Read La Saga de los Malditos Online

Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (7 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
2.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es muy fácil aconsejar cuando se está sano y entero. Me siento como un trasto inútil, el año que viene serán las Olimpiadas y tú sabes que me hubieran seleccionado, bueno, o tal vez no, ahora no es suficiente con ser el mejor, hay otras limitaciones.

—¿Qué quieres decir?

— Pues que para acabar de arreglarlo, soy judío, Eric, soy un judío lisiado, es decir, la mierda de la mierda.

—Ya veo que tienes el día.

—No tengo el día, Eric, tengo todos los días. —Sigfrid se golpeó con la mano la pierna lesionada—. Esto está jodido, hermano, y me acuerdo cada mañana en cuanto pongo la pata en el suelo de que soy un judío cojo o un cojo jodido que viene a ser lo mismo pero más.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—¿Es que no lees los periódicos ni escuchas la radio? Pero tú, ¿en que país vives? ¡Estás ciego! Los tiempos que corren son muy malos para los míos y el viento todavía puede soplar más fuerte, ¡jamás me hubieran seleccionado para representar a Alemania! Importa una mierda que esté cojo o que sea el Apolo de Belvedere, soy de una raza inferior. —Sigfrid estaba alterado—. Por favor, vete Eric, déjame ahora, quiero estar solo.

—Cuando se te pase la calentura, llámame.

Eric abrió la puerta y salió de la habitación, circunvaló todo el rellano del primer piso y, cuando ya embocaba la escalera de bajada, alcanzó a ver cómo Hanna abría la puerta de la cristalera del invernadero y salía al jardín. Corrió tras ella bajando de dos en dos los escalones y abriendo a su vez la puerta corredera la llamó.

—¡Hanna!

La chica se volvió al instante y le sonrió desde lejos, devolviéndole el saludo con un rictus de tristeza en su rostro que no pasó desapercibido al muchacho. Eric de un bote saltó los tres peldaños que le separaban del jardín y de dos zancadas estuvo a su lado.

—Hola, Hanna, no sabía que estabas en casa, imaginé que a estas horas estarías en el conservatorio.

—Ya no voy a ir más, me han recomendado que es mejor que ya no asista a las clases de violín.

—¿Qué quiere decir que «te han recomendado»?

Hanna no contestó a la pregunta de Eric y repreguntó a su vez:

—¿Tienes prisa?

—No, hasta después de comer no tengo clase. —Añadió—: Además no es importante, son unas prácticas de morse
{29}
y si no voy no pasa nada.

—¿Me invitas a tomar algo?

—Claro, Hanna, además te va a gustar mucho el lugar.

—¿Adónde me llevas?

—Han abierto una nueva cafetería en el hotel Adlon, junto a la puerta de Brandemburgo, a la que, si se quiere, se accede desde la calle. Además de comer muy bien verás pasar a todos los jerarcas del partido nazi, es un auténtico espectáculo.

La chica quedó un instante pensativa pero su curiosidad venció a su miedo.

—Déjame coger el bolso y un abrigo y salgo enseguida, espérame en la puerta.

Se dirigió Hanna hacia el interior de la mansión en tanto que Eric se instalaba en su pequeño Adler Junior dispuesto a esperar a la muchacha.

—Herman, di a mi madre que no vendré a comer, que no me esperen.

El criado estaba en mangas de camisa con un delantal de paño verde limpiando todas las piezas de plata ayudado por una camarera.

—Como mande la señorita.

—¿Qué estás haciendo?

—Su madre ha ordenado que se limpie la plata y que se embale la porcelana.

—¿Y eso? ¿Es que ya nos vamos de veraneo?

—Yo cumplo órdenes, señorita, eso es lo que se me ha mandado.

—Está bien, Herman, no te olvides de darle mi recado.

—Descuide, Fraulen.

Hanna se dirigió al armario ropero del recibidor, tomó un abrigo color camel, una bufanda, una boina granate y un saco que se colocó en bandolera y, saliendo por la puerta principal, se dirigió hacia el pequeño coche que la esperaba con el motor en marcha.

