La Semilla del Diablo (2 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Frente a la cocina estaba el comedor o segundo dormitorio, el cual, al parecer, había sido utilizado por la señora Gardenia para una combinación de estudio e invernáculo. Centenares de plantas pequeñas, moribundas o muertas, se hallaban en anaqueles mal construidos y bajo espirales de tubos fluorescentes apagados; en medio se hallaba un escritorio de cantos redondos sobre el que había una pila de libros y papeles. Era un mueble precioso, grande y reluciente por la edad. Rosemary dejó a Guy y al señor Micklas hablando en la puerta y entró, evitando un anaquel de plantas marchitas. Escritorios como ése podían verse en los escaparates de las tiendas de antigüedades; Rosemary se preguntó, tocándolo, si sería una de las cosas que serían para el primero que las pidiera. Una graciosa caligrafía azul sobre papel malva decía: «
meramente el pasatiempo intrigante que yo creí sería. Yo no puedo asociarme más tiempo
», y se dio cuenta de que sin querer estaba curioseando. Alzó la mirada cuando el señor Micklas entraba con Guy y le preguntó:

—¿Sabe usted si este escritorio es una de las cosas que quiere vender el hijo de la señora Gardenia?

—No lo sé —contestó el señor Micklas—. Claro que lo puedo averiguar.

—Es precioso —dijo Guy.

—¿Verdad que sí? —agregó Rosemary, quien, sonriendo, miró a su alrededor paredes y puertas. En esa habitación cabría casi perfectamente el cuarto de los niños que ella había imaginado. Era un poco oscuro (las ventanas daban a un estrecho patio); pero el empapelado blanco y amarillo lo abrillantaría bastante. El cuarto de baño era pequeño, pero ya bastaría y el excusado lleno de plantas sembradas en macetas, que parecían crecer bastante bien, era apropiado.

Se volvieron hacia la puerta, y Guy preguntó:

—¿Qué es todo eso?

—La mayoría plantas aromáticas —explicó Rosemary—. Veo menta y albahaca... Estas no sé qué son.

Más allá, en el pasillo, había otro armario empotrado, a la izquierda, y luego, a la derecha, una amplia arcada que daba a la sala. Enfrente había grandes ventanas saledizas, dos de ellas con cristales en forma de rombo y asientos de ventana de tres lados. Había una pequeña chimenea, con una repisa en forma de voluta, de mármol blanco. A la izquierda se veían altos estantes de roble para libros.

—¡Oh, Guy! —dijo Rosemary, buscando su mano y apretándosela.

Guy dijo: «¡Humm!», como no queriendo comprometerse; pero le devolvió el apretón. El señor Micklas estaba a su lado.

—La chimenea funciona, por supuesto —dijo el señor Micklas.

El dormitorio, detrás de ellos, era adecuado, de unos tres metros y medio por cinco metros y medio, con sus ventanas dando al mismo estrecho patio del comedor-segundo dormitorio-cuarto de los niños. El baño, que estaba más allá de la sala, era grande y lleno de adornos bulbosos y protuberantes de metal blanco.

—¡Es un piso maravilloso! —exclamó Rosemary, cuando estuvo de vuelta en la sala; giró sobre sí misma con los brazos abiertos, como si quisiera tomarlo y abrazarlo—. ¡Lo quiero!

—Lo que ella está tratando de conseguir —dijo Guy— es que usted baje el alquiler.

El señor Micklas sonrió.

—Lo subiríamos si nos lo permitieran —dijo—. Más del aumento del quince por ciento, quiero decir. Hoy en día pisos de esta clase, con su encanto y su personalidad, son tan raros como los dientes de gallina. El siguiente... —se detuvo en seco, mirando al escritorio de caoba que había al principio del pasillo—. Es extraño —dijo—. Hay un armario empotrado detrás de ese escritorio. Estoy seguro de que lo hay. Hay cinco: dos en el dormitorio, uno en el segundo dormitorio, y dos en el pasillo, aquí y allí. —Se acercó al escritorio.

