yo sólo estaba esperando a que se olvidasen de la última cosa que yo había hecho que les había enfadado. No había otra cosa que hacer. Sólo ver el aire y esperar. Me cansé finalmente de estar por ahí y decidí irme caminando colina arriba hacia Washington Boulevard, ir hasta los estudios de cine y luego volver por West Adams Boulevard. Quizás siguiera hasta la iglesia. Empecé a andar. Entonces oí a Eddie.

—¡Eh, Henry, ven aquí!

—¿Qué pasa?

Me acerqué hasta donde estaban ellos, inclinados sobre algo.

—¡Es una araña a punto de comerse una mosca! —dijo Eddie.

Miré. Una araña había tejido su tela entre las ramas de un arbusto y una mosca había quedado atrapada en ella. La araña estaba muy excitada. La mosca movía toda la telaraña mientras luchaba por desasirse. Zumbaba salvajemente y sin remedio mientras la araña la envolvía con más telaraña. La araña daba vueltas y más vueltas, envolviendo por completo a la mosca mientras ésta zumbaba. La araña era grande y muy fea.

—¡Ahora se está acercando! —gritó Chuck—. ¡Le va a clavar los colmillos! Los aparté de un empujón y de una patada eché fuera, a la araña y la mosca.

—¿Qué cojones has hecho? —dijo Chuck.

—¡Hijo de puta! —gritó Eddie lleno de rabia—. ¡Lo has fastidiado todo! Me eché hacia atrás. Hasta Frank me miraba de un modo extraño.

—¡Vamos a darle de hostias! —gritó Gene.

Estaban entre mí y la calle. Me metí en el patio de atrás de una casa extraña, corrí hasta detrás del garaje. Había una valla cubierta de enredaderas. Subí por ella y salté. Caí en otro jardín, corrí por el camino de entrada y salí a la calle. Miré hacia atrás y vi a Chuck en lo alto de la valla. Entonces resbaló y cayó de espaldas en el suelo.

—¡Mierda! —gritó.

Yo seguí corriendo. Corrí siete u ocho manzanas y me senté a descansar en el césped de una casa. No se veía a nadie. Me preguntaba si Frank me perdonaría. Me preguntaba si los otros me perdonarían. Decidí perderme de vista durante cosa de una semana…

Acabaron olvidando el asunto. Durante un tiempo no ocurrió gran cosa. Había muchos días en que no pasaba nada. Entonces el padre de Frank se suicidó. Nadie supo por qué. Frank me dijo que él y su madre tendrían que mudarse a una casa menos costosa en otro vecindario. Me dijo que me escribiría. Y lo hizo, sólo que no escribíamos, dibujábamos tebeos sobre caníbales. Sus historietas eran de problemas con caníbales, entonces yo continuaba la historia donde él la dejaba, con más follones con los caníbales.

Mi madre encontró una de las historietas de Frank y allí se acabó nuestra correspondencia.

El 5º grado dio paso al 6º grado y yo empecé a pensar en marcharme de casa, pero pensé que si la mayoría de nuestros padres no podían conseguir trabajo, ¿cómo coño lo iba a conseguir un tío que medía menos de un metro cincuenta? John Dillinger era el héroe de todo el mundo, tanto de niños como de mayores. Cogía el dinero de los bancos. Y también estaba Pretty Boy Floyd, Ma Barker y Ametralladora Kelly.

La gente empezó a ir a los solares donde crecía la hierba. Habían aprendido que algunas de las hierbas podían ser guisadas y comidas. Había peleas a puñetazos entre hombres en los solares y en las esquinas. Todo el mundo estaba furioso. Los hombres fumaban Bull Durham y no aguantaban a nadie. Dejaban sobresalir parte de la bolsa con la marca Bull Durham de los bolsillos de sus camisas y todos podían liar un cigarrillo con una sola mano. Cuando veías a un tío con una bolsa de Bull Durham colgando, eso significaba «aléjate». La gente hablaba de segundas y terceras hipotecas. Mi padre vino a casa una noche con un brazo roto y los dos ojos morados. Mi madre tenía un trabajo en alguna parte que le daba un poco de dinero. Y todos los chicos del vecindario teníamos un par de pantalones para los domingos y otro par de pantalones para diario. Cuando los zapatos se desgastaban, no había otros para reponerlos. En las tiendas se vendían suelas y tacones por 15 o 20 centavos junto a la cola, y éstas se pegaban en los zapatos desgastados. Los padres de Gene tenían un gallo y algunas gallinas en el jardín de atrás, y si alguna gallina no ponía suficientes huevos, se la comían.