Al verla por el espejo retrovisor, Eric abrió la portezuela del coupé descapotable y esperó que la muchacha se instalara en el vehículo.

—¡Uy!, que calentito se está aquí dentro.

—Ya ves, he puesto el motor en marcha para que funcionara la calefacción, ¿te das cuenta de cómo te cuido?

—Desde que era una cría siempre me has cuidado, aún recuerdo cuando tú y Sigfrid me llevasteis al zoo y me perdí y tú me encontraste junto al recinto de los osos. Estoy viendo la cara de alivio que pusiste cuando me viste, ¿te acuerdas?

—Lo que recuerdo es el pánico que me entró al imaginarme la cara de tu madre al presentarnos ante ella sin ti.

El coche recorrió el caminal de hayas que conducía hasta la verja y al llegar y tocar el claxon, el portero, que en aquel instante estaba charlando con uno de los jardineros, asomó la cara por la ventanilla de la garita y, tras comprobar cuál era el vehículo que iba a abandonar la casa, se dispuso a abrir la gran puerta de hierro. El coche aceleró y se perdió entre el tráfico, en tanto el hombre, luego de cerrar la verja, extrajo una pequeña libreta de tapas negras de hule del bolsillo superior de su guardapolvos.

—¿Qué haces? —interrogó el jardinero asomando a la puerta de la caseta.

—Ya ves, apunto la hora y compruebo los coches que salen y entran cada día de la casa, como es mi obligación.

—¿Herr Pardenvolk te ha ordenado que hagas eso?

—Yo me debo a otras personas, Herr Pardenvolk no es mi amo.

—Entonces, ¿quién es tu amo?

—El partido que está librando a la gran Alemania de esta maldita plaga de sanguijuelas.

El tránsito por Unter den Linden era intenso y tardaron casi una hora en llegar.

Eric detuvo su automóvil en la entrada del Adlon. Un portero, uniformado con el preceptivo traje azul marino y el capote gris marengo del establecimiento y con una gran letra A bordada en el bolsillo superior, se precipitó, gorra en mano, hacia la portezuela de Hanna. Descendió la muchacha del automóvil y Eric hizo lo propio entregando sus llaves a un guardacoches para que aparcara el vehículo. Luego tomó a la chica del brazo y se introdujeron en el
hall
del impresionante hotel a través de la puerta giratoria. El barullo dentro era notorio, la gente iba y venía y un número elevado de personas se aglomeraban frente al mostrador de recepción donde cinco conserjes uniformados, cual si fueran almirantes, con unas llaves de oro bordadas en las solapas de sus chaqués, atendían al público. Los uniformes del ejército y de la Marina se mezclaban con los del partido nazi y con los negros de las SS. Estos últimos con el inevitable brazalete rojo y la esvástica negra dentro de un círculo blanco. Los ojos de Hanna lo devoraban todo, asombrados.

—¿No has dicho que había una entrada directa desde la calle? —preguntó la chica.

—Quería que vieras esto, ¿verdad que es impresionante?

—A mí me asusta.

—No te asustes, niña, es el resurgir de la gran Alemania.

Eric la tomó de la mano y atravesó el inmenso
hall
en dirección al bar norteamericano, arrastrando a Hanna a través de la gente. Ella le seguía como podía sujetando su bolso en la mano de la que él la estiraba y aguantando con la otra la boina granate que se le caía de la cabeza. Finalmente llegaron al bar, al fondo, y en aquel mismo momento se desocupaba un velador. Eric se precipitó hacia él, tomaron asiento y él la tomó de las manos por encima de la mesa.

—¡Lo hemos conseguido, Hanna, somos unos fenómenos!

Ella soltó sus manos y dejó su bolsa y la boina en una silla desocupada y porfió para quitarse el abrigo sin levantarse del asiento. Cuando lo consiguió se enfrentó a Eric interrogante.

—¿Qué has querido decir con lo del «resurgir de la gran Alemania»?

El muchacho se puso serio.

