Konrad le arrojó las riendas y Hildiger las cogió sin reflexionar, con lo cual se vio expuesto a las carcajadas de los demás.
—Bueno, al menos se ve que sirves para algo, Hildiger —gritó uno, y un segundo insistió con lo mismo.
—Eres un excelente mozo de cuadra —exclamó.
Hildiger hervía de furia, pero los rostros de sus hombres le revelaron que no volverían a desenvainar las armas por él. Si pretendía darle una lección a Konrad, tendría que hacerlo él solo… pero ante la mera idea de enfrentarse a ese matón sintió que las rodillas le flaqueaban. Ciego de ira, le dio la espalda a Konrad y quiso alejarse con la yegua.
Entonces alguien le quitó las riendas de la mano.
—El caballo se queda con Konrad.
—No te metas, pedazo de… —empezó a decir a Hildiger, ciego de cólera, pero luego enmudeció: ante él estaba rey.
Carlos esbozó una mueca de asco y tendió las riendas al joven.
—Nadie puede discutirle a un guerrero el derecho a conservar su botín. ¡Quien lo hace es un granuja! —dijo, y tras palmear el lomo de la yegua, se dirigió a la tienda de Eward. Hildiger pretendió seguirlo, pero los guardias de corps del rey se lo impidieron.
—Nuestro señor Carlos quiere hablar a solas con su pariente. Allí estás de más —se burló uno de los hombres.
Los guerreros que rodeaban a Konrad rieron: consideraban que Hildiger se merecía la doble derrota, pero también les alivió comprobar que Carlos seguía actuando con justicia, incluso en un asunto relacionado con un pariente muy cercano.
Los movimientos de Carlos ponían de manifiesto su enfado y el gesto con el que apartó la lona de la entrada de la tienda no presagiaba nada bueno.
Eward estaba tumbado en su cama de campaña. En una mesa plegable al alcance de su mano reposaba una copa de plata y una jarra medio llena de vino. El rey se sirvió vino sin prestar atención al criado que lo siguió al interior de la tienda y que pretendía escanciarle una copa.
—¿No tienes nada mejor que hacer? —preguntó al sirviente cuando este hizo ademán de coger la jarra. Luego, en voz más baja, añadió—: ¡Lárgate!
El criado pegó un respingo y se apresuró a abandonar la tienda, convencido que de que allí estaba a punto de desencadenarse una tormenta.
Pero Carlos se tomó su tiempo y lanzó una mirada de reproche a su hermanastro, que solo entonces se incorporó, al caer en la cuenta de cuán improcedente era su actitud.
—Deberías haberle dicho al criado que trajera una segunda copa —protestó cuando vio que el rey bebía, ya que él tuvo que limitarse a observarlo.
—¡Un caldo excelente! Y según he oído, has pagado una buena cantidad por él —dijo el rey en tono suave, pero con los ojos encendidos de furia estiró el brazo izquierdo, agarró a Eward de la camisa y lo atrajo hacia sí.
—¡Escúchame con atención, muchachito! Ya has gastado más dinero en esta campaña que un duque con una leva de mil guerreros, pero hasta el presente tus logros son inexistentes. Los hombres ya ríen al verte.
—¡El único culpable de ello es Roland! Me envidia el parentesco contigo —exclamó Eward, que parecía a punto de echarse a llorar.
Carlos lo contempló y sacudió la cabeza.
—A veces dudo de que seas hijo de mi padre. Pipino era un gran guerrero y un gran monarca, en cambio tú eres una vergüenza para toda nuestra estirpe. Si mi padre no hubiese sentido tanto afecto por ti, hacía tiempo que te habría hecho rapar y encerrar en un convento, y vive Dios que tal vez aún lo haga.
Durante unos instantes, Eward temió que el rey llamara a sus guardias y les ordenara que lo tonsuraran, para después recluirlo tras los muros de un convento. Ello supondría separarse de su amor, y la perspectiva de pasar toda una vida sin Hildiger le parecía desconsoladora.
Pero entre tanto la ira del rey se había apaciguado, así que soltó a Eward, retrocedió un paso y cruzó los brazos.
—Tu conducta actual no supone un honor para mí, ¡pero me encargaré de convertirte en un hombre vitoreado por sus guerreros, un líder al que sigan sin rechistar, los conduzca a donde los conduzca!
Eward lanzó un suspiro de alivio: el peligro de ser enviado vergonzosamente de vuelta y luego encerrado en un convento parecía haberse esfumado; sin embargo, no debía volver a enfadar a su hermanastro. Los monjes del séquito de Carlos soliviantaban los ánimos del rey contra él e Hildiger describiendo su íntima amistad con palabras malsonantes. No obstante, esos beatos no sabían nada de la vida y aún menos del amor. En realidad, Carlos debería saberlo de sobra, pero a él solo le interesaban las mujeres, tal como revelaron sus siguientes palabras.
—¡No has tratado bien a la muchacha que te proporcioné como prometida! Pero ahora la honrarás tal como se merece una mujer de sangre real, vivirás con ella ¡y mantendrás relaciones con ella, como corresponde entre marido y mujer!