Guy se puso de puntillas y dijo:

—Tiene usted razón, puedo ver las rendijas de la puerta.

—Se ve que ella cambió de sitio el escritorio —comentó Rosemary—. Antes estaba allí —y señaló a la fina silueta que había quedado de modo fantasmal sobre la pared, cerca de la puerta del dormitorio, y las profundas marcas de cuatro patas redondas en la alfombra color rojo borgoña... Débiles rascaduras y rayas se curvaban y cruzaban desde las cuatro marcas hasta donde estaban ahora las patas del escritorio, colocadas junto a la delgada pared adyacente.

—Écheme una mano, ¿quiere? —dijo el señor Micklas a Guy.

Entre ambos lograron llevar poco a poco el escritorio hasta su antiguo lugar.

—Ya veo por qué entró ella en coma —dijo Guy, empujando.

—Ella no pudo haberlo movido sola —respondió el señor Micklas—. Tenía ochenta y nueve años.

Rosemary se quedó mirando con gesto dubitativo a la puerta del armario empotrado que habían dejado al descubierto.

—¿La abrimos? —preguntó—. Quizá debiera abrirla su hijo.

El escritorio encajó exacto en las cuatro marcas de sus patas. El señor Micklas se masajeó sus manos faltas de dedos.

—Estoy autorizado a enseñar el piso —dijo, y se dirigió a la puerta, abriéndola. El armario estaba casi vacío; a un lado había un aspirador de polvo y en el otro tres o cuatro estantes de madera. El estante de encima estaba atestado de toallas de baño azules y verdes.

—Quienquiera que encerrara, se escapó —dijo Guy.

El señor Micklas opinó:

—Probablemente ella no necesitaba cinco armarios.

—Pero ¿por qué encerró a su aspirador y a sus toallas? —preguntó Rosemary.

El señor Micklas se encogió de hombros.

—No creo que nunca lo sepamos. Puede que ya estuviera chocheando —sonrió—. ¿Quieren que les enseñe o que les explique algo más?

—Sí —dijo Rosemary—. ¿Hay instalación para el lavado de la ropa? ¿Hay máquinas lavadoras abajo?

* * *

Dieron las gracias al señor Micklas, que fue a despedirlos hasta la puerta de la calle, y luego, por la acera, se alejaron paseando lentamente por la Séptima Avenida arriba.

—Es más barato que el otro —dijo Rosemary, tratando de aparentar que ella tenía en cuenta, sobre todo, las consideraciones prácticas.

—Pero tiene una habitación menos, cariño —replicó Guy.

Rosemary caminó en silencio por un momento, y luego replicó a su vez:

—Está mejor situado.

—¡Oh, claro! —exclamó Guy—. Podré ir andando a todos los teatros.

Animada, Rosemary dejó de lado las consideraciones prácticas.

—¡Oh, Guy! ¡Alquilemos este piso! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Es tan maravilloso! Esa anciana señora Gardenia no le supo sacar partido. Esa sala podría ser preciosa, cálida... ¡Oh, por favor, Guy, alquilémoslo! ¿De acuerdo?

—Pues claro —contestó Guy sonriendo—. Si podemos librarnos del otro compromiso...

Rosemary lo agarró por el codo, contenta.

—¡Nos libraremos! —exclamó—. Piensa en algún medio. ¡Sé que lo lograrás!

Guy telefoneó a la señora Cortez desde una cabina telefónica callejera, mientras Rosemary, desde fuera, trataba de leer en sus labios. La señora Cortez dijo que les daba de plazo hasta las tres; si no tenía noticias de ellos para entonces, llamaría a los que siguieran en la lista de solicitantes.

Fueron a la Sala de Té Rusa y pidieron dos «Bloody Mary» y bocadillos de pollo con ensalada, hechos con rebanadas de pan negro.

—Puedes decirles que me he puesto enferma y que tengo que ir al hospital —sugirió Rosemary.

