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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (20 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Sheshonk también figuraba en el panel, a la izquierda, justo detrás de Bastet y Thot. Un poco más pequeño y tímido de lo habitual, daba la impresión que las dos deidades le protegían de la acometida.

Debajo de la franja central de gatos momificados la pared estaba decorada con otra escena, aunque la fila de muebles y enseres amontonados no dejaba contemplarla en su plenitud. Aparecían otra vez los dos dioses, ahora con Thot en primer plano, dando algo a una columna de lo que simulaba ser un grupo de guerreros, derrotados o enfermos por lo exánime y encorvados que figuraban. Quizá habían resultado envenenados por las picaduras de las sierpes.

Todos los huecos, como en la pared precedente, estaban repletos de jeroglíficos del
Libro de los Muertos.

—Es la batalla contra la Serpiente del Caos —expresó Marie a modo de comentario.

—Parece que Sheshonk tenía predilección por los gatos —murmuró John—, seguro que todos éstos eran suyos.

—Bueno, Egipto siempre ha sufrido la abundancia de animales venenosos — intervino Alí, ya un poco más tranquilo—, sobre todo el Egipto pretérito. Escorpiones del desierto, sapos del Nilo, escolopendras y, cómo no, serpientes; sobre todo víboras áspid y víboras cornudas. Eran la pesadilla de los antiguos. Muchos solían tener varios felinos en casa para librarles de semejante azote. Por eso los gatos y los ibis, las aves zancudas que se alimentan de culebras, eran tenidos por sagrados, porque hacían un notable e indiscutible beneficio al hombre.

—La iconografía egipcia representaba a cada dios con la cabeza del animal que más se asemejaba a su idiosincrasia y sus características intrínsecas —completó Marie—. Así, a los dioses que curaban los envenenamientos y protegían de las alimañas no podían ponerles otro rostro que el de un ibis y un gato.

—Pues todo indica que Sheshonk, tenía miedo a ser mordido —participó John—. Normalmente los animales sagrados se entierran en cementerios específicos.

—Sí, eso es cierto —dijo Alí—, hay necrópolis de babuinos, de halcones, de cocodrilos, incluso de toros, como usted bien sabe doctora Mariette.

Alí decía esto porque era cosa notoria que el antepasado de Marie, su idolatrado Auguste, había realizado su más famoso hallazgo al encontrar el Serapeum, la necrópolis donde se enterraban los bueyes sagrados que personifican al dios Apis. La impresionante sucesión de catacumbas donde se guardaban las momias de más de 50 toros, inhumados con casi igual fasto que los propios faraones, supuso la recuperación de tantas joyas y objetos valiosos que colocó a Auguste Mariette en la cúspide del pedestal arqueológico.

John lanzó una hipótesis.

—El que Sheshonk hubiese enterrado a sus gatos con él es señal inequívoca que quería que sus mascotas le acompañasen en la otra vida.

—Sí, eso es indudable —confirmó Marie—. Quizá tenía miedo de los envenenamientos.

—Como bien decía en la enumeración de títulos de la segunda puerta, quería ser protegido por Bastet —terció Alí.

—Quería ser protegido o ya lo había sido a lo largo de su vida —agregó John.

Marie intentó entrever mejor la escena pintada en la mitad inferior, pero cuando lo hizo tropezó con un
Shabti,
uno de los pocos que se había mantenido vertical y que ahora rodó después de tres milenios perseverando en la misma postura.

No se rompió. Marie se precipitó a recogerlo con cuidado y lo volvió a colocar en su sitio, si se hubiese llegado a resquebrajar no se lo podría haber perdonado.

En la escena de abajo no se encontraba el faraón, ni al lado de los dioses ni en la larga fila de combatientes abatidos.

Seguidamente, los tres se trasladaron otra vez hacia la izquierda, hacia la pared que presentaba el acceso por el que habían penetrado.

Como en el primer muro, nuevamente el soberano aparecía como figura central. Vestía atuendo informal y aparentaba relajación. Una bella mujer le ofrecía un racimo de uvas que había cogido a su vez de una bandeja plagada de frutas. Sheshonk alargaba la mano para recibir el obsequio que le hacía la que, a todas luces, era su cónyuge dada la esplendidez de los collares y brazaletes que portaba. Ambos estaban sentados, pero no ya en tronos, sino en sillas normales y corrientes sin respaldo, con toda la naturalidad que permite la rigidez del arte egipcio. Unos esclavos escanciaban vino o cerveza en unos vasos emplazados en una alargada y bien surtida mesa, plena de manjares, la misma de donde la reina consorte había alcanzado el manojo de uvas que ofrecía al satisfecho monarca.

La pintura permitía apreciar los rasgos fisonómicos de Sheshonk mucho mejor que las hieráticas y sublimadas efigies anteriores. O era otro artista el que había creado esta composición o, en esta ocasión, se había permitido más libertad para ejecutar su tarea. El faraón sonreía a su mujer como si estuviese perdidamente enamorado y, en el ademán de recoger el delicioso regalo, su mano parecía que buscaba tocar con disimulo de amante la de su noble esposa.