En lo que a mí respecta, todo seguía igual, en el colegio y con Chuck, Gene y Eddie. No sólo los mayores se ponían antipáticos y violentos, sino también los niños, e incluso los animales. Parecía que imitasen a la gente.

Un día yo estaba por ahí, esperando como de costumbre, sin mantener relaciones de amistad con la pandilla y sin querer volver a tenerlas, cuando Gene se acercó corriendo.

—¡Eh, Henry, ven!

—¡Ven!

Gene empezó a correr y yo corrí detrás suyo. Bajamos hasta el jardín trasero de los Gibson. Los Gibson tenían un gran muro de ladrillos que rodeaba el jardín.

—¡Mira tiene arrinconado al gato! ¡Lo va a matar!

Había un gatito blanco arrinconado en una esquina del muro. No podía subir ni podía huir en ninguna dirección. Estaba encorvado con el pelo erizado y bufaba, con las uñas sacadas. Pero era muy pequeño y Barney, el bulldog de Chuck, gruñía y se acercaba cada vez más. Tuve la sensación de que los chicos habían puesto ahí al gato y luego habían traído al bulldog. Me parecía casi seguro por la forma en que Chuck, Eddie y Gene miraban la escena, tenían un aspecto culpable.

—Lo habéis puesto ahí vosotros —dije.

—No —dijo Chuck—, es culpa del gato. Se ha metido ahí. Que luche para escapar.

—Sois odiosos, so bestias.

—Barney va a matar al gato —dijo Gene.

—Barney lo va a hacer pedazos —dijo Eddie—. Le dan miedo las garras, pero cuando ataque, se acabó.

Barney era un gran bulldog marrón con unas fauces flaccidas y babeantes. Era gordo y estúpido, con ojos inexpresivos. Su gruñido era constante y cada vez se acercaba más, con los pelos del cuello y el lomo erizados. Tuve ganas de darle una patada en su estúpido culo, pero supuse que me arrancaría la pierna de un mordisco. Estaba totalmente decidido a consumar el asesinato. El gato blanco todavía no había crecido del todo. Bufaba y aguardaba, apretado contra la pared, era una hermosa criatura, tan limpio.

El perro se movía lentamente hacia delante. ¿Para qué necesitaban esto los chicos? No era algo donde tuviese cabida el valor, era sólo juego sucio. ¿Dónde estaba la gente mayor? ¿Dónde estaban las autoridades? Siempre estaban en todas partes acusándome. ¿Y ahora, dónde estaban?

Pensé en acercarme corriendo, coger el gato y salir volando de allí, pero no tuve valor. Tenía miedo de que el bulldog me atacara. El saber que no tenía el valor de hacer lo que era necesario me hacía sentir horriblemente. Empecé a sentirme físicamente enfermo. Me sentía débil. No quería que ocurriese hasta que pensase en algo para impedirlo.

—Chuck —dije—, deja al gato que se vaya, por favor. Llama a tu perro.

Chuck no contestó. Sólo siguió mirando.

Entonces dijo:

—¡Barney, ve a por él! ¡Coge a ese gato!

Barney se fue hacia delante y, de repente, el gato pegó un salto. Era una furiosa mancha blanca, toda bufidos, uñas y dientes. Barney retrocedió y el gato volvió a pegarse a la pared.

—Ve a por él, Barney —dijo de nuevo Chuck.

—¡Maldita sea, cállate! —le dije yo.

—No me hables de ese modo —dijo Chuck. Barney empezó a moverse de nuevo.

—¡Parad ya con esto! —dije.

Oí un ligero sonido detrás nuestro y me volví a mirar. Vi al viejo señor Gibson mirando desde detrás de la ventana de su dormitorio. También quería que mataran al gato, igual que los chicos. ¿Por qué?

El señor Gibson era nuestro cartero. Llevaba dientes postizos. Tenía una mujer que se pasaba todo el día dentro de casa. La señora Gibson siempre llevaba una red en el pelo e iba vestida con un camisón, bata y zapatillas.