Pero eso no era un argumento convincente. En vez de ello, Guy se inventó una historia acerca de una proposición para unirse a una compañía que representaría Venga a soplar su corneta, que iba a hacer una gira de cuatro meses por bases norteamericanas en Vietnam y el Extremo Oriente. El actor que hacía el papel de Alan se había roto la cadera y a menos que él, Guy, quien se sabía el papel, se ofreciera a ir en su lugar, la gira tendría que retrasarse lo menos dos semanas. Lo cual sería una vergüenza, ya que aquellos muchachos estaban allí luchando heroicamente contra los comunistas. Su esposa tendría que quedarse con su familia en Omaha...

Se lo pensó dos veces y luego fue en busca del teléfono.

Rosemary aguardó tomando su bebida a sorbitos, manteniendo los dedos de su mano izquierda cruzados bajo la mesa. Recordó el apartamento de la Primera Avenida que ella no quería, y repasó mentalmente sus buenas cualidades: la cocina nueva y reluciente, la lavadora de vajilla, la vista sobre el East River, el acondicionamiento de aire central...

La camarera trajo los bocadillos.

Pasó una mujer embarazada, con un traje azul marino. Rosemary se puso a observarla. Debía de estar en su sexto o séptimo mes, y hablaba satisfecha, por encima del hombro, a una mujer mayor que llevaba paquetes, probablemente su madre.

Alguien saludó con la mano desde la pared opuesta, la chica pelirroja que había entrado en la CBS unas semanas antes de que Rosemary se despidiera. Rosemary le devolvió el saludo. La chica dijo algo, y como Rosemary no alcanzara a entenderla, lo volvió a repetir. Un hombre que estaba frente a la joven, se volvió para mirar a Rosemary. Era un hombre de rostro pálido y demacrado.

Y entonces vino Guy, alto y guapo, tratando de reprimir una sonrisa bonachona; pero con los ojos brillándole de felicidad.

—¿Lo conseguiste? —le preguntó Rosemary mientras se sentaba frente a ella.

—Lo conseguí —contestó él—. Han anulado el contrato, y nos devolverán el depósito; tendré que estar al tanto con el teniente Hartman, del Cuerpo de Señales. La señora Cortez nos espera a las dos.

—¿La has llamado?

—La llamé.

La chica pelirroja apareció de repente al lado de ellos, ruborizada y con ojos brillantes.

—Se ve que os va bien de casados. Tenéis muy buen aspecto —les dijo.

Rosemary, tratando de recordar el nombre de la chica, se echó a reír y contestó:

—¡Gracias! Estábamos celebrándolo. ¡Acabamos de conseguir un apartamento en la casa Bramford!

—¿La Bram? —dijo la chica—. ¡A mí me enloquece! Si alguna vez queréis subarrendar, yo soy la primera, ¡no lo olvidéis! ¡Aquellas gárgolas tan extrañas, y esos monstruos trepando por las ventanas!

2

Hutch, cosa sorprendente, trató de disuadirlos, basándose en que la casa Bramford era «zona de peligro».

Cuando Rosemary llegó a Nueva York en junio de 1962, se fue a vivir con otra muchacha de Omaha y dos chicas de Atlanta a un apartamento de la parte baja de la avenida Lexington. Hutch vivía en el piso de al lado, y aunque se negó a ser el sustituto del padre de las chicas (ya había criado dos hijas suyas, y con eso tenía bastante, gracias a Dios), estuvo sin embargo, siempre a mano para casos de emergencia como «la noche que había alguien en la escalera de incendios», y «la vez en que Jeanne por poco muere estrangulada». Se llamaba Edward Hutchins, era inglés y tenía 54 años. Bajo tres seudónimos escribía tres series diferentes de libros de aventuras para muchachos.

