—¡Mata al pelgrane! —jadeó Cugel—. ¡Necesitamos la cuerda para algo más urgente!
—Tú mismo has valorado este pelgrane en cien terces. El valor de la cuerda es de diez terces.
—Muy bien —dijo Cugel entre dientes chirriantes—. Diez terces por la cuerda, pero no puedo pagar cien terces por un pelgrane muerto, puesto que sólo tengo cuarenta y cinco.
—Está bien. Paga los cuarenta y cinco terces. ¿Qué puedes ofrecer como garantía de lo que falta?
Cugel consiguió sacar su bolsa con los terces. Al hacerlo mostró el pendiente con el ópalo, que Iolo exigió de inmediato, pero que Cugel se negó a entregar hasta que el tentáculo hubiera sido convenientemente atado al tocón.
De mala gana, Iolo decapitó al pelgrane, luego soltó la cuerda y la empleó para asegurar el tentáculo al tocón, relajando así la tensión sobre la pierna de Cugel.
—El pendiente, por favor —dijo Iolo, y apoyó de modo significativo su cuchillo en la cuerda.
Cugel le arrojó la joya.
—Aquí la tienes: toda mi riqueza. Ahora, por favor, libérame de este tentáculo.
—Soy un hombre precavido —dijo Iolo—. Debo considerar el asunto desde varias perspectivas. —Inició los preparativos para acampar allí aquella noche.
—¿Acaso no recuerdas cómo te salvé del pelgrane? —exclamó Cugel con tono lastimero.
—¡Por supuesto que lo recuerdo! De todos modos, se ha suscitado una importante cuestión filosófica. Alteraste una estasis, y ahora un tentáculo sujeta tu pierna, lo cual, en un cierto sentido, es una nueva estasis. Tengo que reflexionar profundamente sobre todo este asunto.
Cugel intentó argumentar, sin el menor resultado. Iolo encendió una fogata, en la que preparó un guiso de hierbas, que comió como acompañamiento de medio pollo frío y abundantes tragos de vino de una bota de piel.
Luego se reclinó contra un tronco y dedicó su atención a Cugel.
—Seguro que te diriges a la Gran Exposición de Maravillas del duque Orbal.
—Sólo soy un viajero —dijo Cugel—. ¿Qué es esta Gran Exposición»?
Iolo lanzó a Cugel una mirada conmiserativa por su estupidez.
—Cada año, el duque Orbal preside un concurso de hacedores de maravillas. Este año el premio son mil terces, que espero ganar yo con mi «Saco de Sueños».
—Supongo que tu «Saco de Sueños» es un chiste, o algo parecido a una metáfora romántica.
—¡Nada de eso! —declaró despectivamente Iolo.
—¿Una proyección caleidoscópica? ¿Un programa de imitaciones? ¿Un gas alucinógeno?
—Nada de eso. Llevo conmigo un cierto número de sueños no adulterados, congelados y cristalizados.
Iolo rebuscó en su mochila y extrajo un saquito de suave piel marrón, del que sacó un objeto parecido a un pálido copo de nieve azul de un par de centímetros de diámetro. Lo alzó a la luz del fuego para que Cugel pudiera admirar sus cambiantes reflejos.
—Emborracharé al duque Orbal con mis sueños, y, ¿cómo puedo fallar en conseguir el premio por encima de todos los demás concurrentes?
—Parece que tienes posibilidades. ¿Cómo conseguiste reunir estos sueños?
—El proceso es secreto; de todos modos, puedo describirte el procedimiento general. Vivo al lado del lago elt, en la región de Dai-Passant. En las noches tranquilas la superficie del agua se espesa hasta formar una película que refleja las estrellas como pequeños glóbulos resplandecientes. Utilizando un procedimiento adecuado, puedo recoger impalpables hilos compuestos por luz estelar en su estado puro y moléculas de agua. Tejo estos hilos formando redes, y luego parto a la caza de sueños. Me oculto tras los doseles y entre las hojas de los emparrados, sobre los tejados, en los dormitorios. Siempre estoy preparado para echar mi red sobre los sueños en el momento en que pasan flotando por mi lado. Cada mañana llevo esos maravillosos atisbos a mi laboratorio, y allí los selecciono y proceso los que me interesan. A su debido tiempo consigo un cristal con un centenar de sueños, y con ellos pienso cautivar al duque Orbal.
