Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Domingo se hizo cargo al punto de la situación, a la vez que Simón dudaba. Descargó el fardo en el suelo. El perro se fue gimiendo junto a Benjamín, que yacía drogado con jugo de dormidera y procedió a llenarle la cara de lengüetazos húmedos y calientes, en tanto gemía. El otro permanecía pálido como la muerte esperando cuál iba a ser su condena.
—No creáis que soy un ingenuo —dijo Simón—. En cuanto me dé la vuelta saldréis tras de mí.
—El tiempo apremia, os puedo decir que sé de buena tinta que esta noche la aljama estará ardiendo.
Entonces Seis exclamó:
—Amo, dejadme hacer a mí.
Se abalanzó hacia el bachiller y de un golpe tremendo en la quijada que hubiera derribado a un mulo, lo abatió. Luego, ante los aterrorizados ojos de sus compadres —el segundo ya había despertado—, se llegó hasta el fondo y tomando la cruz y uno de los clavos la acercó a Barroso que yacía exánime, después se volvió a Simón que no entendía lo que hacía.
—Dadme el mazo.
Simón ni atinó a moverse y Seis cogió de su mano la herramienta, regresando a continuación, junto al cuerpo desmadejado del bachiller. Entonces, tomándole una mano, la colocó en medio del madero. Con unos golpes secos y precisos, hundió el grueso clavo en el mismo centro, doblando la punta por detrás de modo que era imposible, sin una adecuada tenaza, extraerlo. El otro, ante el insoportable dolor, abrió los párpados un instante y al ver su diestra clavada en la cruz, con un grito horrísono, se desmayó de nuevo. Los desorbitados ojos de sus compadres no acababan de creer lo que estaban viendo.
—La cruz le impedirá, cuando despierte, salir por el portillo —aclaró—. Amo, ¿hago lo mismo con estos dos?
El que estaba en pie con el hombro destrozado por los colmillos del can, llevándose la mano a la faltriquera, aclaró temblando:
—Yo tengo otra llave, yo era el que traía la comida al niño.
Simón había reaccionado.
—¡Dádmela!
El individuo le entregó la llave del candado que, a su vez, largó a Seis; entonces se fue hacia la criatura y, tomándola con sumo cuidado en sus brazos, se dirigió al portillo seguido del perro que, moviendo el rabo, no dejaba de saltar a su alrededor. Salieron los tres y Domingo tomando el candado y colocándolo en los cáncamos, cerró el pasador para, a continuación, colocar grandes brazadas de paja cubriendo la puerta.
Salieron a la calle, Benjamín atravesado sobre la cruz del caballo de Simón, éste enarbolando en su diestra el rebenque de siete colas y Seis, sujeta la brida de la mula a su garañón, y portando en la mano libre un hacha que había recogido en la cuadra. Las gentes que pretendían entrar en la judería se abrían, a su paso, cual manteca al corte de un cuchillo caliente. En tanto ambos se acercaban a su posada, los grupos que se cruzaban con ellos y que se dirigían a sumarse a los que ya estaban dentro de la aljama, los miraban con desconfianza, pero si a alguno se le pasó por las mientes interceptar su camino, el tamaño y la catadura del jinete que, montando un imponente garañón arrastraba la mula, le disuadió de tal cometido. Detuvieron las cabalgaduras y Simón indicó a Domingo que sujetara la brida de su caballo. Entonces, con sumo cuidado, tomó el bulto del niño, y se lo echó al hombro cual si fuera un fardo y de esta guisa, y, seguido del perro y en tanto Domingo se quedaba fuera vigilando las cabalgaduras, se introdujo en la posada, nadie había a la vista. Los huéspedes, o estaban en la calle viendo, si no participando en los acontecimientos o, si su talante era timorato, se habían resguardado en sus habitaciones, no fuera a ser que la cola del temporal los afectara. Entonces Simón, tras asegurarse de que nadie lo observaba, subiendo la corta escalera que conducía al entresuelo, se dirigió a la puerta de su habitación, la abrió con su llave e introduciéndose en ella la cerró tras de sí. A continuación, depositó con sumo tiento al niño en uno de los catres y suavemente apartó de su rostro el lienzo con que estaba envuelto. En aquel instante, Benjamín se despertaba de su atormentado desvanecimiento.
—¿Quién sois?
La vocecilla del niño sonó en la oscuridad.
—Un amigo, no tengas cuidado que nadie te va ha hacer daño.
—¿Dónde estoy y dónde están mi madre y mi padre?
—Ahora descansa, aquellos hombres malos ya no regresarán jamás y cuando despiertes tu madre estará a tu lado. Además, no debes temer nada, te dejo en compañía de tu perro.
