Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
A Simón no le extrañó la hazaña de su amigo, pues había visto demostraciones de su fuerza en otras ocasiones. El ama y Esther estaban sobrecogidas pero en los ojos de Myriam había un brillo extraño que fluctuaba desde la gratitud a la admiración.
—Gracias, Domingo, me has salvado la vida dos veces esta noche y con la otra ya son tres, no lo olvidaré jamás.
El gigante, serio y como si el hecho no tuviera la menor importancia, masculló:
—Mi abuela me encomendó...
Simón interrumpió su manido discurso:
—Ahora sí que hemos de partir, éstos pueden volver con refuerzos.
La comitiva se puso de nuevo en marcha y de esta guisa alcanzaron el callejón
El pasaje estaba a oscuras, alguien había arrancado los dos cuencos con sendas mechas bañadas en aceite, que alojados en sus respectivas jaulas de hierro y colocados en las esquinas, servían para iluminarlo. La calle estaba desierta y, como intuyó Seis, el hecho se debía a que lo que no era lienzo de muralla eran paredes de casas de cristianos que daban al otro lado y sus propietarios habían tenido buen cuidado de pintar en sus muros con pintura blanca grandes cruces que, jalonando la calle, marcaban el territorio, recordando a quien correspondiera que aquél era barrio de cristianos que únicamente lindaba con la judería. Lo primero que hicieron al llegar fue retirar las ataduras de las mujeres que, aliviadas, se frotaban las muñecas para restablecer la circulación de la sangre.
—¡Alabado sea Adonai que ha permitido a éstos sus siervos llegar con bien hasta aquí! —rezó Esther.
—Por siempre lo sea —repitieron las otras dos mujeres.
—Ya hemos llegado, amor mío, tras de esta ventana está vuestro hijo.
Esther palideció.
—¿Y cómo podemos alcanzar esta altura?
—Ya lo hemos hecho otras veces, ahora veréis.
Domingo se había acercado y juntaba sus manos para que Simón colocara en ellas uno de sus pies y se aupara. El muchacho lo hizo al punto y apoyando su otro pie en un saliente se encaramó hasta el alféizar. Desde allí abrió el entornado postigo y se introdujo en su habitación. Luego, dando media vuelta y asomando medio cuerpo por la ventana, indicó a su compañero que alzara a las mujeres. La primera fue Esther. El gigante la tomó por la cintura y la levantó hasta la altura, de modo que Simón pudo tomarla por las muñecas y subirla hasta la barandilla de hierro. En un segundo estaba dentro,
Peludo
se acercó a ella meneando el rabo al reconocerla y ladrando alegremente. Casi sin ver se abalanzó sobre el catre en donde el pequeño bulto descansaba dormido, tomándolo en sus brazos y apretándolo cual si quisiera recuperar los días que no lo había podido hacer, en tanto que sus labios proferían un «¡Hijo mío de mis entretelas! ¡Cuánto he sufrido!». Ahora, la que entraba por la ventana era Myriam y, dándose la vuelta, aguardaba a que Simón le entregara a la niña, pero la que entró, magullada y rendida, fue la vieja ama, que no se tenía en pie, víctima de la tensión y el cansancio. Entonces Simón largó a Seis la cuerda que habían dejado anudada en el hierro de la barandilla, y éste, cogiéndola con una mano, con la otra sujetaba junto a su pecho a la pequeña Raquel, con una poderosa contracción del bíceps de su brazo y poniendo los pies en la pared, se aupó hasta alcanzar la ventana y, pasando primero una pierna y luego la otra, alcanzó la estancia. ¡Se habían salvado aunque fuera por el momento!
El plan estaba pergeñado. Luego de entrar varias veces en el campo y tomar el pulso a la rutina, Werner Hass, con la inapreciable ayuda y colaboración de dos trabajadores del matadero, había llegado a la conclusión de que era plausible sacar a Hanna de aquel infierno.
Lo primero fue averiguar si Renata Shenke estaba viva. La gestión la hizo Werner a través de un contacto que tenía en el economato, no sin antes lubricar convenientemente la relación con un fajo de billetes. La muchacha no solamente vivía sino que gozaba, si en aquel lugar algo así fuera posible, de una situación de privilegio al respecto de sus compañeras. Su virtuosismo con el violín la había colocado en franca ventaja al respecto de las otras presas, ya que el comandante del campo, furibundo melómano, había formado un quinteto de cuerda del que ella era líder. Esta actividad le ahorraba otras tareas mucho más desagradables y vejatorias.
Otra prerrogativa era que las componentes del quinteto únicamente pasaban dos listas, una por la mañana y otra por la noche, de lo cual se infería que, si lograban llevar a cabo su plan, nadie echaría en falta a Hanna hasta el anochecer.