—Te felicitaría si no fuese por este tentáculo que tengo agarrado a mi pierna —dijo Cugel.
—Es una generosa emoción —admitió Iolo. Echó varios troncos al fuego, canturreó un conjuro de protección contra las criaturas nocturnas, y se preparó para dormir.
Pasó una hora. Cugel intentó de varias maneras aflojar la presa del tentáculo, sin el menor éxito, del mismo modo que no pudo ni extraer su espada ni alcanzar la «Estallido Pectoral» de su bolsa.
Finalmente se sentó y estudió nuevos enfoques a la solución de su problema.
Estirándose y esforzándose consiguió coger una ramita, con la que atrajo hacia sí una rama muerta más larga, que le permitió alcanzar otra de parecida longitud. Ató las dos juntas con una cuerda de su bolsa, y consiguió una pértiga lo suficientemente larga como para llegar con su punta al lugar donde dormía Iolo.
Trabajando con cautela, Cugel arrastró el saco de Iolo por el suelo hasta situarlo al alcance de sus dedos. Primero extrajo la cartera de Iolo, donde halló doscientos terces, que trasladó a su bolsa; luego el pendiente con el ópalo, que metió en el bolsillo de su camisa; luego el saco de sueños.
La bolsa no contenía nada más de valor, excepto aquella porción de pollo frío que Iolo había reservado para su desayuno y la bota de vino; Cugel dejó ambas cosas a un lado para su propio uso. Devolvió la bolsa al lugar que le correspondía, luego separó las ramas y las echó a un lado. Sin ningún escondite mejor donde ocultar el saco de sueños, Cugel ató su cuerda al saco y lo bajó al misterioso agujero. Comió el pollo y bebió el vino, y después se instaló tan cómodamente como le fue posible.
Transcurrió la noche. Cugel oyó el lamento de la llamada de un animal nocturno que no pudo identificar, luego el mugir de un shamb de seis patas, a una cierta distancia.
A su debido tiempo, el cielo empezó a adquirir una tonalidad púrpura y apareció el sol. Iolo se levantó, bostezó, se pasó los dedos por el revuelto pelo, reavivó el fuego y saludó educadamente a Cugel.
—¿Cómo has pasado la noche?
—Tan bien como era de esperar. Después de todo, no sirve de nada quejarse de la inexorable realidad.
—Exacto. He meditado profundamente sobre tu caso, he llegado a una decisión que te complacerá. Este es mi plan. Seguiré mi camino hacía Cuirnif, y allí negociaré tu pendiente con el ópalo. Una vez tu cuenta haya quedado cancelada, volveré y te entregaré la suma que pueda exceder de ella.
Cugel sugirió un plan alternativo.
—Vayamos juntos a Cuirnif; así te evitarás el inconveniente de tener que regresar.
Iolo agitó negativamente la cabeza.
—Mi plan es mejor. —Fue a su bolsa para sacar su desayuno, y así se dio cuenta de la desaparición de sus propiedades. Lanzó una exclamación de desánimo y miró a Cugel—. ¡Mis terces, mis sueños! ¡Han desaparecido, todo ha desaparecido! ¿Cómo te explicas esto?
—De una forma muy sencilla. Aproximadamente cuatro minutos después de la medianoche, apareció un ladrón procedente del bosque y vació todo el contenido de tu bolsa.
Iolo se mesó la barba con ambas manos.
—¡Mis preciosos sueños! ¿Por qué no diste la alarma?
