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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (26 page)

BOOK: La reina suprema
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—No permita la Diosa que Viviana tenga que humillarse tanto.

—Si pudiera elegir, yo también le hablaría con ira en vez de usar palabras suaves —dijo Kevin. Y alargó una mano—. ¿Me ayudaréis a levantarme? Creo que mi caballo puede cargar con dos. Si no, buscaremos uno en cuanto lleguemos a una aldea. Tendría que ser tan galante como el gran Lanzarote y cederos el mío, pero…

Señalaba su cuerpo baldado. Morgana tiró de él para levantarlo.

—Soy fuerte y puedo caminar. Lo que necesito son zapatos y un puñal. No tengo una sola moneda, pero os pagaré en cuanto Pueda.

Kevin se encogió de hombros.

—Nuestros votos nos hacen hermanos en Avalón. Lo que tengo es vuestro, según la ley.

Morgana enrojeció de vergüenza por haberlo olvidado «En verdad he estado fuera del mundo.»

—Permitid que os ayude a montar.

Kevin sonrió.

—Vamos. Me gustaría llegar mañana a Camelot.

En una población construida en las colinas consiguieron un puñal y encontraron a un zapatero que remendó el calzado de Morgana. Kevin le compró también una capa decente, pues decía que la vieja apenas servía como manta para la montura. Pero eso los demoró. Cuando volvieron al camino comenzaba a nevar densamente y pronto se hizo de noche.

—Tendríamos que habernos quedado en la aldea —dijo Kevin—. Si estuviera solo podría dormir bajo un seto o al abrigo de un muro, envuelto en mi capa, pero no con una señora de Avalón.

—¿Qué os hace pensar que nunca he dormido así? —preguntó Morgana.

El druida se echo a reír.

—¡Me miráis como si últimamente lo hicierais con mucha frecuencia! Pero por mucho que apresuremos al caballo no podremos llegar esta noche a Camelot. Es preciso buscar refugio.

Después de un rato divisaron, a través de la densa nevada, la silueta oscura de un edificio abandonado. Ni siquiera Morgana podía entrar sin agacharse. Probablemente había sido un establo para vacas, pero llevaba tanto tiempo desocupado que no quedaban rastros de olor, y el tejado de paja y barro estaba casi entero. Ataron el caballo y entraron arrastrándose. Kevin le indicó que tendiera la capa harapienta en el suelo, luego se acostaron, cada uno envuelto en su manto. Pero hacía tanto frío que a Morgana le castañeteaban los dientes, y por fin Kevin sugirió que se acostaran juntos bajo los dos mantos.

—Si no os repugna estar tan cerca de este deforme cuerpo mío —añadió.

Morgana percibió en su voz el dolor y la ira.

—De vuestra deformidad, arpista Kevin, sólo sé que vuestras manos quebradas hacen mejor música que las mías y las de Taliesin, aunque están sanas —replicó, arrimándose con gratitud a su calor. Por fin creía poder dormir, con la cabeza apoyada en el hombro de su compañero.

Había caminado durante todo el día y estaba fatigada: durmió profundamente, pero despertó en cuanto la luz comenzó a filtrarse por las rendijas del tabique roto. Se sentía entumecida por lo duro del suelo. Al recorrer con la mirada aquellas paredes de adobe se sintió horrorizada. ¿Ella, sacerdotisa de la Diosa, duquesa de Cornualles, tendida en un refugio para bestias, expulsada de Avalón? ¿Podría volver algún día?

«Igraine, mi madre, ha muerto, y jamás podré volver a Avalón » Un momento después lloraba desconsoladamente, sofocando los sollozos en el paño tosco del manto.

La voz de Kevin sonó suave y apagada en la penumbra.

—¿Lloráis por vuestra madre, Morgana?

—Por mi madre… y por Viviana… y quizá por mí misma.

Nunca sabría con certeza si en verdad pronunció las palabras en voz alta. Kevin la rodeó con sus brazos y Morgana dejó caer la cabeza contra su pecho; lloró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas.

Después de largo rato, sin dejar de acariciarle el pelo, Kevin dijo:

—Dijisteis la verdad, Morgana. No os repugno.

—¿Cómo podría si habéis sido tan bueno? —murmuró ella, acercándose más.