A Rosemary le prestó otra clase de ayuda de emergencia. Ella era la menor de seis hermanos; los otros cinco se habían casado muy jóvenes y habían creado hogares cercanos a los de sus padres. Tras ella, en Omaha, había dejado a un padre malhumorado y suspicaz, una madre poco habladora y cuatro hermanos y hermanas resentidos. (Sólo el siguiente al mayor, Brian, que era aficionado a la bebida, le dijo: «Vete, Rosie, y haz lo que quieres hacer» y le alargó un bolso de mano de plástico que contenía ochenta y cinco dólares.) En Nueva York, Rosemary se sintió culpable y egoísta, y Hutch tuvo que animarla con tazas de té cargado y charlas sobre los padres y los hijos, y el deber que uno tiene para consigo mismo. Ella le hacía preguntas que no habría podido hacer en la Escuela Superior Católica, y él la envió a que hiciera un curso nocturno de filosofía en la Universidad de Nueva York.

—Todavía haré una duquesa de esta florista arrabalera —decía.

Rosemary aún tenía humor para contestarle:

—¡Cuentista!

Y ahora, una vez al mes, más o menos, Rosemary y Guy cenaban con Hutch, bien en su apartamento, o, cuando les tocaba invitar a Hutch, en un restaurante. Guy encontraba a Hutch un poco aburrido; pero siempre lo trataba con cordialidad. Su esposa había sido prima de Terence Rattigan, el dramaturgo, y Rattigan y Hutch se escribían. En la vida teatral era importantísimo tener relaciones, como bien sabía Guy, aunque fueran relaciones de segunda mano.

El jueves, después de que ellos vieran el piso, Rosemary y Guy cenaron con Hutch en «Kuble’s», un pequeño restaurante alemán de la calle Treinta y Tres. Habían dado su nombre a la señora Cortez el martes por la tarde como una de las tres referencias que ella había pedido, y él ya había recibido y contestado su carta de demanda de informes.

—Estuve tentado de decirle que erais adictos a las drogas o sabandijas de catre —dijo—. O algo igualmente repelente a los caseros.

Ellos le preguntaron por qué.

—No sé si ya lo sabéis —dijo untando mantequilla a un panecillo—, pero la casa Bramford tiene muy mala fama desde principios de siglo.

Alzó la mirada, vio que no lo sabían y prosiguió (tenía una cara ancha y reluciente, ojos azules que miraban entusiasmados, y algunos mechones de cabello negro humedecido peinados a través de su cuero cabelludo).

—Además de Isadora Duncan y Theodore Dreiser —explicó—, la casa Bramford ha albergado a gran número de personajes mucho menos atractivos. Ahí es donde las hermanas Trench realizaron sus pequeños experimentos sobre dieta, y donde Keith Kennedy celebraba sus reuniones. Adrián Marcato vivió también allí, lo mismo que Pearl Ames.

—¿Quiénes eran las hermanas Trench? —preguntó Guy.

—¿Quién fue Adrián Marcato? —inquirió Rosemary.

—Las hermanas Trench —explicó Hutch—, fueron dos señoras muy decentes de la época victoriana que, en ocasiones, cometieron actos de canibalismo. Guisaron y se comieron a varios niños, incluyendo a una sobrina.

—¡Qué encanto! —exclamó Guy.

Hutch se volvió hacia Rosemary:

—Adrián Marcato practicó la brujería. Armó una buena hacia 1890 anunciando que había logrado conjurar a Satanás vivo. Mostró un puñado de cabellos y algunas raspaduras de garras, y, por lo visto, hubo gente que le creyó; por lo menos la suficiente para formar una muchedumbre que lo atacó y lo dejó casi muerto en el vestíbulo de la casa Bramford.

—Bromeas —dijo Rosemary.

—Hablo en serio. Pocos años después comenzó el asunto de Keith Kennedy, y hacia los años veinte la casa estaba medio vacía.

Guy manifestó:

—Yo ya estaba enterado de lo de Keith Kennedy y del caso de Pearl Ames; pero no sabía que Adrián Marcato hubiera vivido allí.

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