—Yo soy un alemán auténtico, Hanna, y hay que reconocer que desde que este hombre está en el poder—señaló con la barbilla una inmensa fotografía del Führer que, de perfil y brazos cruzados, presidía la cafetería— Alemania vuelve a ser un gran país.

—¡Yo soy tan alemana como tú y mi padre luchó por Alemania en la guerra del catorce pero parece ser que los de mi religión o los de mi raza, como prefieras, no somos buenos alemanes, o por lo menos se nos considera alemanes de segunda clase!

—Tú sabes, Hanna, lo amigo que soy de tu hermano y lo que quiero a tus padres, pero debes reconocer que la totalidad de los judíos no son como vosotros.

—¡Que deducción más sutil, Eric! Me has decepcionado, te creí mucho más inteligente. Lo que afirmas es tan peregrino como decir que el camarero que sirve aquella mesa solamente se parece a ti en que es rubio y tiene los ojos azules.

—No levantes la voz, Hanna, no hace falta.

La chica estaba lanzada y había puesto la directa.

—¡Defiendes lo indefendible Eric! ¿Sabes cuál es la diferencia? Que él es pobre y que tu padre tiene una de las industrias químicas más importantes de Essen!

—Hanna, no he querido ofenderte, pero debes reconocer que este país es otro; no hay paro, se han construido autopistas, volvemos a tener un ejército y el año que viene se celebrarán los Juegos Olímpicos aquí en Berlín. Está naciendo una gran Alemania y el tercer Reich durara mil años.

—¡A costa de marginar a los judíos alemanes como por ejemplo a mi hermano, cuya ilusión era la Olimpiada y mejor que se haya quedado cojo ya que de no ser así, se hubiera hundido en la miseria sólo de pensar que por ser medio judío no podía defender la bandera de su patria!

—Estás excitada Hanna, reconozco que a veces pagan justos por pecadores y que tal vez mi comentario ha sido inoportuno, pero debes reconocer que tu familia es una familia judía atípica; normalmente los judíos no se quieren mezclar con los demás, se protegen los unos a los otros, y, practicando una endogamia absoluta, se casan entre ellos formando de esta manera un clan impenetrable. Yo soy primero alemán, Hanna, después alemán y finalmente alemán. Un judío es primeramente judío y luego alemán o lo que sea. En una palabra, os automargináis y, durante siglos, se han ido ganando a pulso la antipatía y el odio de las naciones, o ¿piensas que los pueblos se han puesto de acuerdo para hacerlos apátridas? Rusia, Inglaterra, Polonia, España, Francia, Portugal, nadie los ha querido. ¿No crees que algo tendrá el clásico judío cuando nadie le quiere?

En aquel momento un camarero se acercó a la mesa, lápiz y bloc de notas en ristre, para anotar el pedido.

—¿Qué desean los señores?

Eric miró a Hanna.

—Gracias, no quiero nada.

Insistió.

—Toma algo, Hanna.

—¡He dicho que no me apetece nada!

Intervino el mozo:

—Si la señora se encuentra mal le puedo traer un té o un poleo.

—Muy amable pero no me encuentro mal, gracias, no quiero nada.

El mesero se volvió hacia Eric:

—¿El señor?

—Tráigame una cerveza negra y dígame lo que le debo.

—Si me da el número de su habitación se lo cargarán en cuenta.

—Gracias, prefiero pagar.

El hombre se retiró para comparecer al punto con el pedido. Eric intentó romper aquel silencio ominoso.

—¡Hanna, nos han tomado por una pareja de recién casados!

—¡Antes muerta que casada con un racista como tú! Y termina pronto la cerveza que quiero volver a casa.

