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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (6 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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¡El dinero! Sí, Calpurnia se lo había entregado para que no cayera en manos de los asesinos.
- Pero el muchacho no se ha ido. Ha buscado la ayuda de Cicerón y está armando alboroto. Antonio tendrá que llegar a un acuerdo con él. Entretanto, parece que en Roma no gobierna nadie.
Antonio hubiera tenido que guardarse de tratar a Octavio con desprecio. Cuanto más joven e insegura es una persona, tanto más se la tiene que halagar.
- ¿O sea que están preocupados por el caos que reina en la ciudad?
- De momento sí -contestó Epafrodito-. Pero ¿y si los asesinos huyen al este y se hacen fuertes allí? Ahí está el peligro.
- ¡Ojalá lo hicieran para que pudiéramos matarlos! -dije yo.
- ¿Con qué? ¿Con las legiones romanas de aquí? ¿Y si ellos asumieran su mando?
- Ya lo he pensado -dije-. Lo que Egipto necesita ahora es una flota poderosa. Tengo que empezarla a construir cuanto antes, porque compruebo que las arcas del tesoro lo permiten.
Epafrodito sonrió, complacido y asombrado.
- Muy bien.
- Quiero reunirme muy pronto contigo para hablar de la cuestión de la madera. Sé que mantienes tratos con los sirios.
- En efecto.
Qué enigmático me parecía aquel hombre tan cultivado, ingenioso y rebosante de energía, con sus dos nombres en lugar de uno.
- Te veo muy desanimada, señora -me dijo-. Perdóname que te hable sin que me preguntes. ¿Puedo ayudarte en algo?
Me quedé tan sorprendida que no pude evitar que una expresión de sorpresa se dibujara en mi rostro. Pero al mismo tiempo me sentí agradecida.
- No, a menos que puedas retroceder en el tiempo y borrar los acontecimientos que ya han ocurrido.
Lo dije en un suave tono nostálgico.
- Eso supera la capacidad de un hombre -dijo-. Sólo Dios podría hacerlo, y no lo hace. Pero nos proporciona consuelo. Nuestras escrituras están llenas de las preguntas que le hacemos, y él nos contesta con versículos. La traición, la pérdida… todo está allí.
- Enséñame -le dije, sintiéndome como una niña en presencia de un preceptor especialmente erudito.
- En nuestro principal libro de poemas hay uno que dice: «Mis enemigos hablan mal de mí. ¿Cuándo morirá y perecerá su nombre? Todos los que me odian murmuran contra mí: contra mí traman mi ruma. Sí, mi propio amigo en quien yo confiaba, el que comía mi pan, ha levantado el talón contra mí.»
Sí, eso era exactamente lo que había ocurrido con César y su «amigo».
- «Pues no fue un enemigo el que me hizo reproches; eso lo hubiera soportado. Fuiste tú, mi igual, mi guía y el amigo de mi corazón.»
¡El odioso Décimo, su pariente, uno de los herederos de César que lo había convencido para que saliera de su casa y se dirigiera al Senado!
- Tengo que conocer vuestro libro sagrado -dije-. Me parece que contiene mucha humanidad. Puede aliviar el dolor, reconociendo su existencia. No como los filósofos que pretendían negarlo, o trataban de evitarlo aconsejando a los hombres que cuando abrazaran a sus esposas pensaran que éstas iban a morir para que, cuando murieran, no tuvieran la sensación de haber perdido algo.
- Nosotros también lamentamos mucho perder a César -dijo Epafrodito-. Pasará mucho tiempo antes de que los judíos puedan volver a contar con un hombre como él entre sus amigos.
Sí, recordaba a los judíos que habían guardado luto durante varios días en el lugar del funeral.
- Confirmó nuestro derecho al libre ejercicio de nuestra religión, incluyendo el de enviar el impuesto anual del Templo desde otros países sin que nadie nos lo impidiera, nos devolvió el puerto de Joppe que Pompeyo nos había arrebatado, acabó con la abominable costumbre de los impuestos, que nos desangraban, y nos eximió del servicio en el ejército, porque nos hubiera obligado a quebrantar nuestros preceptos dietéticos y a trabajar en sábado. Sí, era nuestro amigo. Perdimos a nuestro defensor, igual que tú.
- A lo mejor fue bueno con vosotros porque intuyó que vosotros lo valorabais -dije. César era consciente de que casi ninguno de sus gestos era apreciado. Me consolaba saber que otros se sentían afligidos y apenados por la horrible pérdida-. ¿Qué ocurrirá ahora con Judea? -pregunté.
- Eso dependerá de quien suceda a César en Roma -contestó-, y del éxito que tenga el joven Herodes en su intento de burlar a sus enemigos de Judea. Antonio y él son viejos amigos desde la campaña de Gabinio para devolver el trono a tu padre. Herodes le proporcionó tropas y pertrechos. ¿Ayudaría ahora a los asesinos si éstos se dirigieran a Oriente y se lo pidieran? Es difícil saberlo. Es un joven muy inteligente, pero la política de supervivencia en aquella región va a ser muy delicada. -Hizo una pausa-. Personalmente, prefiero a Heredes que a sus rivales porque es el único que tiene el sentido común suficiente como para comprender que un país gobernado por fanáticos está abocado a la ruina. Pero los demás… -Epafrodito sacudió la cabeza-. No descansarán hasta conseguir que Judea acabe totalmente sojuzgada y aplastada.