Entonces apareció la señora Gibson, vestida como siempre, y se puso al lado de su marido, esperando a que se cometiese el crimen. El viejo Gibson era uno de los pocos hombres del vecindario que tenían trabajo, pero aún así necesitaba ver cómo mataban al gato. Gibson era simplemente igual que Chuck, Eddie y Gene.

Eran demasiados.

El bulldog se acercó más. Yo no podía presenciar el asesinato. Me avergonzaba enormemente abandonar al gato así. Siempre había una posibilidad de que el gato escapara, pero sabía que no lo permitirían. El gato no estaba enfrentado solamente al bulldog, estaba enfrentándose a la humanidad entera.

Me di la vuelta y me alejé, saliendo del jardín hasta la acera. Subí por la acera hasta mi casa y allí, esperando de pie en el jardín, estaba mi padre.

—¿Dónde has estado? —me preguntó.

Yo no contesté.

—¡Entra —dijo—, y deja de poner esa cara de desgraciado o te daré algo que te hará sentir de verdad desgraciado!

21

Entonces empecé el bachillerato en el Instituto Justin. Cerca de la mitad de los chicos de la Escuela Primaria de Delsey iban allí, precisamente la mitad más grande y ruda. Los chicos de 7º grado éramos más grandes que los de 9º grado. Cuando nos poníamos en fila para la clase de gimnasia era divertido. La mayoría de nosotros éramos más grandes que los profesores de gimnasia. Nos poníamos allí a formar, distendidos, con el estómago suelto, la cabeza baja y los hombros caídos.

—¡Por Cristo! —decía Wagner, el profesor de gimnasia—. ¡Sacad el pecho, arriba esos hombros, poneos firmes!

Nadie cambiaba de posición. Éramos así, y no queríamos ser de ningún otro modo. Todos proveníamos de familias víctimas de la Depresión y la mayoría habíamos sido mal alimentados, aunque por una extraña paradoja habíamos crecido enormemente. La mayoría de nosotros, creo, no recibía el menor amor por parte de su familia, y tampoco lo necesitaba de nadie. Éramos de risa, pero la gente llevaba mucho cuidado con reírse delante nuestro. Era como si hubiéramos crecido demasiado pronto y estuviésemos aburridos de ser niños. No les teníamos respeto a los mayores. Éramos como tigres en la jungla. Uno de los tíos judíos, Sam Feldman, tenía una barba negra que tenía que afeitarse cada mañana. A mediodía tenía la barbilla toda oscurecida. Y tenía una masa de pelo en el pecho y le olían terriblemente los sobacos. Otro tío era igualito a Jack Dempsey. Otro, Peter Mangalore, tenía una polla de 22 centímetros en estado normal. Y cuando nos metíamos en la ducha, yo descubrí que tenía las pelotas más grandes que nadie.

—¡Eh! ¡Miradle las pelotas a ese tío!

—¡La hostia! ¡De polla no vale un pito, pero vaya pelotas!

—¡La hostia!

No sé lo que era, pero teníamos algo especial, y lo sabíamos. Lo podías ver en el modo en que nos movíamos y hablábamos. No hablábamos mucho, lo dábamos todo por sobreentendido, y eso era lo que le ponía negro a todo el mundo, el aire de seguridad en nosotros mismos que despedíamos.

El equipo de fútbol americano de 7° grado jugaba después de clase contra los de octavo y noveno. No había color. Los vencíamos fácilmente, los tumbábamos sin dificultad, con estilo, casi sin esfuerzo. En el fútbol de toque, los equipos nos aguantaban todo el juego, pero les metíamos cantidad de goles. Entonces pasábamos al de blocaje y nuestros chicos se lanzaban a por los otros, arrasándoles. Era una simple excusa para ser violentos, no importaba quién llevase la pelota. El otro equipo siempre lo agradecía cuando decidíamos jugar sólo a hacer pases.

Las niñas se quedaban después de clase y nos observaban. Algunas de ellas ya salían con chicos de preuniversitario, no querían mezclarse con mierdas de bachillerato, pero aún así se quedaban después de clase, nos contemplaban y se maravillaban. Yo no estaba en el equipo, pero me ponía en una banda y fumaba cigarrillos, sintiéndome como una especie de entrenador o algo así. Vamos a follar todos, pensábamos, viendo a las chicas. Pero la mayoría sólo nos masturbábamos.

Recuerdo cómo descubrí la masturbación. Una mañana, Eddie llamó por mi ventana.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

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