La Saga de los Malditos (110 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Dracón fuese a un armarito instalado en una rinconera y, abriéndolo, extrajo de él dos vasos de latón y una garrafa de vino y, depositándolos sobre la mesa, procedió a escanciar una generosa ración del dorado líquido.

—Sentaos, amigo mío, y hablemos de las condiciones de vuestro viaje que, dadas las circunstancias y como comprenderéis fácilmente, han cambiado desde la última vez que nos vimos.

Simón, tomando asiento en uno de los escabeles, luego de llevarse el vaso a los labios y dar un generoso trago, habló paladeando el vino:

—¡Excelente caldo, por Baco! ¿De dónde procede?

—Es siciliano, reserva especial para Dracón.

Hubo una pausa y después Simón se arrancó a hablar:

—Efectivamente hay un cambio y comprendo que por él deberemos ajustar un precio.

El piloto, a pesar de que era un hombre avispado, se sorprendió, ya que el cambio al que él aludía no entraba en sus cábalas que lo intuyera el otro, de modo que, guardándose su argumento, indagó:

—¿Cuál es el cambio al que os referís?

—Veréis, es inaplazable la partida y debe ser esta noche.

El astuto Dracón exageró la nota.

—¡Imposible, la marea no está crecida y me jugaría el barco en los bajíos del río!

—Estoy dispuesto a sufragar ese riesgo siempre que lo cuantifiquéis con mesura.

—Eso os costará un dinero importante añadido, pero... no es todo.

—Pues, aparte de esto, ¿qué es lo que ha variado?

—Hay otros cambios.

—No entiendo a qué cambios os referís, el único cambio es que en vez de un hombre viajará una mujer, cosa que os comunico ahora, y eso afecta únicamente a nuestra comodidad, no a la cantidad de personas que vamos a viajar.

El patrón se mesó su recortada barba y, achinando los ojos con un gesto de astucia, argumentó:

—Veréis, amigo mío, en primer lugar, si parto esta noche, cosa que está por ver si es o no posible, dejaría de cargar unas mercancías que no estarán a bordo hasta el plenilunio y ese quebranto alguien tendrá que pagarlo, no es rentable navegar con las bodegas medio vacías, amén de peligroso, ya que al hacerlo menos aplomado flota como un corcho y obedece peor las órdenes del gobernalle. Y luego, ya sabéis que el precio de las cosas varía en función de la oferta y de la demanda e intuyo que, dadas las circunstancias, muchas han de ser las personas que quieran estos días abandonar Sevilla por cualquier medio.

La mente de Simón hacía cálculos a toda velocidad. En el fondo de su faltriquera iba casi toda su fortuna, traducida en pagarés emitidos por la banca de dom Sólomon y cambiables en todas las casas de cambio del mundo. Si se comprometía a pagar el precio, que sin duda estipularía por sus servicios el astuto fenicio, partiría al exilio esquilmado y pobre como una rata; pero no le importaba, lo único serían las provisiones para subsistir. Su cerebro era un corcel desbocado. Antes de responder, se le ocurrió una idea.

—Bien, supongamos que llegamos a un acuerdo y que soy el único arrendatario de vuestro barco.

—¿Y?

—Que al no tener que aguardar otros pasajeros ni cargar otras mercancías, si valoramos el hecho de partir antes de que suba la marea, podría seguir a bordo de vuestra nave hasta el final de mi viaje, sin hacer trasbordo en Sanlúcar y, a partir del puerto en el que yo desembarcara, podríais coger mercancías y pasaje y seguir vuestra ruta hasta el final de vuestro trayecto.

—¿Os dais cuenta de que estamos hablando de muchos doblones?

—Sé que el negocio es caro, pero a vos y a mí nos interesa partir cuanto antes.

—Os interesa a vos, a mí me está bien como estaba.

—Tened en cuenta, ya que lo habéis insinuado anteriormente, que cuando las multitudes se aficionan a tomar gratuitamente lo que les apetece, si los hombres del rey no intervienen, cuando se acabe la rapiña en los barrios judíos bien puede ocurrírseles bajar al río y arrambar con cualquier cosa que se ponga a tiro, sea una alquería o tal vez un barco fondeado con pabellón de otro país.