- Me parece extraño gobernar un país con criterios religiosos -dije.
No acertaba a imaginar que la mayor disputa del país pudiera ser la de Zeus contra Serapis o contra Cibeles.
- Nosotros somos distintos -dijo-. Por eso siempre es tan difícil predecir lo que nos va a ocurrir a la corta o a la larga.
El viento empezó a agitar las cortinas que separaban la estancia de la terraza. Fuera, las doradas lámparas de las casas se estaban apagando. Ya era tarde, y la gente se había retirado a descansar. Hubiera tenido que dejar que Epafrodito regresara a su casa. Me había hecho un favor visitándome en privado para comunicarme las noticias de Roma, pero los horarios de trabajo ya habían terminado. Sin embargo, todos los comentarios que me hacía despertaban mi curiosidad y me inducían a hacerle nuevas preguntas.
- Mardo me dijo casi de pasada que intentáis predecir vuestro futuro, que tenéis unos libros de profecías y esperáis la venida de un libertador o mesías. ¿Eso qué significa?
Me miró con cierta turbación.
- Las escrituras sagradas de un pueblo pueden causar hilaridad cuando se recitan a un incrédulo.
- No, yo tengo verdadero interés en saberlo.
- A lo largo del tiempo nuestras creencias han ido cambiando -contestó-. Al principio no creíamos en el más allá, teníamos nuestra propia versión del Hades, el
Sheol,
un lugar oscuro y lúgubre en el que las sombras vagaban sin rumbo. Tampoco creíamos que las edades fueran una historia que avanzara hacia un fin predestinado. Pero algunos de nuestros escritores están empezado a creer en la vida después de la muerte, en la supervivencia del alma, y también del cuerpo, y se hallan convencidos de que los acontecimientos conducirán a un gran cambio. El autor de este cambio será el Mesías.
- Pero ¿quién es este Mesías? ¿Es un rey? ¿Es un sacerdote?
- Eso depende de la profecía que leas. Zacarías, uno de nuestros profetas, se refiere a dos mesías… uno de ellos sería un sacerdote y otro un príncipe de la estirpe de nuestro gran rey David. Daniel lo llama el Hijo del Hombre y dice que sólo habrá uno.
- Pero ¿qué es lo que hará?
- En un sentido o en otro, dará paso a una nueva era.
- ¿Una nueva era?
- Una era de purificación y de juicio, seguida de una edad de oro de paz y prosperidad.
Paz y prosperidad. Eso es lo que ahora teníamos en Egipto… con el permiso de Roma.
- Eso es lo que yo deseo para mi país y mi pueblo. -Le miré fijamente-. ¿Tú crees en estas profecías?
Me miró sonriendo.
- No me preocupo por ellas. He descubierto que cuando tienes asuntos cotidianos apremiantes, los sueños sobre lo que puede ocurrir tienden a desvanecerse. No es que no crea en ellas, simplemente no las necesito. No responden a ninguna carencia de mi vida.
- También hay algunas profecías que se refieren a una salvadora -dije.
- Ah, ya comprendo -me dijo con una sonrisa en los labios-. ¿Te preguntas acaso si no serás tú sin saberlo?
- No, pero no sé si algunos me ven así.
Reflexionó un instante.
- Es posible, pero tendrías que estudiar tú misma las escrituras. Yo no estoy familiarizado con ellas. Lancé un suspiro.
- Hay varios escritos dispersos. Sé que uno se llama el Oráculo del Pretor Loco, otro el Oráculo de Histaspes, y otro el Oráculo del Alfarero. Y hay varios de distintas sibilas. Pediré que me los copien en la Biblioteca y los estudiaré.
- Si los examinas con detenimiento, seguro que te verás reflejada en ellos -me advirtió-. Así son las profecías. Se dilatan y se contraen, y siempre encajan con la situación que se tiene más a mano. Lo mismo ocurre con los adivinos y los astrólogos.
- ¿Tampoco crees en ellos?
- Es posible que tengan ciertos conocimientos, por supuesto. El hecho de que a veces puedan ser parciales y te induzcan deliberadamente a error los convierte en peligrosos. Por eso nuestro Dios nos prohibió mantener tratos con ellos. Según Moisés, Dios nos dijo: «No practiquéis la adivinación ni la brujería. No recurráis a los magos ni busquéis a los espiritistas, porque seréis profanados por ellos.»
Pensé en todos los astrólogos y adivinos de mi corte. Afortunadamente no estaba obligada a seguir a aquel Moisés. De pronto me vino a la mente un recuerdo.