En el lado izquierdo del fresco había músicos tocando sistros y diversos instrumentos, a la derecha de los soberanos se encontraba la diosa Hator. A diferencia del retrato que aparecía en la losa de entrada a la tumba, esta vez Hator estaba delineada con cabeza de mujer, aunque le sobresalían dos largos cuernos de vaca de la humana testuz; entre ambos sostenía el ineludible disco solar, símbolo de su imperio sobre el cosmos. El conjunto desprendía alegría, serenidad y Hator parecía vigilar atenta la felicidad del regio matrimonio.

—Hator aquí interpreta su papel de diosa del amor, de la euforia y el placer, mientras que Bastet desempeña más su rol de hechicera y sanadora —pensó en voz alta John.

—La ideología de cada período se puede rastrear en los atributos e importancia que se le otorga a cada dios —dijo Alí académico.

—Una escena familiar conmovedora —exteriorizó abruptamente Marie, que inconscientemente envidiaba una estabilidad afectiva que ella todavía no había conseguido alcanzar en sus 40 años de vida.

Pasaron al último muro.

Los tres investigadores tampoco consiguieron acercarse demasiado a la pared de la derecha, los soldados de madera pintada ocupaban toda la base del último lienzo e impedían avanzar a los arqueólogos como habían hecho seguramente con sus enemigos de otros tiempos. Aunque pudieron aproximarse lo bastante como para darse cuenta enseguida que el último fresco tenía como motivo central lo que declaraban sus sólidos y leñosos guardianes: la guerra.

El faraón, encaramado en un carro militar provisto con afiladas guadañas en los ejes de las ruedas, dominaba toda la parte derecha del relieve. Llevaba una lanza en la mano diestra y en la siniestra las riendas de un tiro de cuatro caballos negros encabritados. A su alrededor, arqueros y lanceros con escudo parecían servir de escolta regia. Sheshonk parecía supervisar y comandar el enfrentamiento multitudinario contra unas tropas enemigas.

Detrás del aguerrido monarca, la diosa Sejmet, la última que aparecía en la triada de la lápida que descubrió Marie. La patrona de la guerra con cabeza de leona vigilaba expectante los acontecimientos que se desarrollaban en el campo de lid e infundía valor al ejército agitando un cetro a modo de fusta.

El lado izquierdo del fresco, plagado de pequeñas siluetas y motivos que contrastaban con la imponente talla del faraón y la diosa Sejmet, historiaba un acontecimiento bélico en tres secciones diferenciadas.

En la parte de arriba tenía lugar un sangriento choque entre fuerzas de a pie indudablemente egipcias, por su parecido en la indumentaria con las tallas de madera, y otras vestidas con largas túnicas y dotadas de barbados rostros. El enfrentamiento favorecía claramente a las huestes del faraón, una punzante lluvia de flechas, procedente de una columna de arqueros egipcios en retaguardia, inundaba unas líneas enemigas que estaban empezando a desbandarse.

En la parte central del tríptico vertical podía distinguirse una indefinida ciudad emplazada en una colina y totalmente amurallada. El bastión estaba presidido por un gran edificio, bastante elevado sobre el resto, pero con tan poco detalle que no se podía discernir si era un palacio o una fortaleza. Las tropas egipcias estaban entrando a saco por una de las puertas de la urbe, ya sin resistencia alguna por parte de los defensores. Había una evidente desproporción entre la altura de los muros y los soldados que recordaba un poco la iconografía de las miniaturas medievales. El artista, como tan frecuentemente ocurría en la antigüedad, no trataba de reflejar fehacientemente la realidad, solamente intentaba explicar el acontecimiento a cualquiera que contemplase la composición.

La zona inferior mostraba a las mismos regimientos egipcios, pero ahora saliendo en larga procesión de la ciudadela. Evidentemente la habían saqueado y llevaban a muchos de sus abatidos habitantes presos como esclavos. También acarreaban diversos objetos, que por el áureo matiz que había empleado el artista en plasmarlos debían ser indudablemente de oro. Un altar con cuernos en las esquinas, un número enorme de grandes escudos labrados, lámparas, cuchillos, vasos, calderos, aspersorios, incensarios, braseros, multitud de candelabros provistos de múltiples brazos, todos dorados, desfilaban en fila india por la pintura; además, dos carromatos transportaban unas gigantescas figuras con alas desplegadas, tan altas como tres hombres; por último, guiaba la comitiva un grupo de infantes egipcios que portaban un arcón idéntico al grabado en la losa que cerraba la boca de la tumba de Sheshonk.

—¡Joder, si es Jerusalén! —John no solía incurrir en expresiones malsonantes, pero hay veces en que es inevitable.

—¡El Arca! ¡Se están llevando el Arca! —exclamó casi al mismo tiempo Marie.