Como Eward se limitó a contemplarlo con expresión desconcertada, Carlos hizo el gesto con el cual los guerreros solían indicar las relaciones sexuales.
Eward tragó saliva y quiso protestar: su amor solo pertenecía a Hildiger, pero el miedo ante las represalias del monarca si se negaba a montar a la vaca española le obligó a cerrar la boca. Consideraba capaz a Carlos de desterrar a Hildiger a una región del reino donde se vería obligado a luchar contra sajones y otras bestias salvajes, o incluso de hacerlo ejecutar.
—Mi señor, yo, yo… —se interrumpió porque las palabras que suponían su rendición se negaban a surgir de sus labios.
Carlos comprendió que cedería, pero no por convencimiento sino para proteger a Hildiger: solo debido a ello, estaba dispuesto a considerar a Ermengilda como su esposa, de momento. Dado que el rey disfrutaba de la compañía de las mujeres y le agradaba yacer con ellas en la cama, la repugnancia que estas despertaban en Eward le resultaba antinatural y estaba convencido que, tras compartir el lecho con la joven astur, Eward disfrutaría haciéndole el amor a una mujer. Quizá por eso el rey le habló en tono gentil.
—Ya verás como todo se arreglará, Eward. Si me obedeces y cumples mis deseos, estoy dispuesto a conceder tierras y títulos a Hildiger.
Entonces Eward se sintió embargado por la felicidad: Carlos era como una roca para él, así que se arrodilló y le besó las manos.
—¡Eres muy bueno conmigo!
El rey se apartó con un gruñido malhumorado. Como jamás había buscado la intimidad con otro hombre, no comprendía la veneración que su hermanastro le había demostrado desde niño, y lo único que le importaba era que Eward se comportara como él esperaba.
—¡Consumarás el matrimonio con Ermengilda hoy mismo! Es importante para nuestra relación con los astures. El rey Silo es un hombre orgulloso y no aceptará que rechaces a su sobrina así, sin más.
Eward ya había comprendido que tendría que apurar hasta el final el cáliz de la amargura que suponía ese matrimonio impuesto. Si volvía a postergar la consumación, el rey se enfadaría tanto que llevaría a cabo sus peores amenazas.
Pero Carlos aún no había terminado.
—Además, en el futuro te mantendrás apartado de Hildiger, para que el hermano Turpín y los demás representantes de nuestra santa Iglesia no tengan motivos para censurarte.
Eward asintió, aunque dicha orden le causó una gran angustia.
—No has de preferir la compañía de Hildiger a la de tus otros guerreros. Te he proporcionado jóvenes osados como Philibert de Roisel y Konrad de Birkenhof, para que los tomes como ejemplo. ¡Si permites que los ofendan o incluso que los humillen, es como si te golpearas a ti mismo en la cara, y también a mí!
Al oír esas palabras, Eward se ruborizó como una muchacha. Es verdad que, junto con Hildiger y otros hombres de su tropa, se había burlado de Konrad y Philibert, pero lo que lo impulsó a hacerlo no fue una sensación de superioridad, sino la envidia que le causaba el hecho de que ambos gozaran del respeto del rey.
—Tomaré tus palabras en consideración, hermano —dijo Eward, temblando en secreto porque sabía que se enfrentaba a una amarga pelea con Hildiger. Su amante tenía celos de todos los jóvenes para con quienes Eward tenía buenas palabras y seguiría enfrentándose a Konrad y Philibert.
El rey le lanzó una mirada de advertencia y se dispuso a abandonar la tienda, pero ante la entrada se volvió.
—Esta noche, durante la cena, quiero que tu esposa me confirme que has cumplido con tu deber. En cuanto a Hildiger, lo enviaré con el rey Silo con un encargo. ¡Si quieres conservarlo cerca de ti, habrá de aprender a comportarse como un buen vasallo del prefecto de la Marca Hispánica!
La expresión de su rostro no admitía réplica. De todos modos, Eward no habría osado presentar ninguna queja y, excepcionalmente, se alegró de que su amigo permaneciera lejos durante unos días, porque así evitaría los reproches de este por haberse sometido al rey sin rechistar, a pesar de haberlo hecho por amor a Hildiger. Si perdía el favor del rey, ya no podría proteger a su amigo.
Carlos ignoraba las ideas que pasaban por la cabeza de su joven pariente, pero de haber podido descifrarlas, le habrían parecido infantiles. Para él, Eward era como un trozo de hierro blando que el herrero debía convertir en acero. El herrero era él mismo y consideraba que el martillo era Ermengilda. Le resultaba inimaginable que hubiera un hombre que no se alegrara de meterse bajo la manta con ella.
Mientras el rey se reunía con Eward, Konrad regresó a la tienda que compartía con Philibert. Aún estaba enfadado con Hildiger, pero también consigo mismo porque, obnubilado por la euforia del éxito, había olvidado que Eward era su comandante y que por tanto le correspondía una parte del botín. En cambio había escogido una excelente yegua para Roland.