Cugel se rascó la cabeza.
—Con toda sinceridad, no me atreví a alterar la estasis.
Iolo saltó en pie y miró hacia el bosque, en todas direcciones. Se volvió de nuevo hacia Cugel.
—¿Qué clase de hombre era ese ladrón?
—En ciertos aspectos parecía un hombre más bien amable; tras hacerse cargo de tus posesiones, me ofreció medio pollo frío y una bota de vino, que consumí con profunda gratitud.
—¡Tomaste mi desayuno!
Cugel se encogió de hombros.
—No podía saberlo, y de hecho no lo pregunté. Mantuvimos una breve conversación, y así supe que como nosotros se dirigía a Cuirnif y a la Exposición de Maravillas.
—¡Ajá! ¿Reconocerías a esa persona si la vieras de nuevo?
—Sin la menor duda.
Iolo se mostró inmediatamente activo.
—Veamos este tentáculo. Quizá pueda liberarte de él.
—Agarró la punta del miembro gris dorado y, reuniendo sus fuerzas, luchó por soltarlo de la pierna de Cugel. Se esforzó durante varios minutos, pateando y tirando, sin prestar atención a los gritos de dolor de Cugel. Finalmente el tentáculo se relajó, y Cugel se arrastró hasta un lugar seguro.
Con grandes precauciones, Iolo se acercó al agujero y miró hacia sus profundidades.
—Sólo veo el resplandor de luces lejanas. ¡Realmente es misterioso!… ¿Qué es este trozo de cuerda que asoma por un lado?
—Até una piedra a la cuerda e intenté averiguar la profundidad del agujero —explicó Cugel—. No alcancé el fondo.
Iolo tiró de la cuerda, que primero cedió un poco, luego se resistió, finalmente se rompió, e Iolo se quedó contemplando el deshilachado extremo.
—Es extraño —murmuro—. La cuerda está corroída, como si hubiera estado en contacto con alguna sustancia ácida.
—Realmente peculiar —admitió Cugel.
Iolo arrojó la cuerda al agujero.
—Vámonos, no podemos perder más tiempo. Apresurémonos a Cuirnif y busquemos al ladrón que me robó todos mis bienes.
El camino abandonaba el bosque y cruzaba una zona de campos y huertos. Los campesinos alzaban sorprendidos la cabeza cuando los dos hombres pasaban por su lado: el rechoncho Iolo con su traje a cuadros blancos y negros y el delgado Cugel con una capa negra colgando de sus magros hombros y un elegante sombrero verde rematando su saturnino rostro.
A lo largo del camino, Iolo hizo más preguntas referentes al robo. Cugel había perdido interés en el tema y
respondió de forma ambigua, incluso contradictoria, y las preguntas de Iolo se hicieron si cabe más inquisitivas. Apenas entrar en Cuirnif, Cugel divisó una posada que parecía ofrecer un confortable acomodo. Dijo a Iolo:
—Aquí se separan nuestros caminos, puesto que tengo intención de quedarme en esta posada.
—¿Los Cinco Búhos? ¡Es el albergue más caro de Cuirnif! ¿Cómo pagarás la cuenta?
Cugel hizo un gesto confiado.
—¿No son mil terces el gran premio de la Exposición?
—Por supuesto, pero, ¿qué maravilla piensas exhibir? Te advierto que el duque no tiene paciencia con los charlatanes.
—No soy hombre que revele siempre todo lo que sabe —dijo Cugel—. No tengo por qué contar mis planes en este momento.
—¿Pero qué hay del robo? —exclamó Iolo—. ¿Acaso no hemos de buscar por todo Cuirnif al culpable?
—Los Cinco Búhos es un puesto de observación tan bueno como cualquier otro, puesto que seguro que el ladrón visitará su sala común para alardear de sus hazañas y gastar tus terces en bebida. Mientras tanto, te deseo un buen techo y agradables sueños.