En aquellos momentos, lo que August ignoraba era que una de las funciones del grupo consistía en amenizar, desde un improvisado estudio y ante un micrófono que amplificaba sus notas, el trabajo de los esclavos de la cantera y, peor todavía, acompañar con briosas marchas la entrada en los vestuarios de los judíos, donde se les obligaba a dejar sus pertenencias en perchas numeradas, antes de entrar en las duchas de cuyas alcachofas en vez de agua salía Ziklon B. Una de las fórmulas que empleaban los
soderkomandos,
a fin de que no crearan problemas, era recordarles que debían tomar la precaución de memorizar el número para recoger posteriormente sus cosas. De esta manera, al creer que regresarían, aquella retahíla de desdichados iba resignada y conforme al encuentro de su destino final. Cuando las componentes del quinteto supieron a qué fin iba destinada su música, se plantearon el negarse a interpretarla; sin embargo, y tras largas discusiones, entendieron que era inútil tal actitud, ya que de negarse sus verdugos lograrían el mismo efecto con la amplificación del sonido de cualquier grabación, y ellas no solamente perderían sus prebendas que beneficiaban a muchas compañeras, sino que, sin duda, acabarían en los hornos. De todos modos, realizaron una votación a mano alzada; Hanna y Mirskaya, la pianista polaca, votaron en contra y se inclinaron por negarse a tocar, pero sus compañeras decidieron optar por la vida y eso hizo que continuaran ejerciendo aquella tristísima misión. Mientras que del violín de Hanna salían dolientes notas, tristes como lamentos, sus ojos manaban amargas lágrimas.
Hilda la consolaba por las noches.
—No lo vas a evitar y de una manera u otra los matarán. ¿Te digo lo que ocurre?, marcharán a la muerte más confortados.
Todo esto sirvió para que August dedujera que nadie había descubierto la verdadera identidad de Hanna, ya que de ser así no estaría recluida en la parte del campo destinada a reformatorio de antisociales ni gozaría de privilegio alguno, sino que estaría, o ya no, en la parte judía.
—¿Tú crees que es factible, Werner?
—Nada hay seguro pero creo que se puede hacer. Sé que nos jugamos la vida en el envite, pero da igual. Si nos descubren o saben que ayudamos a los de las montañas a boicotear las líneas férreas o a cualquier otra misión que emprenda la guerrilla, también estamos muertos. Hoy toca esto y no olvido que Poelchau se juega la vida en Berlín todos los días. Además, ahora ya no es posible dar marcha atrás, mañana es el día. La chica ya debe de tener tu nota en las manos. Si intenta algo y nosotros fallamos, su final está cantado y nosotros la habremos empujado hacia él.
—A mí no me cabe duda, porque me corresponde hacer lo que esté en mi mano; es por mí que está allí dentro. Pero vosotros os la estáis jugando.
—Nosotros nos la estamos jugando a cada minuto, o, ¿crees que la de mañana será la última acción que llevaremos a cabo antes de que esto se acabe? Pasado mañana, si todo va bien, te habrás ido y nosotros estaremos planeando otra maniobra para joder a estos asesinos.
—De acuerdo, vamos allá.
El matadero de Grunwald proveía de carne, además de a la guarnición del campo, a los dos balnearios, al hospital de la zona y a la antigua estación de esquí. Sus instalaciones estaban compuestas por una nave en la que se sacrificaban las reses además de una oficina, vestuarios, lavadero, cámaras frigoríficas y secadero, y el correspondiente muelle de carga de camiones.
Hacía cuatro días se había sacrificado una partida de vacuno proveniente de Normandía en cuyo lote se encontraba un buey de extraordinarias proporciones. A Werner, al ver el tamaño del animal y luego de escuchar de labios de August las características físicas de Hanna, se le ocurrió un plan. El animal había pesado 622 kilos en canal. Descabezado y desollado, una vez colgado en el frigorífico hacían falta los brazos unidos de tres hombres para rodear su tronco. Werner, ayudado por dos de sus socios, había preparado la inmensa res. Por la parte interior habían cosido, taponando el boquete de su cuello, una recia tela de saco capaz de soportar un peso de sesenta kilos. A continuación habían forrado su interior con una lona tintada de rojo que imitaba el color rojizo de la carne del buey y finalmente habían cosido la parte correspondiente al esternón con hilo de saco. Cuando la tarea estuvo finalizada, Werner introdujo a August, como si fuera un trabajador del matadero, en el frigorífico para que viera su obra finalizada y diera su conformidad.
—La chica, caso que le hayan dado el mensaje que le dejamos el otro día, estará cerca de la carga y descarga de camiones. Una vez allí, si mis cálculos no fallan, no habrá nadie en los alrededores. Saltará a la trasera, le daremos la ropa enrojecida que tintamos el otro día, la ayudaremos a introducirse en el costillar del buey y ataremos la pata del animal en un saliente interior del camión para que, en el bamboleo, no se dé la vuelta y su lomo siempre dé a la parte posterior de la caja. En la puerta a la salida, solamente nos obligan a abrir la trasera y lo revisan desde fuera. Luego, si todo sale bien, la llevaremos al molino del río. Allí te recogerá Toni para llevarte donde pueda. Mi misión habrá terminado.
