La seducción de Marco Antonio (16 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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El río se fue ensanchando hasta convertirse en un lago. Les dije a los Cupidos que llamaran al capitán, y cuando éste entró en mi pabellón le ordené anclar en el centro del lago en lugar de amarrar la embarcación en el muelle.
- No bajaremos a tierra -dije-. No pondremos los pies en Tarso hasta que nos tributen honores aquí en el barco.
Desde el lugar donde permanecía recostada, vi que la muchedumbre se iba congregando en los muelles. Alguien lanzó al agua una pequeña embarcación y ésta se acercó a nosotros, remando velozmente. Estaba llena de oficiales romanos. Uno de ellos se puso de pie y empezó a hacer señas.
- Ve a ver qué quieren -le dije a mi criado.
Éste se acercó a la barandilla y se inclinó para hablar con ellos. Los hombres de la barca se ponían de pie y estiraban el cuello en su afán por ver lo que había a bordo, haciendo que la embarcación se balanceara peligrosamente.
El criado regresó diciendo:
- El oficial de Antonio pregunta qué y quién se ha acercado.
Reflexioné un instante.
- Puedes decirle que ha venido Afrodita para solazarse con Dioniso por el bien de Asia. -Al ver la expresión de asombro de su rostro, me apresuré a añadir-: Y procura no reírte cuando se lo digas. Tienes que hablar con gran solemnidad.
El criado cumplió mis órdenes y observé que los incrédulos romanos no sabían qué contestar. Al final regresó.
- Dice que el nobilísimo Antonio te invita a cenar con él esta noche en un banquete de bienvenida.
- Dile que no deseo bajar a Tarso, y que el nobilísimo Antonio y sus hombres, junto con los principales ciudadanos de la ciudad, tendrían que ser mis invitados esta noche a bordo del barco.
Nuevos intercambios de frases. El criado regresó para decirme que aquella noche Antonio tenía que presidir el tribunal en la plaza de la ciudad y que esperaba que yo bajara a tierra y le presentara mis respetos.
Solté una carcajada.
- Debe de estar solo en el estrado -dije-, porque toda la ciudad se encuentra en los muelles. -Hice una pausa-. Repite mi mensaje: él tiene que subir primero a bordo.
El mensaje fue transmitido, y la embarcación se alejó remando hacia el muelle.
- Y ahora, mi querido amigo -dije-, que se empiece a preparar el banquete.
Mientras cocían la comida y preparaban la sala de los banquetes, el barco cruzó lentamente el lago. Cuando llegamos al muelle, ya estaba anocheciendo y nos encontrábamos envueltos por una densa bruma azul morada que se mezclaba con la nube del incienso. Se encendieron las antorchas y la irrealidad del día cedió el paso a la irrealidad de la noche.
Ya era noche cerrada cuando un alboroto en los muelles me hizo comprender que los invitados se estaban acercando. Era un cortejo encabezado por un hombre al que acompañaban unos cantores y unos hombres con antorchas. Le seguía una fila de compañeros mientras la muchedumbre se agitaba a ambos lados presa de una incontenible emoción. Yo permanecí sentada para no estropear mi estudiada postura bajo el dosel, aunque me moría de ganas de saber quién se estaba acercando.
Subieron por la adornada plancha; oí las fuertes pisadas de sus botas y el crujido de la madera de la cubierta bajo su peso. El primero en subir a bordo fue un legado romano, seguido por un oficial y un ayudante. Los tres contemplaron admirados las luces de los aparejos, los esclavos disfrazados, las sirenas, las ninfas y los Cupidos que los saludaban con gestos de bienvenida. Otros oficiales subieron detrás de ellos a cubierta.
¿Dónde estaba Antonio? ¿Habría optado por permanecer en tierra para no dar su brazo a torcer? César hubiera… ¿o quizá no?
Justo en aquel momento subió a la cubierta y se detuvo en seco, mirándome sin decir nada. Incluso parpadeó una vez antes de echarse la capa sobre el hombro y acercarse.
Se detuvo delante de mí y contempló el lugar donde yo permanecía acostada sobre una camilla cubierta de almohadones.
Durante unos instantes permanecimos en silencio, mirándonos con semblante inexpresivo.
Yo lucía un collar de gruesas perlas, y detrás de sus vueltas el colgante que jamás me quitaba. Dos gigantescas perlas de las más grandes que jamás hubieran encontrado los buceadores adornaban los lóbulos de mis orejas, y el rizado cabello me caía suelto sobre los hombros. Mis pies, calzados con sandalias con incrustaciones de esmeraldas, estaban ocultos bajo la orla de mi túnica mientras yo permanecía recostada, apoyando el peso del cuerpo en un codo. Sus ojos pasaron de las perlas a mi cabello y a la orla de mi túnica, antes de regresar nuevamente al rostro.
- «Inmortal Afrodita, sentada en tu trono labrado» -me dijo por fin.
