La saga de Cugel (29 page)

Read La saga de Cugel Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La saga de Cugel
10.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sus temores se vieron confirmados. Las tres mimos se habían metido en la cabina de popa. El doctor Lalanke estaba de pie en el umbral, haciéndoles señales. Al ver a Cugel exclamó colérico:

—¡Irritantes criaturas! Una vez deciden por sí mismas, se hallan más allá de todo control. A veces me pongo fuera de mi por la frustración; ¡lo admito libremente!

—Sea como sea, tienen que abandonar mi cabina.

Lalanke exhibió una pálida sonrisa.

—Yo no puedo hacer nada. Persuadidlas como queráis de que la abandonen.

Cugel entró en la cabina. Las tres doncellas permanecían sentadas en la litera, contemplándole con grandes ojos grises. Cugel señaló la puerta.

—¡Fuera todas! Ésta es la cabina del capitán, y yo soy el capitán.

De común acuerdo, las doncellas alzaron las piernas y cruzaron los brazos en torno a sus rodillas.

—Sí, sí, encantador, de acuerdo —dijo Cugel—. No estoy seguro de sentir atracción hacia unas criaturas tan hermafroditas. En circunstancias apropiadas me sentiría dispuesto a experimentar, pero no en un grupo de tres, lo cual causaría distracciones. Ahora vamos, quitad vuestros pequeños y frágiles cuerpos de aquí, o me veré obligado a echaros.

Las doncellas permanecieron sentadas, inmóviles como búhos.

Cugel lanzó un suspiro.

—Bien, así sea. —Echó a andar hacia la cama, pero fue interrumpido por la impaciente voz de Varmous.

—¿Cugel? ¿Dónde estás? Necesitamos tomar decisiones.

Cugel fue a cubierta, para encontrar a todos los pasajeros de «primera», que habían subido la pasarela y estaban disputándose la posesión de las cabinas. Varmous dijo a Cugel:

—¡No podemos retrasarnos más! Debo poner en marcha la caravana y atar el barco detrás del primer carruaje.

—¡Hay demasiados pasajeros a bordo! —exclamó furioso Cugel—. ¡Cuatro deben bajar a los carruajes! ¡Mientras tanto, el doctor Lalanke y su troupe se han apoderado de mi cabina!

Varmous alzó sus enormes hombros.

—Puesto que tú eres el capitán, lo único que necesitas hacer es dictar las órdenes apropiadas. Mientras tanto, suelta todas las amarras menos una y prepara tu magia.

Varmous bajó al suelo.

—¡Espera! —exclamó Cugel—. ¿Dónde está el cocinero para preparar nuestras comidas y el camarero para servirlas?

—Todo a su tiempo —dijo Varmous—. Tú prepararás la comida del mediodía, puesto que no tienes nada mejor que hacer. ¡Ahora sube la pasarela! ¡Prepárate para partir!

Hirviendo de irritación, Cugel ató su cuerda de la anilla de proa al tronco de un ciprés, luego retiró todas las demás amarras. Con la ayuda del doctor Lalanke y Clissum, subió a bordo la pasarela.

La caravana apareció por el camino. Varmous soltó la cuerda del ciprés y el barco flotó en el aire. Varmous ató la cuerda a la parte de atrás del primer carruaje, tirado por dos farlocks de la corpulenta raza Ganghorn Negra. Sin más, Varmous trepó al carruaje y la caravana emprendió la marcha siguiendo la orilla del río.

Cugel echó un vistazo a cubierta. Los pasajeros estaban junto a las barandillas, contemplando el paisaje y felicitándose por su modo de transporte. Se había iniciado ya una especie de camaradería que afectaba a todos salvo a Nissifer, que permanecía sentada en una peculiar postura junto a la cala. El doctor Lalanke permanecía también algo apartado de los demás. Cugel se reunió con él junto a la borda.

—¿Habéis sacado a vuestras sirvientas de mi cabina?

El doctor Lalanke agitó gravemente la cabeza.

—Son criaturitas curiosas, inocentes y sin maldad, motivadas sólo por la fuerza de sus propias necesidades.

