La sangre de los elfos (41 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La sangre de los elfos
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Aquello Ciri no lo recordaba. Todo era fragmentario, se esfumaba entre las tinieblas y el humo. Recordaba el asedio, la despedida de la reina Calanthe, su abuela, recordaba a los barones y caballeros, que la alejaban por la fuerza de la cama en la que descansaba la Leona de Cintra, herida y moribunda. Recordaba la loca huida a través de las calles ardientes, la lucha sangrienta, la caída del caballo. Recordaba al jinete negro del yelmo adornado con las alas de un ave de rapiña.

Y nada más.

—No me acuerdo. De verdad no me acuerdo, doña Yennefer.

Yennefer no insistía. Hacía otras preguntas. Lo hacía con delicadeza y tacto, y Ciri se sentía cada vez más libre. Por fin comenzó a hablar por propia iniciativa. Sin esperar a las preguntas, hablaba de sus años de infancia en Cintra y en las islas de Skellige. De cómo se enteró del Derecho de la Sorpresa y de cómo la sentencia de la fortuna había hecho de ella el destino de Geralt de Rivia, el brujo de los cabellos blancos. Le habló de la guerra. De los vagabundeos por los bosques de los Tras Ríos, de su estancia entre los druidas de Angren y del tiempo que pasó en la aldea. De cómo Geralt la encontró allí y se la llevó a Kaer Morhen, a la Residencia de los Brujos, abriendo un nuevo capítulo en su corta vida.

Alguna tarde, sin que le preguntaran, de propia iniciativa, con naturalidad, vivamente y coloreándolo mucho, habló acerca de su primer encuentro con el brujo, en el bosque de Brokilón, entre las dríadas que la habían raptado y querían retenerla por la fuerza, convertirla en una de las suyas.

—¡Ja! —dijo Yennefer al escuchar la narración—. Daría mucho por poder verlo. Me refiero a Geralt. ¡Intento imaginarme su cara entonces, en Brokilón, cuando viera qué Sorpresa le había hecho el destino! Porque seguro que puso una cara extraordinaria cuando se enteró de quién eras.

Ciri se reía a carcajadas, en sus ojos esmeraldas ardía un fueguecillo diabólico.

—¡Ay, claro! —bufó—. ¡Puso una cara! ¡Vaya cara! ¿Quieres verla? Te la voy a enseñar. ¡Mírame a mí!

Yennefer estalló en risas.

 

Esa risa,
pensó Ciri, mirando a la bandada de pájaros negros que volaba hacia el este.
Esa risa compartida y sincera, nos unió de verdad, a ella y a mí. Comprendimos, ella y yo, que podemos reír en común, hablar de él. De Geralt. De pronto, las dos nos sentimos más cerca, aunque bien sabía yo que Geralt nos une y nos separa al mismo tiempo y que siempre será así.

Nos acercó esa risa compartida
.

Y lo que sucedió dos días más tarde. En el bosque, en las colinas. Me mostró entonces cómo encontrar
...

 

—No entiendo para qué tengo que buscar esas... Otra vez me he olvidado de cómo se llaman...

—Intersecciones —apuntó Yennefer, mientras se arrancaba las bardanas que se le habían pegado a las mangas al atravesar los matorrales—. Te enseñaré cómo encontrarlas porque son lugares de donde se puede extraer la fuerza.

—¡Pues si yo ya sé extraer fuerzas! Y tú misma me has enseñado que la fuerza está por todos lados. Entonces, ¿por qué andurreamos por los matojos? ¡En el santuario hay montones de energía!

—Cierto, allí hay mucha. Precisamente por eso construyeron el santuario allí y no en otro lugar. Y por eso también en el terreno del santuario te parece que la extracción es tan fácil.

—¡Ya me duelen los pies! Nos sentamos un momento, ¿vale?

—Vale, feúcha.

—¿Doña Yennefer?

—Dime.

—¿Por qué siempre extraemos fuerza de las venas de agua? Pues si la energía mágica está en todas partes. Está en la tierra, ¿verdad? ¿En el aire, en el fuego?

—Verdad.

