La rosa de zafiro (71 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: La rosa de zafiro
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—¿Fuisteis vos? —La terrible voz denunciaba su perplejidad.

—Fui yo. La castración debilita de tal modo vuestro poder que no podéis escapar al confinamiento. No poseeréis el Bhelliom, impotente deidad, y seguiréis preso por toda la eternidad, despojado de virilidad y libertad hasta que la más lejana de las estrellas se haya reducido a cenizas.

—Hizo una pausa y, cuando volvió a tomar la palabra, lo hizo de la misma forma hiriente con que alguien hurgaría con un cuchillo, retorciéndolo, en las entrañas de otra persona—. Fue vuestra absurda y transparente propuesta de que todos los dioses de Estiria nos uniéramos para arrebatar el Bhelliom a los dioses troll... «por el bien de todos»... lo que me proporcionó ocasión para mutilaros y recluiros, Azash. Vos sois el único culpable de lo que os ha ocurrido. Y ahora Anakha ha traído el Bhelliom y los anillos, e incluso a los dioses troll encerrados en la joya, para enfrentarse a vos. Os insto a someteros al poder de la Rosa de Zafiro... o, de lo contrario, vais a perecer.

Sonó un aullido de frustración inhumana, pero el ídolo no se movió.

Otha, arrebatado de pánico, comenzó a murmurar un desesperado encantamiento. Entonces lo liberó, y las espantosas estatuas de mármol blanco que circundaban el interior del vasto templo empezaron a agitarse y adoptaron una tonalidad verde, luego azulada y finalmente roja, al tiempo que llenaban el recinto con el parloteo de sus voces inhumanas. Sephrenia pronunció dos palabras en estirio, con voz calmada. Gesticuló y las figuras recobraron la inmovilidad, convertidas de nuevo en pálido mármol.

Otha exhaló un aullido y enseguida se puso a hablar de nuevo, tan frustrado y encolerizado que ni siquiera lo hizo en estirio, sino en su lengua nativa, el elenio.

—Escuchadme, Sparhawk. —La musical voz de Flauta sonaba muy quedamente.

—Pero Otha...

—Sólo está balbuceando. Mi hermana se ocupará de él. Prestad atención. Muy pronto llegará el momento en que hayáis de actuar. Yo os indicaré cuándo. Subid esos escalones hasta el ídolo y mantened la espada suspendida sobre el Bhelliom. Si Azash, Otha o cualquier otra cosa tratan de impediros llegar hasta la efigie, aplastad el Bhelliom. Si todo sale bien y llegáis hasta ella, tocad con el Bhelliom esa zona que parece quemada.

—¿Destruiré así a Azash?

—Por supuesto que no. El icono que está sentado allí sólo es un recubrimiento. El verdadero ídolo está debajo de ese tan grande. El Bhelliom destruirá dicha envoltura y entonces veréis al propio Azash. La auténtica efigie es bastante pequeña y está moldeada en barro cocido. En cuanto quede al descubierto, tirad la espada al suelo y sostened el Bhelliom con las dos manos. Después pronunciad exactamente estas mismas palabras: «Rosa Azul, soy Sparhawk de Elenia. Por el poder de estos anillos os ordeno que devolváis esta imagen a la tierra de donde proviene». A continuación poned el Bhelliom en contacto con el ídolo.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—No estoy segura.

—¡Aphrael! —protestó, perplejo, Sparhawk.

—Pesan más interrogantes sobre el destino del Bhelliom que sobre el vuestro, y yo no puedo predecir ni con el margen de un minuto lo que vais a hacer vos.

—¿Quedará destruido Azash?

—Oh, sí... y es muy posible que el resto del mundo también. El Bhelliom quiere librarse de este mundo, y éste podría ser el cambio que está esperando.

Sparhawk tragó saliva.

—Es un juego de azar —reconoció la diosa sin darle mayor importancia—, pero nunca sabemos de qué lado van a caer los dados hasta que los arrojamos, ¿no es cierto?