Los ojos del fenicio parecían totalmente dos rayas, y por su expresión supo Simón que su comentario era un dardo que había dado en el blanco.

—Lo que me estáis proponiendo podría ser, siempre que acordemos un precio. Lo que sí os diré es que en mi barco no hay sitio para animales ni modo de subirlos a bordo, de manera que vuestras caballerías no entrarían en el trato.

—Eso tiene solución.

Simón pensaba que, de ser necesario, vendería a su amigo el comerciante mozárabe —que buscaba socios para partir hacia Granada y que en más de una ocasión había alabado la casta de su caballo— las tres caballerías, y los dineros que le diera servirían para aliviar su economía. Lo importante era ajustar el precio de su marcha.

—Y ¿cuándo querríais partir?

—Esta noche, en cuanto el sol se ponga.

—¡Imposible!, parte de mi tripulación está en tierra y no tengo medio de hacerla regresar.

—Deberéis intentarlo. Para mí es fundamental partir hoy, caso de no poder ser, deberé buscar otro barco o industriar un viaje a pie hasta la desembocadura del río.

Simón era consciente que lo primero era improbable y lo segundo prácticamente imposible, dadas las circunstancias que remataban aquellos trágicos días.

Dracón quedó unos instantes pensativo. El trato para él era excelente. La necesidad de partir, dadas las noticias que le habían llegado de Sevilla, se había hecho evidente. La multitud enardecida, cuando acabara con la judería, cabía en lo posible que intentara calmar sus ansias de rapiña con otros objetivos y era obvio que buscaría estímulos en personas y bienes ajenos a ellos y su barco podía ser una próxima presa. De hecho, aquella misma mañana, dos bateles, eso sí, de menor porte que el suyo, habían abandonado la ensenada del río sin tener en cuenta que el plenilunio aún no había hecho subir la marea. Su cálculo fue rápido.

—Quinientas doblas castellanas y os depositaré, junto con las gentes que suban a bordo, en el puerto del Mediterráneo que deseéis, desde las columnas de Hércules hasta la punta de la bota itálica.

Simón, al oír la cifra se quedó blanco, la sangre huyó de su rostro y un sudor frío empapó su espalda, pero mantuvo su talante y respondió displicente como él que está acostumbrado a manejar negocios de altura:

—Creo que abusáis de una situación, cierto es que os hago partir de inmediato y también que alquilo para mi uso la totalidad de vuestra nave, pero que me queráis cobrar el doble sin duda de lo que costaría comprar un barco en situación de normalidad, me parece, más que un abuso, una ignominia por vuestra parte y por principio no acepto vuestro precio. Ya encontraré quien me lleve. No se acaba el mundo en vuestro barco.

El otro se intentó justificar.

—En primer lugar, entended que voy a partir, con seguridad, con menos hombres de los que se requieren para el gobierno de mi bajel, voy a hacerlo de noche y el riesgo de dejarme la quilla en los bajíos es grande; y finalmente debéis reconocer que en estos días muchos serán los que pagarán buenos dineros por alejarse de Sevilla.

—Así y todo, creo que trescientas doblas son dinero más que suficiente inclusive para comprar vuestra nave y que en cualquier otra circunstancia lo venderíais conforme y encantado. Os pagaré la mitad al embarcar y la otra mitad a la arribada.

—Han de ser cuatrocientas. La mitad al embarcar, como decís, y la otra mitad cuando hayamos ganado la mar abierta.

Simón simuló que reflexionaba la oferta del otro, aunque en su interior era consciente de que estaba en sus manos y que no tenía otra salida.

Dracón añadió meloso:

—La comida durante el viaje, sea cual sea el puerto de desembarque, correrá de mi cuenta.

—Trescientas cincuenta. No es que pretenda discutir con vos el despojo al que me sometéis, pero no tengo ni un solo maravedí más.