—Así que, por lo visto, Sheshonk sí alcanzó a llevarse el Arca al fin y al cabo — dijo Alí mucho más calmado que sus dos camaradas.

—¡Dios mío! —Marie seguía excitada—. ¡Así que en esta tumba puede estar el Arca de la Alianza!

—Pues es lo más probable, todos los faraones se hacían enterrar rodeados de sus objetos más preciados —sugirió el egipcio sosegadamente.

Alí disfrutaba, ahora era él el que se mantenía frío y calmado, en contraste con los dos europeos que agitaban los brazos y resoplaban como dos colegiales a punto de realizar un examen.

John y Marie no hacían otra cosa que mirarse a la cara, poner gestos y lanzar interjecciones de dudoso gusto. Ambos habían llegado al convencimiento de que el Arca podía estar depositada allí mismo, en esa tumba que ahora exploraban, quizá a unos pocos metros. El grabado de la primera puerta mostraba un Arca parecida a la descrita por la Biblia, pero no dejaba de ser una mera conjetura que el sagrado objeto pudiera encontrarse en las entrañas de esta catacumba. Ahora estaban prácticamente seguros de que sí, de que el Arca estaba allí. No pudieron evitar lanzar una mirada rápida a los muebles apilados en la pared de enfrente, por si habían pasado algo por alto y alguno de ellos pudiera ser el Arca; pero no, los cofres y baúles de madera que veían no daban la talla para aparentar ser tan preciado vestigio arqueológico.

Tardaron todavía un momento en tranquilizarse y fue Alí el que consiguió volver a enunciar una frase razonablemente construida.

—Perdonen mi analfabetismo en arqueología bíblica pero… —dijo cauto— ¿Qué figuras son esas tan grandes?

—Son dos ángeles —contestó John, ya más templado—. Dos querubines de más de cuatro metros que mandó esculpir Salomón para colocar debajo de sus alas el Arca del Testimonio.

—¿Estaban hechos de oro? —siguió preguntando el árabe.

—No, creo que solamente chapados. En el Templo de Salomón predominaban las duras maderas de ciprés y, sobre todo, de cedro importado del Líbano. Todo el interior del mismo estaba recubierto con estos materiales; aunque todos los demás objetos que se ven en esta comitiva si estaban fabricados en oro puro, sobre todo los que estaban en contacto con el Arca en el sancta sanctórum o tabernáculo.

—Pues fue una suerte que Sheshonk no prendiese fuego a la ciudad, el templo hubiese ardido como una tea —intervino Marie.

—Sí, le dejó el trabajo sucio a Nabucodonosor —declaró John—, el templo aguantó en pie unos 500 años más; y, por lo que dictan estos relieves, Sheshonk no se llevó del Templo algunos objetos suntuosos que sin embargo no despreció el monarca babilónico. Supongo que sería por su tamaño.

—¿Qué objetos? —Alí estaba francamente interesado, no conocía casi ninguno de estos detalles.

—Pues el Mar de Bronce, un colosal recipiente en forma de pila bautismal decorado con motivos vegetales, leones y más serafines. Tenía una longitud de cinco metros de borde a borde, dos metros y medio de altura y un palmo de grosor. Si no recuerdo mal, se apoyaba sobre diez o doce macizos toros, también de bronce.

—Debía pesar bastante —dijo Alí intentando hacerse una idea de semejante mole.

—Tanto que supongo que Sheshonk lo despreció como botín de guerra —dedujo John.

—Desde luego no podría haberlo trasladado en esas simples carretas —convino Alí.

—También le hubiese resultado un tanto peliagudo llevarse las Columnas de Salomón que igualmente ornamentaban el santuario de Jerusalén —volvió a retomar John—. Tenían una altura, entre capitel y columna propiamente dicha, de unos 10 metros. Todo de bronce compacto. Debían pesar varias toneladas, sin embargo Nabucodonosor sí se las llevó antes de destruir el Templo.

—Pues debía tener buena intendencia —presumió el conservador del Museo de El Cairo.

—No tanta, primero troceó el Mar de Bronce y las Columnas, luego se las llevó cómodamente —explicó John.

—Vaya, era más práctico que Sheshonk.

—O tenía menos prisa —John siempre buscaba una explicación alternativa a la que emitían sus interlocutores.

—Se sabe la Biblia de memoria —notó Alí.

—¡Qué va! —exclamó John modesto—. Ni mucho menos, la leí entera de joven por curiosidad, y con esta historia del Arca la he releído un poco en estos tres días, sobre todo las páginas donde aparece descrita el Arca y el Templo de Salomón, nada más.

—Sí, ya sé que ustedes los europeos no suelen leer demasiado su libro sagrado.

—Es cierto —confesó John—. La Biblia es uno de los libros más editados, pero eso no significa que sea de los más leídos. Será por su extensión por lo que necesitamos de intermediarios que nos resuman su contenido. Los musulmanes con El Corán actúan de otra manera, primero lo estudian y después escuchan a los que lo comentan y lo interpretan.

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