Horas inciertas

En la mansión de los Pardenvolk habían ocurrido muchas cosas en el transcurso de los últimos tiempos. Aquel lunes, al caer la tarde, se reunieron en la biblioteca ambos amigos. El ambiente era tenso y las precauciones que tomó Leonard fueron extraordinarias. Primeramente, corrió las gruesas cortinas de terciopelo morado que separaban la biblioteca de la galería acristalada que daba al parque; a continuación hizo lo propio con la puerta corredera que daba al
hall
central de la casa luego de observar si alguno de los sirvientes rondaba por las inmediaciones, finalmente, tras encender la lámpara de pie que estaba junto al tresillo y cuya apergaminada pantalla matizó de amarillo la luz de la bombilla, ocupó su acostumbrado lugar en uno de los sillones chester y esperó que Stefan hiciera otro tanto. Ambos hombres se encontraron frente a frente. Leonard rompió el silencio.

—¿Te apetece tomar algo, Stefan?

—Gracias, tal vez luego, me ha inquietado tu llamada, prefiero que me cuentes.

—Bueno, ya ves, Stefan, que el tiempo me está dando la razón, todo lo que te profeticé el último Yom Kippur
{30}
está sucediendo.

—Leonard, comprendo que estés asustado pero lo que está ocurriendo, te he dicho infinidad de veces que no va contra gentes como vosotros, ya te he dicho en repetidas ocasiones que no tienes nada que temer, más aún, tú sabes que, aunque no pertenezco a él, simpatizo con el partido, soy el médico particular de Heydrich
{31}
y me debe la vida de su hijita; si fuera necesario recurriría a él por ti.

—No te entiendo Stefan, un liberal como tú, un científico, un intelectual, un hombre que siempre ha defendido la igualdad entre todos los hombres y que me digas que simpatizas con esta ralea de fanáticos, créeme si te digo que no te entiendo.

—No es tan sencillo como tú lo planteas, este país estaba hundido, el Tratado de Versalles y la ineptitud de nuestros dirigentes había hecho de Alemania el estercolero de Europa, nuestra autoestima estaba por los suelos, el marco se hundía en todos los mercados, el paro asolaba la mayoría de hogares alemanes, no teníamos ejército y en el fondo de este desalentador panorama aparece el hombre providencial que hace que el orgullo nacional renazca, que la sonrisa vuelva al rostro de las gentes, que ya no nos miremos por las calles temerosos y avergonzados de ser alemanes y consigue que su idea del partido único, el nacionalsocialismo, triunfe no únicamente en Alemania sino también en la Italia de Mussolini cuyo
fascio
es casi lo mismo, y el pueblo, con el fino instinto que le caracteriza, a la hora de escoger al hombre oportuno, lo elige a él. No dudes, Leonard, que Adolf Hitler conducirá al pueblo alemán a la cabeza de los pueblos del mundo, son horas de cambio, querido Leonard, ¡no lo dudes!
«Deutschland, Deutschland uber alles»
{32}
.

Tras esta diatriba, Leonard miró a los ojos de su amigo intentando ver en ellos alguna señal que le indicara que, en el fondo, no creía lo que estaba diciendo; pero Stefan le aguantó la mirada, impertérrito. Un largo suspiro se adelantó a sus palabras.

—Y ¿cuál es el precio que debemos pagar por todo este mundo feliz de Huxley
{33}
que preconizas? ¿Ignoras lo que está pasando en las calles? ¿Cierras los ojos ante el hecho de que hay gentes que desaparecen en la noche y ni vecinos ni allegados se atreven a preguntar qué ha sido de ellos? ¿No te han dicho que pegan carteles en los escaparates de nuestras tiendas recomendando que nadie entre a comprar en ellas? Paralizan nuestras fábricas. ¡Y si solamente fuera esto! Pero se habla de que hay lugares donde se encierra a los disminuidos físicos y a otros que ellos llaman diferentes o razas inferiores como gitanos o testigos de Jehová, etcétera.

BOOK: La Saga de los Malditos
2.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

After Midnight by Irmgard Keun
Fields of Home by Ralph Moody
The Rented Mule by Bobby Cole
Israel by Fred Lawrence Feldman
Conquering Kilmarni by Cave, Hugh
Deep Blue by Kat Martin
Dear Mr. Knightley by Reay, Katherine
Changing Everything by Molly McAdams
La ratonera by Agatha Christie