Los ojos de ambos se habían hecho a la penumbra y aun en la tenue oscuridad se distinguían. El niño reconoció al perro y su sonrisa denotó la confianza que sentía en presencia de su fiel amigo. El can, como si hubiera entendido el mensaje, se echó a los pies de la cama dispuesto a velar el descanso de su pequeño amo. Simón puso su mano en la frente del infante y fue consciente de que la fiebre le había atacado. Se fue hasta la jarra que estaba en la mesilla y, tomando un cuenco, lo llenó de agua, luego regresó junto al niño y lo arrimó a sus labios en tanto que con la mano libre lo incorporaba. El pequeño bebió con avidez. Cuando terminó, lo acostó nuevamente y al ver que la modorra proporcionada por la droga suministrada por aquellos engendros de Satanás todavía le hacía efecto, le habló con voz queda y cariñosa:
—Descansa, tú eres un chico valiente y aquí nadie te ha de molestar, ahora voy a buscar a tu madre y, te lo repito, cuando despiertes, ella estará contigo para no separarse de ti nunca más.
Cuando Simón pronunció la última palabra, el niño dormía otra vez un agotado, artificial e inquieto sueño. Colocó un cobertor sobre su cuerpecillo y, dándole una última mirada, se dirigió, de nuevo, a la salida.
Domingo esperaba, inmóvil como un árbol, a que Simón regresara. Un silbido corto le avisó de ello y acercó el caballo a fin de que su amo pudiera montarlo. Éste, de un ágil bote, saltó sobre la silla. En tanto calzaba los estribos y se hacía con las bridas del corcel, habló con su fiel criado:
—Domingo, vamos a dejar los caballos en la cuadra que hay al lado del mercado de la Contratación, que está abierta día y noche, y luego iremos en busca de Esther. Quiero comprobar qué ocurre en las puertas con los que intentan atravesarlas a pie. Si tengo la fortuna de encontrarla, seguramente no estará sola, y si somos varios y hay mujeres, no existe otra vía de escape. Las cosas no están para andar con miramientos, ya la perdí una vez en Toledo y no quiero volver a perderla; no voy a permitir que alguien se oponga, y si tal ocurriera ya vería la forma de actuar.
Al decir esto último, Simón pensaba que tal vez Rubén, por mor de perder a sus hijos, se resistiera a su partida, pero, al estar ella resuelta, estaba decidido a defender, con uñas y dientes, lo que consideraba suyo.
Seis no chistó, para él nada había en el mundo más importante que los deseos de su amo.
—Amo, cuando mandéis estoy dispuesto.
Ambos se pusieron en marcha y tras dejar los caballos atados junto al abrevadero interior del mercado, luego de que bebieran, colocarles, así mismo, los sacos con alfalfa para que comieran y pagar el correspondiente óbolo al encargado del lugar, se dirigieron a la puerta más cercana de la aljama que era la de la Carne.
A medida que se iban acercando, Simón se fue haciendo a la idea de lo que debía estar ocurriendo al otro lado de la muralla. En el camino fueron encontrando grupos de hombres que caminaban en dirección contraria, ebrios de vino y ahítos de venganza, que en medio de mofas y algazara, portaban sacos rebosantes de hurtos y despojos obtenidos en el interior y Simón coligió que los dueños de aquellas mercancías no habrían cedido de buen grado sus pertenencias, aquello olía a muerte y a pillaje. Aceleraron el paso y llegaron a la puerta. La multitud que allí se apiñaba era pavorosa. Unos, los más, pugnaban por entrar incentivados por las muestras de riquezas que portaban los que intentaban salir. En la puerta, milicias ciudadanas controlaban a todo aquel que intentara salir si tenía aspecto de judío y no iba acompañado por fraile o clérigo que lo avalara. Simón pugnaba contra aquella corriente humana que le impedía avanzar más rápidamente. En un momento dado, Seis lo superó. «Dejadme a mí», dijo. Y empleando sus poderosos brazos, cual si fueran remos, comenzó a apartar gentes.
Luego de que Domingo abriera brecha entre la multitud de exaltados que se arracimaba frente al arco de la entrada y tras arduos esfuerzos, se encontraron dentro.
La calle era un caos, la noche había caído y aquí y acullá se veían fuegos, los unos incipientes y otros ya más crecidos. La muchedumbre enardecida, portando antorchas, y armada con guadañas, azadones, dagas, hoces y toda clase de útiles cortantes, había invadido la aljama cometiendo tropelías sin fin. Ni un soldado, alguacil o autoridad se veía por lado alguno, de modo que aquella multitud incontrolada y cegada por un odio visceral se había adueñado de la situación, que a cada segundo se tornaba más y más caótica. Los judíos, aterrorizados y corriendo como conejos asustados perseguidos por podencos, se habían refugiado en las sinagogas, atrancado las puertas para impedir que el populacho pudiera profanar sus templos mancillando sus sagrados símbolos para lo cual intentaban ocultar sus
menorás
y sus torás en los sitios más inverosímiles, en la vana esperanza de que, en cualquier momento, aparecieran hombres del rey deteniendo aquel aquelarre. Otros, los menos, se dejaban bautizar en las calles por frailes que, habiendo entrado con el torrente humano, intentaban atraer a aquellos desgraciados a la verdadera y, para ellos, única religión. Los tales clérigos acompañaban a los nuevos cristianos con lo puesto hasta las puertas, y en ellas les libraban un salvoconducto provisional que llevaban en sus bolsas y, arrancándoles el círculo amarillo que llevaban sobre sus ropajes, les permitían traspasar los límites y huir con el único capital evaluable, el de sus vidas. Las casas eran asaltadas y los bienes de sus propietarios esparcidos por las calles, de modo que cada quien tomaba lo que le venía en gana creyendo resarcirse, de alguna manera, de los dineros que los recaudadores semitas les habían arrebatado anteriormente. El capítulo de violaciones fue terrible. Una turba de desalmados que habían entrado a tiro hecho con esta obsesión en la cabeza, se refocilaba con las mujeres que les salían al paso, luego de asesinar a sus parientes y amigos, pues sabían que esta grave falta contra el sexto les sería exonerada en confesión al haberla cometido con mujeres judías y que lo habían hecho para desenraizar aquella maldita raza ya que los frutos, si los hubieren, que nacieran de aquellas aberrantes y bárbaras acciones, serían con seguridad nuevos cristianos, pues los judíos ya no existirían.