—Y la tierra... Oh, hay tierra por todos lados. Bajo los pies. ¡Y hay aire por todos lados! Y si queremos fuego, pues basta con encender una hoguera...

—Todavía eres demasiado débil para sacar energía de la tierra. Sabes demasiado poco para que fueras capaz de sacar algo del aire. ¡Y te prohíbo absolutamente jugar con el fuego! ¡Ya te he dicho que en ningún caso debes tocar la energía del fuego!

—No grites. Me acuerdo.

Estaban sentadas en silencio sobre un tronco caído y seco, escuchaban el viento que susurraba en las copas de los árboles, escuchaban un pájaro carpintero que picoteaba con saña en algún lugar cercano. Ciri tenía hambre y la saliva se le condensaba por la sed, aunque sabía que de nada serviría quejarse. Antes, hacía un mes, Yennefer reaccionaba a tales quejas con una seca lección acerca del arte de controlar los instintos primitivos, ahora la despachaba únicamente con un silencio despreciativo. Las protestas tenían tan poco sentido y daban tan pocos resultados como los enfados por que la llamase "feúcha".

La hechicera se quitó de las mangas la última bardana.
Ahora preguntará algo,
pensó Ciri, la oigo pensar.
De nuevo preguntará acerca de algo de lo que no me acuerdo o de lo que no me quiero acordar. No, esto no tiene sentido. No responderé. Aquello es el pasado, no se puede volver al pasado. Ella misma me lo dijo un día..
.

—Háblame de tus padres, Ciri.

—No los recuerdo, doña Yennefer...

—Haz memoria. Por favor.

—A papá de verdad que no lo recuerdo... —dijo en voz baja, obedeciendo las órdenes—. Sólo... Casi nada. A mamá... A mamá sí. Tenía los cabellos largos, oh, así... y siempre estaba triste... Recuerdo... No, no recuerdo nada...

—Haz memoria, por favor.

—¡No me acuerdo!

—Mira a mi estrella.

Chillaban las gaviotas que se lanzaban en picado entre los barcos de pescadores, atrapaban los desperdicios y los peces pequeños que se tiraban de las cajas. El viento hacía palpitar levemente las velas plegadas de los drakkars, sobre el muelle serpenteaba una sofocada llovizna de humo. Al puerto arribaban trirremes de Cintra, brillaba el león dorado sobre los pabellones azules. El tío Crach, que estaba a su lado y tenía sobre su hombro una mano grande como la garra de un oso, se puso de pronto sobre una rodilla. Los guerreros puestos en filas golpearon rítmicamente con la espada sobre el escudo.

Atravesando el puente se acercaba a ellos la reina Calanthe. Su abuela. Aquélla a la que en las islas de Skellige se llamaba oficialmente Ard Rhena, la Más Alta Reina. Pero el tío Crach an Craite, yarl de Skellige, todavía arrodillado y con la cabeza baja, saludó a la Leona de Cintra con un título menos oficial pero que el isleño consideraba más respetuoso.

—Sé bienvenida, Modron.

—Princesa —dijo Calanthe con una voz fría y autoritaria, sin mirar al yarl—. Ven conmigo. Ven aquí, Ciri.

La mano de la abuela era fuerte y dura como la mano de un hombre, el anillo en ella frío como el hielo.

—¿Dónde está Eist?

—El rey... —Crach tartamudeó—. Está en el mar, Modron. Busca los restos del naufragio... Y los cuerpos. Desde ayer...

—¿Cómo pudo permitirles esto? —gritó la reina—. ¿Cómo pudo dejarles hacerlo?

¿Cómo pudiste tú permitirlo, Crach? ¡Eres el yarl de Skellige! ¡Ningún drakkar tiene derecho a salir al mar sin tu permiso! ¿Por qué se lo permitiste, Crach?

El tío bajó todavía más la cabeza.

—¡Los caballos! —dijo Calanthe—. Vamos al fuerte. Y partiré mañana por la mañana. Me llevo a la princesa a Cintra. Nunca más le permitiré volver aquí. Y tú... Tú tienes conmigo una deuda tremenda, Crach. Algún día exigiré que me la pagues.

—Lo sé, Modron.