Cugel hizo una educada inclinación de cabeza y se separó de Iolo.
En Los Cinco Búhos seleccionó una habitación adecuada, donde se lavó y se cambió de ropas. Luego bajó a la sala común, donde disfrutó de una abundante comida con lo mejor que la casa le podía ofrecer.
El posadero acudió a verificar que todo estaba en orden, y Cugel le felicitó por la comida.
—De hecho, si lo tenemos todo en cuenta, Cuirnif debe ser considerado como un lugar privilegiado por los elementos. La perspectiva es agradable, el aire es vigorizante, y el duque Orbal parece más bien indulgente.
El posadero asintió sin comprometerse a nada.
—Como indicáis muy bien, el duque Orbal nunca se muestra exasperado, truculento, suspicaz o duro, a menos que su profunda sabiduría lo incline a ello, en cuyo caso toda su suavidad es puesta de lado en interés de la justicia. Mirad a la cresta de la colina: ¿qué veis?
—Cuatro tubos, o depósitos cilíndricos, de aproximadamente treinta metros de altura por uno de diámetro.
—Tenéis buena vista. Dentro de esos tubos son dejados caer los miembros insubordinados de la sociedad, sin preocuparse de quién está debajo o quién vendrá después. De modo que, aunque podéis conversar con el duque Orbal e incluso aventurar alguna pequeña broma, no olvidéis nunca sus órdenes. Los criminales, por supuesto, tienen pocas oportunidades de confesar sus pecados.
Cugel, por la fuerza de la costumbre, miró intranquilo por encima del hombro.
—Todas estas medidas difícilmente pueden aplicarse a mí, un extranjero en esta ciudad.
El posadero lanzó un escéptico gruñido.
—Supongo que habéis venido a presenciar la Exposición de Maravillas.
—¡Por supuesto! Incluso pienso concurrir al gran premio. Por cierto, hablando de esto: ¿puedes recomendarme unas caballerizas de confianza?
—Por supuesto. —El posadero le dio instrucciones explícitas.
—También quiero contratar un grupo de operarios fuertes y de confianza —dijo Cugel—. ¿Dónde puedo reclutarlos?
El posadero señaló al otro lado de la plaza, hacia una destartalada taberna.
—Toda la gentuza de la ciudad se reúne en el patio de El Perro Aullador. Allí encontraréis operarios suficientes para todo lo que necesitéis.
—Mientras voy a visitar las caballerizas, ¿tendrás la amabilidad de enviar a un muchacho a contratar a una docena de hombres fuertes?
—Como queráis.
En las caballerizas, Cugel alquiló un carromato grande de seis ruedas y un tiro de robustos farlocks. Cuando regresó con el carro a Los Cinco Búhos, halló esperando a una docena de individuos de variada catadura, incluido un hombre no sólo senil sino al que le faltaba una pierna. Otro, al borde de la intoxicación, apartaba de sí imaginarios insectos. Cugel desechó inmediatamente a esos dos. El grupo incluía también a Iolo el Recolector de Sueños, que escrutó a Cugel con extrema suspicacia.
—Mi querido amigo, ¿qué haces tú en esta sórdida compañía? —preguntó Cugel.
—He buscado un trabajo para poder comer —dijo Iolo—. ¿Puedo preguntarte cómo has conseguido los fondos para pagar un equipo de trabajo como éste? ¡Observo también que de tu oreja cuelga esa gema que apenas hace una noche era propiedad mía!
—Es la segunda de un par —dijo Cugel—. Como sabes muy bien, el ladrón se llevó la primera con todas tus demás posesiones.
Iolo frunció los labios.
—Estoy más ansioso que nunca por encontrar a ese quijotesco ladrón que me roba mi gema pero te deja a ti en posesión de la tuya.
—Era en efecto una persona notable. Creo que lo vi hace apenas una hora, saliendo precipitadamente de la ciudad.
Iolo frunció de nuevo los labios.