Los ayes y lamentos batían el aire e iban
in crescendo
a la vez que caía la noche y a Simón, la vista de aquel siniestro espectáculo, le heló la sangre.
—¡Deprisa, Seis, hemos de alcanzar Archeros!, me parece que la sinagoga de la plaza Azueyca está ardiendo.
El gigante, presto a repeler cualquier agresión y hacha en mano, iba junto a su amo. Tan aprisa como las circunstancias permitían, fueron avanzando, ahogados por el humo y las llamas, apartando a un lado u otro a todo aquel que iba saliendo al paso. De esta guisa llegaron frente a la sinagoga, el edificio ardía por los cuatro costados. Grupos de energúmenos colocados en las puertas armados con hoces y guadañas, degollaban a todo aquel que quisiera ganar la calle. El espectáculo era apocalíptico. Algún judío que se había encaramado al tejado por no morir abrasado, se tiraba al vacío desde la altura, estrellándose contra el suelo y siendo rematado al punto por los que aguardaban, entre risas y jolgorios. Los que arriba estaban dudando eran animados por los espectadores, que en medio de burlas les decían: «¡Lanzaos sin miedo al vacío, no tengáis cuidado que un ángel os salvará!, ¿acaso no abrió Yahvé las aguas del mar Rojo para que pasaran vuestros padres?»
Simón no lo pensó ni un instante y, agarrando la manga del ropón de Seis se dirigió, con el alma encogida por la angustia, a la casa de la calle Archeros. Llegó hasta ella y las lágrimas asaltaron sus ojos, el edificio estaba en llamas. Cuando Domingo quiso darse cuenta, él ya había atravesado la cancela y se había introducido en el interior. Todo era oscuridad y estrago. Pasó el recibidor y se asomó a las estancias inferiores, nada había en su sitio, los muebles por el suelo, los cortinajes arrancados, los armarios descerrajados y su interior esparcido por doquier, el calor era insoportable, se asomó a la cocina seguido por su criado y, mojando un trapo en una jofaina que aún permanecía llena de agua, se lo colocó sobre la cara y, cubriéndose la boca, se precipitó escaleras arriba como un poseso: «¡Amo, amo!»
Entre el crepitar del fuego y el crujir del maderamen, ni siquiera oyó la voz de Domingo que le advertía que la techumbre estaba a punto de ceder. Llegado al primer piso, fue abriendo a patadas las puertas de las alcobas secundado por Seis que lo había seguido ante lo inútil de sus advertencias. Cuando la evidencia se impuso, el dolor atenazó sus músculos y se quedó en medio del distribuidor, con la voluntad anulada y la mente en blanco, sin saber qué hacer ni dónde más buscar. Entonces, los brazos poderosos de Domingo lo cogieron, cual si fuera una carga liviana y, cargado en su hombro, se encontró en la puerta que conducía al patio de atrás de la casa, apoyado en una columna, tosiendo como un tísico y porfiando para que, en sus pulmones, entrara un brizna de aire. Cuando se recuperó, sin saber lo que hacía y transido de dolor, mirando al cielo, de sus labios salió un profundo lamento de animal herido, abrumado de desesperanza y el nombre de su amada resonó en medio de la noche dominándolo todo.
—¡¡¡Esther, amada mía, donde estáis!!! Yo también quiero morir, ¡maldito seas Yahvé, una y mil veces, por robármela otra vez!
Las nubes se desflecaron y en aquel instante comenzó una tormenta seca de rayos y truenos, corta y violenta, pero sin que cayera una sola gota de agua que tan bien hubiera venido para apagar fuegos. Simón quedó quieto pensando que aquélla era la respuesta que le enviaban los cielos. Seis, respetando su dolor, no intervino para obligarlo a entrar en el pequeño porche.
Un rayo, luego un trueno y cuando ya los ecos del mismo rebotaban por los cerros de alrededor, un grito desesperado rasgó el aire, nombrándolo:
—¡Simón, auxiliadnos, estamos aquí!
El muchacho se volvió a su amigo por ver en sus ojos si sus oídos habían oído lo mismo que los suyos. En su expresión atenta entendió que no era una elucubración de su mente y que el grito percibido había sido real.