¡O sea que conocía los versos de Safo! Pues muy bien, ahora yo le citaría a Eurípides.
- «Soy Dioniso, soy Baco. Vine a Grecia, a Tebas, la primera ciudad griega que ha lanzado gritos de éxtasis por mí, la primera cuyas mujeres yo he vestido con pieles de cervatos y en cuyas manos he depositado mi lanza de hiedra, el “tirso”.»
Miró a su alrededor, con las manos extendidas.
- Me parece que he olvidado el tirso -dijo, soltando una carcajada-. ¡Cayo, vuelve al cuartel general y tráemelo!
- Esta noche no lo vas a necesitar -le dije. Alargué la mano; él se inclinó para tomarla y me ayudó a levantarme-. Bienvenido, Marco Antonio.
- Soy yo quien debe darte la bienvenida a ti. -Sacudió la cabeza, contemplando las jarcias. Las constelaciones de luces que bajaban colgadas de unas cuerdas de seda flotaban mágicamente por encima de su cabeza-. Tienes todo el Zodiaco reunido -añadió, asombrado y ligeramente perplejo.
- Ya conoces a nuestros astrónomos alejandrinos -dije-. Nos sentimos a nuestras anchas con las estrellas.
- Sí, por supuesto. Vuestros conocimientos son legendarios. -Se volvió hacia sus hombres-. Bienvenidos a Egipto -añadió.
- Eso lo tengo que decir yo -repliqué.
- Pues dilo.
Les hice una indicación a mis músicos y éstos interpretaron una composición de bienvenida.
- Os saludamos y os damos la bienvenida -dije, dirigiéndome a todos los componentes del grupo.
Los servidores empezaron a distribuir copas de oro llenas de vino. Antonio aceptó la suya y tomó un sorbo con gesto de aprobación. Sus fuertes dedos acariciaron las incrustaciones de piedras preciosas de la copa.
- Me complace mucho verte -dije-. Ha transcurrido mucho tiempo.
- Tres años, cinco meses y unos diez días -replicó.
Lo miré asombrada. Debía de haberle dicho a su escriba que lo calculara, la primera vez que se enojó conmigo a causa de mi negativa a ir a verle.
- ¿De veras?
Yo no recordaba la fecha de nuestro último encuentro; apenas si recordaba la de mi partida de Roma.
- A no ser que mi secretario no sepa contar -dijo, pasándose una mano por el cabello-. Me parece que también me he dejado la corona de hiedra. ¡Me siento desnudo sin ella! -Su sonrisa se desvaneció de sus labios-. Me alegro de verte. Tienes un aspecto espléndido. Los años han sido benévolos contigo.
Solté una nostálgica carcajada.
- ¡Lo digo en serio! -añadió.
¿Y él cómo estaba? El denodado esfuerzo que había tenido que hacer le había conferido una apariencia más dura y autoritaria. Pero su prestancia se mantenía inalterada y hasta es posible que incluso hubiera aumentado.
- Te lo agradezco. -Me resultaba sorprendentemente difícil hablar con él. Ya no podíamos gastarnos bromas-. Yo no ayudé a Casio -le dije, pensando que tendríamos que hablar en seno-. Seguramente sabes que él se apoderó de las legiones que yo envíe a Dolabela.
- Sí, lo sé muy bien.
- Y también sabrás que hice todo lo que pude por enviarte barcos. ¡Debo añadir que me costó una fortuna!
- Sí, lo sé.
¿Por qué razón repetía constantemente lo mismo?
- Pues entonces, ¿por qué me acusas de haber actuado contra ti?
- La situación era confusa, y la información que recibíamos muy contradictoria. Quería que tú me explicaras qué había ocurrido exactamente. A fin de cuentas, tú estabas en Oriente en una posición privilegiada y sabes mejor que nosotros lo que ocurrió.
- Eso no es lo que me decías en tu carta.
Levantó las manos, y justo en ese momento un servidor tomó su copa vacía y la sustituyó por otra llena. Antonio tomó un buen trago antes de contestar.
- Perdóname -me dijo con una cautivadora sonrisa-. Fue una equivocación por mi parte.
Todo aquello me parecía demasiado sencillo.
- Te perdono -dije sonriendo-. El tono que empleabas en la carta me parecía increíble. Yo pensaba que éramos amigos.
- Por supuesto que somos amigos -dijo.
Tomó otro sorbo y apuró el contenido de la copa. Inmediatamente le ofrecieron otra.
- Ven, amigo mío -le dije-. Vamos a sentarnos a cenar.
Bajamos a la sala de los banquetes, donde nos esperaban doce triclinios con unas mesas ya preparadas para los comensales. Antonio se sentaría en el lugar de honor de cara a mí, en el triclinio de al lado.
Un servidor le puso una corona de flores.
- Ésta será tu corona esta noche -le dije.
Su aspecto no era precisamente el de un soldado.
- Vaya -dijo-. Ahora hasta llevo una corona.
- ¿Te gustaría?
Me miró sonriendo.