El templo quedó repentinamente a oscuras a causa del combate que libraban Sephrenia y Otha, y por un breve instante pareció que las tinieblas podían ser eternas, de tan intensas que eran.

Entonces la luz regresó gradualmente. Las hogueras de los enormes braseros de hierro cobraron vigor y las llamas fueron alcanzando mayor altura.

Con el retorno de la luz, Sparhawk descubrió que estaba mirando a Annias. El demacrado rostro del primado de Cimmura tenía una palidez cadavérica y en sus ojos no se atisbaba el más leve rastro de pensamiento. Cegado por su obsesiva ambición, Annias jamás había contemplado plenamente el horror al que había rendido el alma en su persecución del trono del archiprelado. Ahora era evidente que lo percibía, cuando, manifiestamente también, ya era demasiado tarde. Miró a Sparhawk, rogándole algo, cualquier cosa, que pudiera rescatarlo del abismo que se había abierto ante sus pies.

Lycheas gimoteaba y farfullaba aterrorizado, y Arissa lo abrazaba, aferrándose de hecho a él, con semblante que no traslucía menos terror que el de Annias.

El forcejeo entre Otha y Sephrenia proseguía, llenando el templo de ruido y de luz, de estrepitosos sonidos y de humo.

—Ha llegado el momento. —La voz de Flauta transmitía un perfecto sosiego.

Sparhawk se armó de valor y avanzó, manteniendo amenazadoramente la espada sobre la Rosa de Zafiro, que parecía casi encogerse bajo su pesada hoja de acero.

—Sparhawk —la vocecilla expresaba cierta tristeza—, os amo.

El próximo sonido que oyó no fue, no obstante, un mensaje de amor, sino un gruñido en la lengua de los trolls. Lo emitía más de una voz y procedía del propio Bhelliom. Sparhawk vaciló, azotado por el odio de los dioses troll. El dolor era insoportable. Se consumía de calor y de frío al mismo tiempo y sus huesos se levantaban palpitantes en su carne.

—¡Rosa Azul! —invocó jadeante y con voz quebrada, casi a punto de caer—. Ordenad a los dioses troll que se callen. La Rosa Azul va a hacerlo... ¡ahora mismo!

El insufrible dolor continuó y los aullidos en idioma troll se intensificaron.

—¡Entonces, morid, Rosa Azul! —Sparhawk alzó la espada. Los gruñidos cesaron súbitamente y el dolor también.

Sparhawk atravesó el primer peldaño de ónice y subió al siguiente.

—No lo hagáis, Sparhawk. —La voz sonaba en su cerebro—. Aphrael es una niña malévola. Os conduce a la propia perdición.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardaríais, Azash —dijo Sparhawk con voz temblorosa mientras subía el siguiente escalón—. ¿Por qué no me habéis hablado antes?

La voz que había percibido con la mente guardó silencio.

—¿Teníais miedo, Azash? —preguntó—. ¿Temíais que algo de lo que dijerais cambiara ese destino que no podéis prever? —Ascendió a la tercera grada.

—No lo hagáis, Sparhawk. —La voz era implorante ahora—. Yo puedo daros el mundo.

—No, gracias.

—Puedo concederos la inmortalidad.

—No me interesa. Los hombres están habituados a la idea de tener que morir. Son sólo los dioses quienes encuentran aterradora tal perspectiva. —Cruzó el tercer peldaño.

—Destruiré a vuestros camaradas si persistís.

—Todos los hombres perecen en una hora u otra —replicó Sparhawk, tratando de aparentar indiferencia.