—¡Pero seguro que obedecen vuestras órdenes!

Mediante alguna extraordinaria flexibilidad de sus rasgos, el doctor Lalanke consiguió a la vez parecer disculparse y sonreír divertido.

—Así cabría pensar. A menudo me pregunto cómo me consideran: seguro que no como su amo.

—¡Extraordinariamente singular! ¿Cómo llegaron a vuestra custodia?

—Debo informaros que soy hombre de gran riqueza. Vivo junto al río Szonglei, no lejos de la antigua Romarth. Mi mansión está construida de maderas raras: tirrinch, difono brumoso, skeel, trank púrpura, camfer y una docena más. Puede que mi vida sea de ociosidad y esplendor, pero, para dar validez al hecho de mi existencia, registro las vidas y obras de los grandes magos. Mi colección de personalidades y magos importantes y curiosos es notable. —Mientras hablaba, sus ojos se fijaron en la «Estallido Pectoral» que Cugel utilizaba como adorno en su sombrero.

Cugel preguntó cautelosamente:

—¿Y vos también sois mago?

—¡Ojalá! Carezco de la fuerza necesaria. Puedo usar un conjuro insignificante contra los insectos picadores, y otro para apaciguar a los perros que ladran, pero magia como la vuestra, que lanza todo un barco por los aires, está más allá de mi capacidad. Y puesto que hablamos del tema, ¿qué es ese objeto que lleváis en vuestro sombrero? ¡Exhala un flujo inconfundible!

—El objeto posee una curiosa historia, que os contaré en un momento más adecuado —dijo Cugel—. En este momento…

—¡Por supuesto! Estáis más interesado en las «mimos», como yo las llamo, y puede que ésta sea la función para la que fueron creadas.

—Estoy interesado sobre todo en sacarlas de mi cabina.

—Seré breve, aunque debo retroceder hasta el Gran Motholam, del ya fenecido decimoctavo eón. El archimago Moel Leí Laio vivió en un palacio tallado de una sola piedra lunar. Incluso hoy, si recorréis la Llanura de las Sombras Grises, podéis encontrar uno o dos fragmentos. Cuando excavé las antiguas criptas descubrí una caja de cambent que contenía tres figurillas, de cuarteado y descolorido marfil, no mayores que mi dedo índice. Llevé esos objetos a mi mansión y me dediqué a lavarlos para quitarles toda la suciedad, pero absorbían el agua tan rápido como yo la aplicaba, y finalmente las puse en una piscina para que estuvieran en remojo toda la noche. Por la mañana descubrí a esas tres criaturas que ya habéis visto. Utilicé los nombres de Sush, Skasja y Rlys en honor a los nombres de las tres Gracias tracintianas, e intenté dotarlas del habla. Jamás han emitido un sonido, ni siquiera entre sí.

»Son extrañas criaturas, sorprendentemente dulces, y podría estar hablando durante horas de su conducta. Las llamo «mimos» porque, cuando se sienten de humor, adoptan posturas y actitudes y simulan un centenar de situaciones distintas, ninguna de las cuales llego a comprender. He aprendido a dejarles hacer lo que quieran; a cambio, ellas me permiten que las cuide.

—Todo esto está muy bien —dijo Cugel—. Ahora las mimos del fenecido decimoctavo eón deben descubrir la realidad de hoy, encarnada en la persona de Cugel. Os advierto: ¡puede que me vea obligado a echarlas por la fuerza!

El doctor Lalanke se encogió tristemente de hombros.

—Estoy seguro de que seréis tan gentil como os sea posible. ¿Cuáles son vuestros planes?

—¡El tiempo de los planes ya ha terminado! —Cugel se dirigió a la puerta de la cabina y la abrió de par en par. Las tres muchachas permanecían sentadas como antes, mirando a Cugel con ojos interrogadores.

Cugel se apartó a un lado y señaló la puerta.

—¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Salid de aquí! Quiero echarme en mi camastro para descansar un poco.