- No caeré en esta trampa -contestó-. Las palabras tienen la virtud de regresar en los momentos menos oportunos.
Lo cual significaba que le hubiera gustado ceñir una corona. Bueno, no había en todo el mundo nadie capaz de rechazar una corona en caso de que se la ofrecieran, salvo algunos republicanos… Pero con la muerte de Bruto habían perdido a su jefe.
- La batalla de Filipos… He dado infinitas gracias a los dioses por ella. Ahora tengo que darte directamente las gracias a ti, que fuiste su artífice. Mi eterna gratitud, Antonio. Jamás te lo podré pagar.
Estaban empezando a servir el primer plato, y tanto los romanos como los tarsenses comentaban en voz baja las excelencias de la liebre ahumada del desierto libio, las ostras aderezadas con algas, los blancos pastelillos elaborados con la mejor harina de Egipto y las trémulas jaleas de zumo de granada endulzado con miel y dátiles de Derr. A medida que fue creciendo el volumen de los murmullos, me resultó más fácil hablar en privado con Antonio.
- Nuestro César -dijo-. Entonces lloramos su desgracia y ahora exultamos de gozo porque ha sido vengado.
- Fuiste tú quien dio la vuelta a la situación durante el funeral. Jamás podré olvidar aquella noche.
- Yo tampoco. -Antonio empezó a comer, regando los exquisitos manjares con grandes tragos de vino-. Pero ahora tenemos que seguir adelante. Estoy empeñado en llevar a cabo la campaña de la Partia, que él se vio obligado a abandonar en vísperas de su comienzo. Utilizaré las mismas lanzas y los mismos escudos que él tenía preparados. Están todavía en Macedonia.
- Pero eso no se hará este año -dije en tono de pregunta.
- No, habrá que esperar un poco. Todavía hay que resolver muchas cuestiones aquí en Oriente.
Los platos del banquete iban saliendo sin cesar de la cocina mientras los músicos y los danzarines entretenían a los comensales. Al final llegó el momento de retirarse. Antonio fue el primero en levantarse.
- Mañana por la noche tienes que cenar conmigo -me dijo-. No podré competir con lo que tú nos has ofrecido, pero… -se rió muy quedo- tienes que concederme la oportunidad de intentar corresponder. -Hizo una seña a sus hombres-. Vamos, ya es la hora.
- Espera -le dije-. Quiero regalaros todos los triclinios sobre los que os habéis recostado esta noche, y tus hombres podrán llevarse todas las piezas de la vajilla de oro que han utilizado para cenar.
Me miraron asombrados.
- Sí, como prenda de mi consideración hacia vosotros -dije en tono indiferente-. Vuestra compañía ha sido muy agradable.
Los hombres tomaron las piezas como el que no quiere la cosa, procurando disimular su avidez.
- No tendréis que molestaros en llevarlas -dije-. Mis criados os acompañarán a casa con antorchas y acarrearán los regalos.
Antonio me miró fijamente.
- Tú también -dije-. Pero tú necesitas algo más que eso como invitado de honor y comandante supremo de Asia. Toma. -Me quité el impresionante collar de perlas y se lo ofrecí-. Te ruego que lo aceptes como prueba de la estima de la Reina de Egipto por tu persona.
Las perlas se desbordaron de sus manos.
Más tarde, sentada en mi camarote, todo me pareció sobrenaturalmente silencioso después de la fiesta. La velada había sido un éxito. Los comentarios se extenderían por todas partes y las bellezas de nuestra mítica embarcación se describirían en muchas lenguas. En cuanto a Antonio, contaría las perlas y se quedaría asombrado. Me quité los pendientes y las pulseras de oro macizo y lo guardé todo en un joyero. Estiré los pies descalzos para relajarme. Me parecía increíble que el festín hubiera concluido. Había tardado varias semanas en planearlo y me había costado tanto como un pequeño palacio. Sólo el olíbano… sacudí la cabeza. Había mandado que lo usaran como si fuera leña para dar la impresión, junto con todo lo demás, de lujo, riqueza y poder. Necesitaba hacer una declaración dirigida a toda Asia: Egipto es poderoso.
En ese preciso momento llamaron tímidamente a mi puerta.
- Abrid -dije.
- Majestad. -Un soldado abrió la puerta e inclinó la cabeza-. Una visita. -El soldado se retiró, dando paso a otra persona.
No podía dar crédito a mis ojos: era Antonio, de pie en la puerta de mi camarote. Se apoyaba con ambos brazos en las jambas de la puerta. ¿Estaría enfermo? ¿Borracho tal vez? Sin embargo, me había parecido que se hallaba bien cuando se retiró con su séquito.
Me levanté.
- ¿Qué ocurre? -pregunté, estudiando su rostro.
Su expresión no me dijo nada.
- Veo que he tardado demasiado en regresar -me contestó-. Te veré en otro momento.
Al retroceder observé que estaba… no borracho pero sí alterado por el vino.

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