- ¿No es este Moisés el que os sacó de Egipto? Alguien me dijo que os había prohibido terminantemente regresar. ¿Por qué estáis aquí todos los judíos de Alejandría? Me parece que obedecéis en la cuestión de los astrólogos, pero no en la de Egipto.
Soltó una carcajada.
- Mira, si quisiera buscarle tres pies al gato como hacen algunos de nuestros legalistas, podría argumentar diciendo que Alejandría no está «en» Egipto… se llama
Alexandria ad Aegyptum,
es decir, Alejandría «de» Egipto. Pero estas argumentaciones me parecen empalagosas y aburridas. Lo realmente cierto es que hemos desobedecido, como acostumbramos hacer.
- Como todos los súbditos -dije riéndome-. Tengo que considerarme afortunada por el hecho de que mis súbditos no hayan sido tan rebeldes como tu pueblo.
- En efecto. -Epafrodito inclinó la cabeza-. Majestad…
- Sí, ya sé. Es muy tarde y te he entretenido demasiado. Una mala recompensa por tu diligencia en venir a verme a una hora tan tardía. Puedes retirarte.
Se despidió visiblemente aliviado. Cuando se hubo ido permanecí un buen rato contemplando mi ciudad dormida a través de la ventana. ¿Habría algo de verdad en aquellas profecías? ¿Qué decían?
Mientras me tendía para descansar, me di cuenta de que Epafrodito tenía razón: la idea era peligrosamente atractiva, tanto para el gobernante como para el pueblo. Pero, aun así, quería echarles un vistazo.
36
Un día seguía a otro día en el esplendor de la canícula mientras yo revisaba todas las cuentas, libros mayores e informes que se habían acumulado durante mi ausencia. Era el mes egipcio de Epeiph y el mes de Quintilis, ahora oficialmente llamado Julio en el calendario romano.
Por lo que me decían mis informadores -para entonces ya había conseguido colocar a unos cuantos en Roma-, Bruto estaba furioso. Se había visto obligado a permanecer lejos de Roma por su propia segundad, y los
Ludi Apollinares,
los juegos que en su calidad de pretor estaba obligado a presidir, se celebrarían justo en mitad de aquel mes al que acababan de cambiar el nombre. Los honores serían para César, pero el precio lo pagaría Bruto.
Después me enteré de que Octavio, al parecer en un intento de invalidar los esfuerzos de Bruto, pensaba celebrar inmediatamente después unos Juegos para conmemorar las victorias de César -los
Ludi Victoriae Caesaris- y
él mismo correría con los gastos para demostrar el amor de su «padre» por el pueblo. Con ello demostraría también su propia lealtad, pues los funcionarios encargados de organizarlos eran demasiado cobardes como para atreverse a hacerlo.
Pero antes de que me llegaran los informes sobre ambas tandas de juegos, sufrí otra desgracia. Perdí el hijo que esperaba, el último legado de César.
Los detalles fueron los mismos que en el parto de Cesarión, sólo que el tamaño del niño era demasiado pequeño para que pudiera vivir… se encontraba tan sólo a medio camino de su fecha normal de nacimiento. Me vi obligada a permanecer en cama y me administraron poleo y tragos de vino tinto. Pero no era mi cuerpo el que necesitaba cuidados sino mi espíritu.
Adiós y adiós, pensé, apretando con fuerza el medallón que colgaba alrededor de mi cuello. Ahora jamás habrá ninguna novedad entre nosotros; nuestra vida juntos ha quedado petrificada en el pasado. Perdido, perdido y perdido, me repetía una y otra vez, tendida en la cama, y cada palabra era como un martillazo en el alma. Perdido para siempre.
Todo el mundo fue muy amable conmigo y estuvo pendiente de mí en todo momento. Carmiana e Iras se anticipaban a todos mis deseos, Mardo me distraía con sus bromas y acertijos, Tolomeo escribía relatos y se empeñaba en leérmelos, y Epafrodito me hizo copiar algunas de sus sagradas escrituras. Todas se referían a las pérdidas y a la fortaleza de espíritu.
Me gustó especialmente una que decía: «Así dice el Señor. Se oyó una voz en Rama, lamentos y amargo llanto; es Raquel que llora a sus hijos y no quiere ser consolada por sus hijos, pues ya no existen.» «Pues ya no existen»… palabras tristes y pensamientos tristes, pero muy verdaderos.
Las noches eran muy calurosas y me asfixiaba en mi cámara. Sacaron mi lecho a la terraza donde soplaban las brisas. Permanecía tendida, contemplando la bóveda negroazulada que se curvaba por encima de mi cabeza, pensando en la creencia egipcia de que cada noche la diosa Nut se estiraba de este a oeste y se tragaba el sol, el cual atravesaba su cuerpo y renacía cada amanecer. Siempre se la representaba en tonos dorados, recostada sobre un aterciopelado cielo azul oscuro.
Era una ficción artística. Las estrellas no eran doradas sino de un frío y vivísimo color blanco, y el cielo parecía de tinta. Las noches en que dormí en la terraza tampoco brilló la luna.
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