Ninguna de las tres movió el menor músculo. Cugel avanzó unos pasos y tomó el brazo de la doncella que le miraba desde la derecha. Instantáneamente la habitación se llenó de un terrible movimiento, y antes de que Cugel comprendiera lo que ocurría se vio propulsado fuera de la cabina.

Cugel volvió a entrar, furioso, e intentó aferrar a la más cercana de las mimos. Ella se deslizó de su presa sin variar en absoluto la actitud de su rostro, y de nuevo la habitación pareció llenarse de aleteantes figuras: arriba, abajo y a todo su alrededor, como gigantescas polillas. Al fin, Cugel consiguió agarrar a una de las muchachas por detrás y, arrastrándola hasta la puerta, logró empujarla a cubierta. Al mismo tiempo fue empujado hacia delante e, instantáneamente, la expulsada doncella regresó a la cabina.

Los otros pasajeros habían acudido a mirar. Todos estaban riendo y haciendo comentarios burlones, excepto Nissifer, que no prestaba la menor atención a lo que ocurría. Finalmente, el doctor Lalanke dijo, como si quisiera justificarse:

—¿Veis cómo son las cosas? Cuanto más brusca vuestra conducta, más decidida es su respuesta.

—Tendrán que salir a comer —dijo Cugel entre apretados dientes—. Entonces veremos.

El doctor Lalanke agitó la cabeza.

—No confiéis en eso. Sus apetitos son frugales; de tanto en tanto toman un mordisco de fruta, o un pastelito, o un sorbo de vino.

—¡Qué vergüenza, Cugel! —dijo Ermaulde—. ¿Pensáis dejar morir de hambre a tres pobres niñas ya tan pálidas y lánguidas?

—¡Si no les gusta morirse de hambre, pueden abandonar mi cabina!

El eclesiarca alzó muy enhiesto un dedo notablemente blanco y largo, de nudosas articulaciones y uña amarillenta.

—Cugel, cultiváis vuestros sentidos como si fueran plantas de invernadero. ¿Por qué no, de una vez por todas, rompéis la tiranía de vuestros órganos internos? Os proporcionaré un tratado para que lo estudiéis.

—En último análisis, la comodidad de vuestros pasajeros debe pasar por encima de la vuestra —dijo Cussum—. ¡Otro asunto! Varmous garantizó una espléndida cocina de cinco o seis platos. El sol ya está muy alto; es hora de que empecéis a hacer vuestros preparativos para la comida.

Finalmente, Cugel consiguió decir:

—Si Varmous os garantizó esto, dejemos que sea Varmous el que se encargue de la cocina.

Perruquil lanzó un grito ultrajado, pero Cugel no estaba dispuesto a ceder.

—¡Ya tengo bastante con mis propios problemas!

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —quiso saber Perruquil.

Cugel señaló hacia la borda.

—¡Descended por la escalerilla y quejáos a Varmous! En cualquier caso, no me molestéis a mi.

Perruquil se dirigió decidido hacia la barandilla y lanzó un gran grito.

Varmous alzó su amplio rostro hacia él.

—¿Qué ocurre?

—Problemas con Cugel. Tenéis que atender de inmediato este asunto.

Varmous detuvo pacientemente la caravana, hizo bajar el barco y subió a bordo.

—Bien, ¿qué ocurre?

Perruquil, Clissum y Cugel se pusieron a hablar a la vez, hasta que Varmous alzó las manos.

—Uno tras otro, por favor. Perruquil, ¿cuál es vuestra queja?

Perruquil señaló a Cugel con dedo tembloroso.

—¡Es como una piedra! ¡No hace caso a nuestras demandas de comida, y no quiere ceder el acomodo que les corresponde a aquellos que pagaron por él!

Varmous suspiró.

—¿Y bien, Cugel? ¿Cómo justificas tu conducta?

—De ninguna manera. Echa inmediatamente a esas locas doncellas de mi cabina, o el Avventura dejará de seguir a la caravana y navegará más rápido a impulso del viento.

Varmous se volvió hacia el doctor Lalanke.

—No se puede hacer nada. Debemos someternos a la petición de Cugel. Dígales que salgan.

—Pero entonces, ¿dónde dormiremos?