Subió al cuarto escalón, y sintió como si de repente tratara de caminar a través de una roca maciza. Azash no se atrevía a atacarlo directamente, puesto que ello podría desencadenar el golpe fatal que los destruiría a todos. Entonces Sparhawk percibió la ventaja absoluta que jugaba a su favor. No sólo los dioses eran incapaces de predecir su destino, sino que además no podían leerle el pensamiento. Azash no tenía medios de saber cuándo tomaría la decisión de descargar la espada, ni de detectarlo, y, por lo tanto, no podría hacer nada para detenerlo. Resolvió valerse de esa superioridad. Todavía inmovilizado por el invisible obstáculo suspiró.

—Oh, bueno, si eso es lo que queréis... —Volvió a levantar la espada.

—¡No! —El grito no sólo procedía de Azash, sino también de los gruñidores dioses troll. Sparhawk atravesó la cuarta grada. Sudaba copiosamente. Podía ocultar sus pensamientos a los dioses, pero no a sí mismo.

—Ahora, Rosa Azul —dijo quedamente al Bhelliom cuando ascendía al quinto escalón—, voy a hacer esto. Vos, Khwaj y Ghnomb y los demás vais a ayudarme, o de lo contrario pereceréis. Un dios debe morir aquí: uno o varios. Si colaboráis conmigo, sólo fallecerá uno. Si no lo hacéis, serán varios.

—¡Sparhawk! —exclamó Aphrael con estupor.

—No os entrometáis.

—¿Puedo ayudaros? —susurró con su vocecilla de niña tras un momento de vacilación.

—De acuerdo, pero éste no es momento para juegos... y no me sobresaltéis. Tengo el brazo encogido como un resorte.

La chispa de luz comenzó a expandirse, difuminando su concentrado fulgor, y Aphrael surgió de ella con la flauta pastoril en los labios. Tenía, como siempre, los pies manchados de hierba y su rostro presentaba una expresión sombría.

—Adelante, aplastadlo, Sparhawk —dijo tras apartarse el instrumento de la boca—. No os escucharán. —Suspiró—. De todas formas estoy cansándome de la vida eterna. Machacad la piedra y acabemos de una vez.

El Bhelliom se oscureció por completo, y Sparhawk notó cómo se estremecía violentamente. Después recobró su brillo azulado, manso y sumiso.

—Ahora colaborarán, Sparhawk —dedujo Aphrael.

—Les habéis mentido —la acusó el caballero.

—No, os he mentido a vos. No hablaba con ellos. No pudo evitar ponerse a reír.

Cruzó el quinto escalón. El ídolo, mucho más cercano ahora, se erguía imponente sobre él. Vio a Otha, sudoroso y fatigado, luchando contra Sephrenia en un combate que, sólo por sus signos exteriores, Sparhawk percibió como mucho más titánico que el que había librado él con Martel. El puro terror instalado en el semblante de Annias era ahora mucho más evidente, y el ánimo de Arissa y su hijo desfallecía a ojos vista.

Sparhawk sentía la formidable presencia de los dioses troll, una presencia tan poderosamente real que casi veía sus gigantescas y repelentes formas proyectadas con ademán protector a su espalda. Subió a la sexta grada. Aún quedaban tres. Se preguntó vagamente si el número nueve tendría algún significado especial en las depravadas mentes de los fieles de Azash. Llegado a ese punto, el dios de los zemoquianos desencadenó todo un ataque en regla. Viendo que la muerte ascendía inexorablemente hacia él, puso en juego todo su poder para resguardarse del mensajero de negra armadura que le llevaba el trance en forma de resplandor azul.

A los pies de Sparhawk brotaron llamaradas, pero, antes de que notara siquiera su calor, quedaron apagadas por el hielo. Una monstruosa forma se abatió contra él, surgida de la nada, pero un fuego incluso más intenso que el que había sofocado el hielo la consumió. Sin duda contra su voluntad, pero sin otro remedio que obedecer al implacable ultimátum de Sparhawk, los dioses troll lo ayudaban ahora, neutralizando las defensas de Azash para franquearle el paso.