—¡Venga vuestra mano! Partiréis esta noche aunque tenga que manejar el gobernalle del barco yo solo. En verdad, los únicos imprescindibles son los galeotes y, como comprenderéis, éstos no bajan a tierra.

La actividad fue ininterrumpida durante el resto del día. Simón se acercó a la quinta para dar cuentas a su amada de las circunstancias que habían rodeado aquella larga jornada.

Esther, al conocer la evidencia de la muerte del buen Gedeón y la más que probable de Rubén, no pudo reprimir su llanto. Sara, inconsolable, acompañó sus lágrimas. Simón, ayudado por Myriam, intentaba confortar su duelo.

—Ved que todo lo habéis hecho por vuestros hijos y que de no ser por la valiente decisión que adoptasteis, a estas horas la suerte que han corrido ellos la hubieran seguido los niños.

Esther lo miró con ternura.

—Os debo todo, ya que ellos son todo para mí. Pero en mi interior sé que si no hubierais comparecido de nuevo en mi vida, tal vez me hubiera sacrificado con él. Vos habéis sido, en definitiva, el fermento de mis decisiones y sin vos la historia hubiera sido otra.

Cuando ya la muchacha se rehizo, Simón pasó a relatarle los avatares de aquella todavía inacabada jornada y al llegar al capítulo de sus negociaciones con el fenicio ella le interrumpió:

—No os agobiéis por cualquier asunto económico Yo tengo arriba, en un escondrijo de mi antiguo dormitorio, dinero suficiente y documentos, consecuencia de los tratos a los que llegué con Rubén al respecto de la resolución de mi Ketubá, allí existen medios para realizar cualquier acuerdo de dinero.

—Os lo agradezco y me da la paz el saberlo, pero creo que lo voy a poder arreglar aunque salga esquilmado y pobre de Sevilla.

La actividad del grupo fue febril. Luego de consultarlo con Seis, llegaron a la conclusión de que lo pertinente fuera vender los caballos al mozárabe y reservar el mulo para poder utilizar la carreta que todavía se hallaba en la cuadra del Esplendor. Simón partió para la ciudad llevando consigo las tres caballerías. El plan era ponerse de acuerdo con el comerciante y, luego de hacer el negocio, regresar a la alquería montando la mula. En tanto, Domingo y las mujeres recogerían lo imprescindible y al anochecer partirían hacia el río.

El mozárabe, que aún aguardaba en el figón a que se formara un grupo lo suficientemente numeroso que le garantizara el viaje a Granada, era un hombre cabal y no puso inconveniente para hacerse a buen precio con aquellos dos magníficos animales y de paso puso al corriente a Simón de las vicisitudes habidas en las últimas horas y éste estimó que si todo lo relatado era cierto, la vida de la aljama sevillana había terminado para siempre y la comunidad judía jamás se reharía de aquella ordalía de sangre y destrucción. Quedaba por ver lo que haría el Consejo del Reino y qué medidas tomaría el rey Enrique III para resarcirse cuando llegara a la mayoría de edad y fuera consciente del perjuicio ocasionado a la corona.

Cuando ya la operación se hubo realizado, antes de entregar su fiel caballo a su nuevo dueño, Simón no pudo impedir que un nudo se atara en su garganta y, abrazándose al cuello del noble bruto, le habló:

—Adiós, buen amigo, fuisteis un leal compañero desde que erais un potrillo, os deseo un buen camino, larga vida y mejores pastos, me consta que os cuidarán bien y que bien serviréis a vuestro nuevo amo. —Y, dirigiéndose al mozárabe, añadió—: os lleváis un animal magnífico y sabed que únicamente la terrible circunstancia que estamos viviendo hace que me desprenda de él.

Simón se encaramó sobre las alforjas de la mula y, haciendo un gesto de despedida con la mano, se alejó dando talones en los ijares del animal, sin volver la vista atrás.

Cuando caía la tarde, el jinete en la mula regresaba de nuevo a la quinta.