—Si yo no alcanzo a recordártelo, lo hará ella. —Calanthe miró a Ciri—. Le pagarás tu deuda a ella, yarl. Sabes en qué modo.

Crach an Craite se levantó, se enderezó, los rasgos de su rostro tostado se endurecieron. Con un rápido movimiento sacó de una vaina carente de adornos una simple espada de acero, se dejó al descubierto el antebrazo izquierdo, que estaba marcado con gruesas cicatrices blancas.

—Sin gestos teatrales —escupió la reina—. Ahorra sangre. Te he dicho algún día.

¡Recuérdalo!

—¡Aen me Gláeddyv, zvaere a'Bloedgeas, Ard Rhena, Lionors aep Xintra! — Crach an Creite, yarl de las islas de Skellige, alzó la mano, agitó la espada. Los guerreros aullaron con voz ronca, golpearon las armas contra los escudos.

—Acepto el juramento. Llévanos al fuerte, yarl.

Ciri recordaba el regreso del rey Eist, su rostro pálido y petrificado. Y el silencio de la reina. Recordaba el banquete terrible, siniestro, en el que los salvajes y barbados lobos de mar de Skellige se emborracharon lentamente en medio de un inquietante silencio. Recordaba los susurros. Geas Muire... ¡Geas Muire!

Recordaba los chorros de cerveza negra derramados sobre el suelo, los cuernos estrellados contra las paredes de piedra de la sala en estallidos de rabia desesperada, impotente y sin sentido. ¡Geas Muire! ¡Pavetta!

Pavetta, reina de Cintra y su marido, el príncipe Duny. Los padres de Ciri. Perdidos. Desaparecidos. Los mató el Geas Muire, la Maldición del Mar. Se los tragó una tormenta que nadie había previsto. Una tormenta que no tenía que haber existido...

Ciri volvió la cabeza para que Yennefer no viera las lágrimas que le llenaban los ojos
. Para qué todo esto. Para qué estas preguntas, estos recuerdos. No se puede volver al pasado. No tengo ya a ninguno de ellos. Ni a papá, ni a mamá, ni a la abuela, a aquélla que era Ard Rhena, Leona de Cintra. Seguramente el tío Crach an Craite también habrá muerto. No tengo ya a nadie y soy otra persona. No se puede volver...

La hechicera callaba, pensativa.

—¿Entonces comenzaron tus sueños? —preguntó de pronto.

—No. —Ciri reflexionó—. No, no entonces. Después.

—¿Cuándo?

La muchacha arrugó la nariz.

—En verano... El anterior... Porque el verano siguiente ya había guerra...

—Ajá. ¿Eso quiere decir que tus sueños comenzaron después del encuentro con Geralt en Brokilón?

Afirmó con la cabeza.
No voy a responder a la siguiente pregunta, decidió
. Pero Yennefer no hizo ninguna pregunta. Se levantó deprisa, miró al sol.

—Bueno, basta de estar sentadas, feúcha. Se va haciendo tarde. Vamos a buscar más allá. La mano suelta por delante de ti, no pongas los dedos en tensión. En marcha.

—¿A dónde tengo que ir? ¿En qué dirección?

—Es igual.

—¿Hay elementos por todas partes?

—Casi. Estás aprendiendo cómo descubrirlos, encontrarlos sobre el terreno, reconocer esos puntos. Los marcan árboles secos, plantas enanas, lugares que son evitados por todos los animales. Excepto los gatos.

—¿Los gatos?

—A los gatos les gusta dormir y descansar en las intersecciones. Hay muchos cuentos acerca de animales mágicos, pero de verdad, aparte de los dragones, los gatos son los únicos seres que saben absorber fuerzas. Nadie sabe para qué los gatos las absorben y cómo las utilizan... ¿Qué pasa?

—Ooooh... ¡Allí, en aquella dirección! ¡Creo que hay algo allí! ¡Detrás de aquel árbol!

—Ciri, no fantasees. Las intersecciones se perciben sólo cuando se está sobre ellas... Humm... Curioso. Diría que extraordinario. ¿De verdad sientes el tirón?

—¡De verdad!

—Vayamos entonces. Interesante, interesante... Venga, localiza. Muestra dónde.