De no ser por el mensaje que le había pasado Hilda, al día siguiente y antes de que la llevaran de nuevo a la presencia de aquella bestia, Hanna se hubiera arrojado contra la valla electrificada que rodeaba el campo.
Cuando leyó la nota apenas podía creer lo que veían sus ojos. ¿Cómo era posible que August hubiera llegado hasta allí? Y lo que era todavía más increíble, ¿cómo había industriado los medios para poderla sacar de aquel infierno? Su cabeza no estaba para hacer cábalas y sí para aferrarse a la esperanza como a un clavo ardiendo. Aquella noche descargó en el hombro de Hilda toda la amargura de su desgracia, relatándole, con pelos y señales, desde el asesinato de las componentes del quinteto hasta su horrorosa experiencia en la villa de aquel animal.
—Olvídalo ahora. Es mejor morir intentando huir de este infierno que arrojarse contra la valla. No mires hacia atrás, la vida está delante —le animó su amiga.
—Me echarán en falta.
—Habrás pasado la lista de la mañana y tú no formas otra vez hasta la noche. Si todo va bien, ya estarás lejos.
—Y ¿cómo llego hasta las cocinas?
—Déjame hacer a mí. Vamos a explotar la ventaja que te ha dado tu triste experiencia y a estimular la ambición de la guardiana de día. Conozco bien su ruindad y su codicia.
La noticia de que el comandante había escogido para su solaz una nueva querida, corrió como la pólvora entre las guardianas de aquella parte del campo. Máxime cuando la circunstancia venía adobada con el luctuoso suceso que la había provocado.
Hilda, que era el habitual enlace entre las presas del barracón 9 y las celadoras, fue al encuentro de la jefa, una marimacho que se había ganado una justa fama de crueldad y avaricia.
Llegó a la estancia que hacía de despacho a la interfecta y con los nudillos golpeó la hoja de la puerta, que estaba ajustada. La otra estaba desayunando.
—Pasa, 93, ¿qué quieres ahora?
Hilda se adentró en el pequeño aposento con la gorra entre las manos.
—¡Habla!
—La 113, la del violín, ha amanecido medio muerta. Si quiere que aguante ha de evitar que vaya a la cantera, si no lo hace así, pocas noches podrá atender a las demandas amorosas del comandante.
—A ti se te da un higo lo que le ocurra a la zorra esa, ¿por qué me vienes con eso?
—Se lo digo porque usted, mi
Rottenführer
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siempre me ha tratado bien y creo que si la tiene en buena forma el comandante sabrá agradecérselo. —Y añadió—: Y usted a mí.
—Y ¿qué es lo que sugieres?
—¡Qué sé yo!, que riegue los parterres, que asista al economato, cualquier cosa que no sea trajinar piedras.
—Está bien, ocúpate de ella. Que no trabaje mucho de día, así podrá hacerlo de noche. —Su amarga risa rió su propia chanza.
—A sus órdenes, ¿puedo retirarme?
—Lárgate, y a ver si entre unas y otras me dejáis desayunar.
Partió Hilda a decir a la celadora del barracón que Renata debía cubrir una baja en el economato para a continuación buscar a su amiga.
Cuando llegó Hilda con instrucciones, la mujer respiró aliviada.
—Llévatela donde quieras. No quiero líos. Siempre que el comandante cambia de amiguita hay que despabilar. Todas cogen ínfulas y creen que son las amantes del Rey Sol.
Luego buscó a su amiga, la encontró hecha un manojo de nervios. Los días anteriores a aquella hora estaba con el quinteto ensayando o tocando para incentivar el trabajo de las presas y aquella mañana, cuando sus compañeras de barracón se hubieron ido dejando libres sus camastros para las del turno de noche, ni ella supo qué hacer ni su guardiana le encomendó tarea alguna temiendo ganarse las iras de su superiora. De forma que deambulaba por el barracón, escoba en mano, haciendo como que barría, vigilando con el rabillo del ojo la puerta de entrada.
Finalmente llegó Hilda. Eran las nueve de la mañana, faltaba una hora y media para la cita.
—¿Qué ha pasado?
—Deja esa escoba y sígueme.
Hanna dejó arrimado el escobón a la pared y siguió a Hilda. Se colocó a su lado y fueron caminando en dirección a las cocinas con la vista baja como era preceptivo. El humo de las chimeneas del lado judío era más espeso que nunca; no acababa de llover y la polución y aquel pringue especial invadían todos los rincones del campo.
—¿Adónde vamos?
—A donde dice el papel que debes estar a las diez y media.
—¿Qué pasará luego?
—Ya lo sabes, si nos cogen nos matarán y si tenemos suerte a lo mejor sales de este infierno, aunque no lo creo, ésta es la verdad.
—Y ¿qué te pasará a ti cuando vean que no estoy?