Le habría agradado comentarlo con Philibert, pero este estaba ausente; entonces recordó que había alguien más que se interesaría por su viaje: a fin de cuentas, se había encontrado con la madre de Ermengilda y hablado con ella, si bien no podía repetirle las palabras de esta a su hija ni revelarle que su propia conducta fue menos amable de lo debido.
Decidido a volver a ver a la hermosa astur, abandonó la tienda y se dirigió a la que albergaba a Ermengilda y Maite. Cuando emprendió la expedición a Asturias, las únicas que ocupaban la tienda destinada a las rehenes eran las dos jóvenes, así que se quedó un tanto desconcertado al ver la amplia sonrisa de los guardias, que le franquearon el paso sin rechistar. Pero cuando apartó la lona de la entrada y asomó la cabeza al interior, varias muchachas soltaron agudos chillidos.
—¿Por qué no te anuncias como es debido antes de entrar en la tienda de las damas? ¿Y si hubiéramos estado bañándonos? —rezongó una mujer graciosa y regordeta.
Una de sus amigas rio.
—Entonces debería tantear a ciegas por el suelo, porque se le habrían salido los ojos de las órbitas.
—Perdonad —dijo Konrad, retrocediendo—, no quería…
Pero se interrumpió, porque las jóvenes volvieron a prorrumpir en carcajadas: tras haber permanecido encerradas en el harén de Pamplona durante interminables días, todas ellas tenían ganas de hacer travesuras y consideraron que Konrad era el blanco ideal para sus chanzas.
Maite no participó en el intercambio de palabras entre las muchachas y Konrad, durante el cual estas lo pusieron en un aprieto cada vez mayor. La joven vascona se había retirado al rincón más apartado de la tienda y rechazaba cualquier intento de las demás de involucrarla en una conversación.
Volvía a ser una rehén entre muchas otras y se preguntaba por qué diablos se le había ocurrido unirse a los francos. Aunque si bien era cierto que Konrad y Philibert le habían salvado la vida, a esos dos solo les importaba Ermengilda; sin embargo, ella se había interpuesto entre el oso y la astur en vez de escapar y dejarla a merced de la fiera. ¿Y cómo se lo agradecieron? Convirtiéndola en una prisionera en cuanto llegaron las demás rehenes, una prisionera que apenas podía dar una vuelta en torno a la tienda: si se alejaba, los guardias la detenían.
Detestaba a los francos que le habían arrebatado la libertad, y también a Okin y a los miembros de su tribu, quienes, a excepción de Asier, se mantenían alejados de ella. Dado que entretanto Eneko había otorgado el gobierno de diversas tribus a Okin, Asier parecía seguir albergando la esperanza de convertirla en su esposa para así convertirse en el jefe de su propia tribu.
La idea le resultaba repugnante. A fin de cuentas, casarse también suponía hacer aquello que ocurría entre un macho cabrío y una cabra, y la idea de llevar a cabo semejante acto con Asier se le antojaba asquerosa. En el fondo, no deseaba humillarse ante ningún hombre solo con el fin de recuperar el favor de su gente, así que casi envidiaba a Ermengilda, cuyo marido no le exigía que se dejara montar como una yegua.
Los pasos que se acercaban interrumpieron sus pensamientos, pero Maite solo alzó la vista cuando Konrad se detuvo ante ella.
—¿Has visto a la princesa Ermengilda? —preguntó.
Su tono le pareció ofensivo: era más adecuado para dirigirse a una esclava que a la hija de un gran jefe.
—¡Aquí no hay ninguna princesa! —bufó, indignada.
¿Qué se había creído ese franco? Quizá pretendía indicarle una vez más que allí, en el campamento de los francos, volvía a ser una esclava; debido a ello ya había pensado varias veces en huir de allí, pero esta vez escapar resultaría bastante más difícil. Los guardias francos se tomaban sus deberes muy en serio, y aunque lograra escapar del campamento sin ser vista, corría peligro de caer en manos de las patrullas sarracenas y astures que seguían los pasos del ejército franco.
Konrad aguardó la respuesta con impaciencia y al notar la mirada perdida de la vascona, pateó el suelo.
—¿Al menos puedes decirme dónde se encuentra la señora Ermengilda?
—Como puedes ver, no se encuentra en esta tienda —contestó Maite en tono indiferente.
—¡No quiero saber dónde no se halla, sino dónde puedo encontrarla! —Konrad se preguntó qué se había creído la muchacha para despacharlo de ese modo: al fin y al cabo, ella le debía la vida.
También Maite lo recordó, pero precisamente por eso se puso a la defensiva. Aunque no tenía motivo, se sentía ofendida porque el guerrero franco solo le había dirigido la palabra para averiguar dónde estaba Ermengilda.
—La señora Ermengilda, como la llamas, abandonó la tienda hace un rato. Que yo sepa, pensaba dirigirse al bosque que se extiende detrás del campamento.