—¡Aquí! ¡En este lugar!

—Bravo. Maravilloso. ¿Percibes cómo se tuerce ligeramente el dedo corazón?

¿Ves como se dobla hacia abajo? Recuerda, ésa es la señal.

—¿Puedo extraerla?

—Espera que la compruebe.

—¿Doña Yennefer? ¿Cómo es eso de extraer? Si tomo para mí la fuerza puede entonces que falte allí, abajo. ¿Debe hacerse? Madre Nenneke nos enseñó que no se debe tomar nada por que sí, por capricho. Incluso se deben dejar las cerezas en los árboles para los pájaros y para que simplemente se caigan.

Yennefer la abrazó, le besó suave los cabellos de las sienes.

—Me gustaría —murmuró— que lo que acabas de decir lo escucharan otros. Vilgefortz, Francesca, Terranova... Ésos que consideran que tienen exclusivo derecho a la fuerza y pueden usar de ella sin límites. Me gustaría que escucharan a esta pequeña y sabia feúcha del santuario de Melitele. No tengas miedo, Ciri. Está bien que pienses así, pero créeme, hay fuerza de sobra. No faltará. Es como si en un jardín enorme arrancaras tan sólo una única cereza.

—¿Puedo extraerla ya?

—Espera. Ojo, es un nido diabólicamente fuerte. ¡Late con fuerza! Cuidado, feúcha. Extrae con cautela y muy, muy despacio.

—¡Yo no tengo miedo! ¡Ja, ja! ¡Yo soy una bruja! ¡Ja! ¡La siento... oooooh!

¡Doña...Ye... nnnne... feeeeer...!

—¡Joder! ¡Te advertí! ¡Te lo dije! ¡Pon la cabeza para arriba! ¡Para arriba, te digo! ¡Aquí tienes, póntelo en la nariz o te llenarás toda de sangre! Tranquila, tranquila, pequeña, no te desmayes. Estoy a tu lado. Estoy a tu lado... hija mía. Sujeta el pañuelo. Ahora crearé hielo...

 

Hubo un gran escándalo por aquel poquillo de sangre. Yennefer y Nenneke no hablaron la una con la otra durante una semana.

Durante una semana Ciri holgazaneó, leyó libros y se aburrió, porque la hechicera había interrumpido las lecciones. La muchacha no la veía durante días enteros: Yennefer se perdía en algún lugar al alba y volvía por la noche, la miraba con extrañeza y se mostraba extrañamente poco parlanchina.

Al cabo de una semana Ciri estaba ya harta. Por la noche, cuando la hechicera volvió, se acercó a ella sin decir una palabra y se abrazaron fuertemente.

Yennefer guardó silencio. Mucho tiempo. No tenía que decir nada. Sus dedos, aferrados a los hombros de la muchacha, hablaban por ella.

Al día siguiente, la suma sacerdotisa y la hechicera se reconciliaron, después de una conversación muy larga, de varias horas.

Y entonces, para la enorme alegría de Ciri, todo volvió a la norma.

 

—Mírame a los ojos, Ciri. Lucecita pequeña. ¡La fórmula, por favor!

—¡Aine verseos!

—Muy bien. Mira a mi mano. El mismo gesto y deshaz la lucecita en el aire.

—¡Aine aen aenye!

—Maravilloso. ¿Y qué gesto se debe realizar ahora? Sí, exactamente ése. Muy bien. Refuerza el gesto y extrae. ¡Más, más, no te interrumpas!

—Ooooh...

—¡La espalda derecha! ¡Las manos a lo largo del torso! Los dedos sueltos, ningún gesto innecesario con los dedos, cada movimiento puede multiplicar el efecto, ¿quieres que estalle aquí un incendio? Refuerza, ¿a qué esperas?

—Ooh, no... No puedo...

—¡Relájate y deja de moverte! ¡Extrae! ¿Qué es lo que haces? Venga, ahora mejor... ¡No debilites la voluntad! ¡Demasiado deprisa, hiperventilas! ¡Te excitas innecesariamente! Más despacio, feúcha, tranquila. Sé que no es agradable. Te acostumbrarás.

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