—Hay tres literas en el dormitorio de la tripulación, a proa, para las doncellas. Hay otra litera en la carpintería, que es muy tranquila y encajará perfectamente con las necesidades de su reverencia Gaulph Rabi. Pondremos a Ermaulde y Nissifer en las cabinas de babor, Perruquil e Ivanello en las de estribor, mientras que vos y Clissum compartiréis la cabina doble. Así todos los problemas quedan resueltos, de modo que haced salir a las doncellas.

El doctor Lalanke dijo dubitativo:

—¡Este es precisamente el problema! ¡No quieren salir! Cugel lo intentó dos veces, y dos veces fueron ellas quienes lo echaron a él fuera.

Ivanello, reclinado a un lado, dijo:

—Y fue un espectáculo de lo más divertido. Cugel salió volando como si intentara saltar al otro lado de un ancho canal.

—Probablemente interpretaron mal las intenciones de Cugel —dijo el doctor Lalanke—. Sugiero que entremos los tres juntos. Varmous, vos podéis pasar primero, luego seguiré yo, y Cugel puede cerrar la marcha. Permitidme hacer los signos.

Los tres entraron en la cabina, para encontrar a las doncellas sentadas como siempre en la litera. El doctor Lalanke hizo una serie de signos; con una absoluta docilidad, las tres muchachas salieron en fila de la cabina.

Varmous agitó sorprendido la cabeza.

—¡No puedo comprender el furor! Cugel, ¿quedan solucionadas todas tus quejas?

—Diré solamente esto: el Aveentura seguirá navegando con la caravana.

Clissum tironeó de su gordezuela barbilla.

—Puesto que Cugel se niega a cocinar, ¿dónde y cómo podremos disfrutar de la espléndida cocina que nos prometisteis?

—Cugel sugirió que os encargarais vos mismo de cocinar —dijo Perruquil con voz venenosa.

—Tengo otras responsabilidades más serias, como Cugel sabe muy bien —dijo Varmous rígidamente—. Parece que tendré que asignar un camarero al barco. —Se asomó por la borda y llamó—: ¡Enviad a Porraig a bordo!

Las tres doncellas iniciaron de repente un mareante girar, luego dieron un salto y se acuclillaron en posturas de ballet, que acentuaron con miradas burlonas y gestos indignos hacia Cugel. El doctor Lalanke interpretó los movimientos.

—Están expresando una emoción o, mejor aún, una actitud. No me atrevo a intentar una interpretación.

Cugel se alejó indignado, a tiempo para ver con el rabillo del ojo un aleteo de ajado satén marrón y el cerrarse de la puerta de su cabina.

Furioso, Cugel apeló a Varmous:

—¡Ahora esa mujer, Nissifer, se ha apoderado de mi cabina!

—¡Esas tonterías deben terminar inmediatamente! —dijo Varmous. Llamó a la puerta—. ¡Señora Nissifer, debéis retiraros a vuestros propios aposentos!

Desde el interior les llegó un ronco susurro, apenas audible:

—Me quedaré aquí, puesto que necesito oscuridad.

—¡Eso es imposible! ¡Ya hemos asignado esta cabina a Cugel!

—Cugel deberá irse a otra parte.

—Señora, lamento que Cugel y yo debamos entrar en la cabina y conduciros a vuestro propio aposento.

—Lanzaré una infección.

Varmous miró a Cugel con desconcertados ojos azules.

—¿Qué quiere decir con eso?

—No tengo la menor idea —dijo Cugel—. ¡Pero no importa! Las reglas de la caravana deben cumplirse. Ésta es nuestra primera preocupación.

Other books

36 Exposures by Linda Mooney
2 - Blades of Mars by Edward P. Bradbury
Everything I've Never Had by Lynetta Halat
The Ebola Wall by Joe Nobody, E. T. Ivester, D. Allen
The Dam Busters by Paul Brickhill
Rock Star by Adrian Chamberlain
John Brunner by A Planet of Your Own
The Corrigan legacy by Anna Jacobs
Bi-Curious George by Andrew Simonian