La decisión estaba tomada. Saldría con el crepúsculo, las mujeres y los niños en la carreta con los cofres y el equipaje de mano, Simón y Domingo caminarían a su costado hasta el río. Llegados allí, trasportarían a bordo en varios viajes de la chalupa todos sus enseres y, finalmente, soltarían a la mula del enganche de la carreta y la dejarían pastando en la ribera, donde sin duda encontraría nuevo amo.

La noche se pobló de luces, las estrellas brillaban en lo alto del firmamento en tanto las antorchas de las gentes, que comenzaban a invadir los alrededores de Sevilla y se dirigían a las poblaciones vecinas para continuar su vandálica borrachera de sangre y de fuego, se asemejaban a una miríada de luciérnagas que, cual plaga de Egipto, se dispusieran a arrasar a su paso todo aquello que encontraran por medio.

Cargaron la carreta hasta los topes. Salieron por las puertas de las cuadras que daban al camino del embarcadero y partieron al destierro sin saber bien ni a dónde ni hasta cuándo. Los niños dormían el sueño de la infancia, ajenos a los embates que les deparara el destino. La vieja Sara pensaba que ya nada peor podrían ver sus cansados ojos y que su vida, al igual que la había ofrecido hasta aquel día, primeramente al padre de Esther y luego a su hija, desde aquel momento y hasta que Yahvé tuviera a bien llamarla al seno de Abraham, la dedicaría a aquellos tiernos brotes nacidos del árbol de los Abranavel. Myriam pensaba en lo extraordinario del destino. Partía siguiendo la suerte de su amiga y lo hacía fatalmente. Nada le quedaba que la aferrara a la ciudad. Su casa destruida, a saber lo que había sido de su anciano esposo, y en la certeza de que, de no mediar la fortuna de haber conocido a aquel gigante bueno que caminaba al costado del carromato, su vida y su honra habrían terminado en cualquier calle de Sevilla. En tanto, Seis, al que jamás había asaltado la menor duda sobre cuál era su futuro ya que pensaba que su único destino era seguir la suerte de su amo, y que poco o ninguno era su conocimiento de las mujeres, no podía apartar de su pensamiento el rostro de aquella hermosa mujer, algo mayor que él, que lo trataba con una deferencia inusual y que no desperdiciaba ocasión de mostrarle su gratitud por los hechos ocurridos la noche de la huida de la aljama.

Simón bendecía su destino y pensaba que la vida había sido generosa con él. Si milagro era que hubiera encontrado a su amada, los acontecimientos vividos le aseveraban que Adonai había posado la mano sobre su hombro y lo había conducido hasta aquel instante. Si salían con bien de todo aquello, dedicaría sus días a bendecir su nombre, a hacer lo imposible para que ella olvidara los terribles sucesos vividos y consagraría sus horas a luchar por su felicidad en el rincón del mundo que les deparara el destino. En Esther, aún traumatizada por los acontecimientos, cabían un mar de sentimientos encontrados. Su corazón de madre rebosaba amor por el hijo encontrado y entendía que su terca decisión había salvado la vida de sus pequeños. Su pasión por Simón estaba ahora entreverada de gratitud, ya que sin él todos hubieran perdido la vida. A su lado se sentía segura y algo en su interior le decía que nada les podría ocurrir. Lo amaba profundamente y aquel sentimiento irracional de juventud se había tornado en un amor imperecedero y maravilloso. A pesar de ello, su única congoja era el recuerdo de Rubén. Sentía su muerte con una emoción encontrada de admiración, por su lealtad hacia los suyos, y sentía pena al saber que su comunidad y su religión habían sido para él más importantes que su familia. Fue siempre bueno y considerado con ella, pero antepuso su condición de rabino de la sinagoga a la de padre y esposo. Lo último se lo perdonaba de corazón pero, para ella, lo primero antes, ahora y siempre serían aquellos dos seres pequeños y entrañables que dormitaban bajo la lona de la carreta. Por lo demás, aquella vida que había estado a un tris de perder le brindaba otra oportunidad y ¡por Yahvé que iba a aprovecharla! Por primera vez se sentía auténtica dueña de su destino.

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