Azash se puso a chillar cuando Sparhawk llegó al séptimo peldaño. Ahora era factible llegar a él en precipitado impulso, pero Sparhawk decidió no hacerlo. No quería estar jadeante y tembloroso cuando llegara el momento culminante. Continuó con paso firme e inexorable, atravesando la séptima grada, al tiempo que Azash lo hostigaba con horrores inimaginables que, no obstante, contrarrestaban los dioses troll o el propio Bhelliom. Respiró hondo y ascendió al octavo escalón.

Entonces se vio rodeado de oro: monedas, lingotes y bloques informes del tamaño de la cabeza de un hombre. Del aire manó un torrente de brillantes joyas, azules, verdes y rojas, una cascada de incalculable valor que se vertía sobre el oro con todo el colorido del arco iris. De pronto las riquezas comenzaron a disminuir y fueron disipándose acompañadas de un grosero ruido de masticación.

—Gracias, Ghnomb —murmuró Sparhawk al dios troll de la comida.

Una hurí de abrumadora belleza lo llamó seductoramente. Pero fue al instante violada por un lujurioso troll. Como desconocía el nombre del dios del apareamiento, Sparhawk no supo a quién dar las gracias. Llegó por fin a la novena y última terraza.

—¡No podéis hacer eso! —chilló Azash.

Sin responder, Sparhawk avanzó ferozmente hacia la efigie con el Bhelliom aún en la mano y la amenazadora espada en la otra. A su alrededor restallaban relámpagos, pero todos los absorbía la creciente aureola azulada con que el Bhelliom lo protegía.

Otha había abandonado su infructuoso combate con Sephrenia y se había arrastrado, sollozando de terror, hasta la parte derecha del altar, sobre la misma estrecha losa de ónice negro donde se había dejado caer Annias. Arissa y Lycheas se apretaban uno contra otro, gimoteando.

—Deseadme suerte —susurró Sparhawk a la diosa niña al llegar al angosto altar.

—Desde luego, padre —repuso ésta.

El ídolo se encogió ante el intensificado resplandor del Bhelliom, con ojos desorbitados por el pavor. Sparhawk advirtió que un inmortal que ha de afrontar la impensable posibilidad de su propia muerte da muestras de una peculiar indefensión. Tal idea borraba cualquier otro pensamiento, y Azash sólo podía reaccionar en los niveles más elementales y pueriles. Volvió a atacar, arrojando ciegamente fuego contra el pandion de negra armadura que amenazaba su propia existencia. La sacudida producida por el choque entre la incandescente llama verde y la no menos brillante llama azul del Bhelliom fue terrible. El azul flaqueó y luego se consolidó. El verde retrocedió y después volvió a abalanzarse sobre Sparhawk.

Y el Bhelliom y Azash se enzarzaron en un pulso en el que aplicaban una irresistible fuerza para preservar su propio ser. Ninguno de ellos podía ceder. Sparhawk tuvo la desagradable impresión de que muy bien podría continuar allí de pie durante toda la eternidad con la joya medio extendida mientras Azash y el Bhelliom prolongaban su combate.

Llegó tras él, girando y dando tumbos en el aire con un sonido semejante a un aleteo. Pasó sobre su cabeza e hizo impacto en el pétreo pecho de la imagen, provocando una gran profusión de chispas. Era el hacha de filo con ganchos de Bevier. Tal vez irreflexivamente, Berit había arrojado el arma al ídolo en un alocado gesto de desafío.

Pero dio resultado.

El ídolo retrocedió involuntariamente ante algo que no podía causarle daño, y su fuerza y su fuego se disiparon momentáneamente. Sparhawk se precipitó hacia adelante apretando el Bhelliom con la mano izquierda y lo clavó como si fuera la punta de una lanza en la cicatriz situada bajo el vientre del icono. La mano le quedó entumecida por la violenta sacudida causada por el contacto.

El sonido fue ensordecedor. Sparhawk estaba seguro de que con él había retemblado la totalidad del mundo.

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