—No todas las mujeres piensan así. Aun cuando iba a los fuegos de Beltane, más de una vez las doncellas de la Diosa pedían a la sacerdotisa que las pusiera lejos de mí, para no correr el riesgo de que las viera cuando llegara el momento de alejarse de las fogatas…

Morgana se incorporó consternada.

—Si yo hubiera sido la sacerdotisa, habría separado a esas mujeres de las fogatas, por atreverse a cuestionar la forma que adoptara el Dios para presentarse a ellas. ¿Qué hacíais vos, Kevin?

Él se encogió de hombros.

—Antes de interrumpir el rito o poner a una mujer en tal situación, me retiraba sin que nadie se percatara. Ni el mismo Dios podría cambiar la impresión que les causo. Lástima que quienes me destrozaron los miembros no me castrasen también. Perdonad; no tendría que hablar de esto. Pero me preguntaba si consentisteis en acostaros a mi lado por pensar que este maltrecho cuerpo mío no era de hombre.

Morgana oía con horror la amargura de sus palabras, las heridas sufridas por su virilidad. Ella conocía la sensibilidad que habitaba sus manos, la viva emoción de su música. ¿Acaso las Mujeres sólo veían su cuerpo maltrecho? Recordó su orgullo destrozado en los brazos de Lanzarote, la herida que jamás dejaba de sangrar.

Con toda deliberación se inclinó para besarlo en los labios luego le cogió la mano y besó sus cicatrices.

—No lo dudéis: para mí sois hombre. Y la Diosa me insta a hacer esto.

Se acostó otra vez junto a él, mirándolo.

Kevin la observó con atención. Morgana lo miró directamente a los ojos. Si su rostro no estuviera tan demacrado por la amargura, tan contraído por el sufrimiento, podría haber sido hermoso: las facciones eran finas; los ojos, oscuros y delicados La fatalidad le había quebrado el cuerpo, pero no el espíritu Ningún cobarde habría podido soportar las duras pruebas de los druidas.

«Bajo el manto de la Diosa, así como toda mujer es mi hermana, mi hija y mi madre, así todo hombre tiene que ser para mí, padre, amante e hijo. Mi padre murió antes de que pudiera guardar su recuerdo; no he visto a mi hijo desde que lo destetaron… Pero a este hombre le daré lo que la Diosa me indica.»

Por primera vez, Morgana lo hacía por propia voluntad con un hombre que aceptaba el don con sencillez. Eso curó algo dentro de ella, y le pareció raro que le sucediera con alguien a quien conocía poco y que sólo le inspiraba bondad. Pese a su falta de experiencia, Kevin se mostró delicado y generoso, llenándola de una enorme e inexpresable ternura.

—Es extraño —musitó Kevin por fin—. Sabía que eras sabia, pero no te imaginaba hermosa.

Ella rió con aspereza.

—¿Hermosa, yo? —Pero la complació que él la viera así.

—Dime, Morgana, ¿dónde has estado? No te lo preguntaría si no fuera porque te pesa mucho en el corazón.

—No lo sé —barboteó ella. Nunca había pensado decírselo—. Fuera del mundo, quizá. Trataba de llegar a Avalón… y no pude; creo que el camino está cerrado para mí. He estado dos veces… en otro sitio. Otro país, un país de sueños y encantamientos, donde el tiempo se mantiene inmóvil y no existe, donde sólo hay música…

Calló, esperando que el arpista la creyera loca.

Kevin le deslizó un dedo por el lagrimal. Como hacía frío volvió a arroparla delicadamente con las capas.

—Yo también estuve una vez allí y oí la música —dijo, con voz lejana y triste—. Y en aquel lugar no estaba tan lisiado y sus mujeres no se burlaban de mí. Tal vez algún día, cuando haya perdido el miedo a la locura, vuelva allí. Me enseñaron los caminos escondidos y dijeron que podía ir por mi música.

Una vez más su voz suave cayó en un largo silencio. Morgana apartó la mirada, estremecida.

—Tendríamos que levantarnos. Si nuestro pobre caballo no se ha congelado por la noche, hoy llegaremos a Camelot.

—Y si llegamos juntos —advirtió Kevin en tono quedo—, creerán que vienes conmigo desde Avalón. Donde hayas morado no es asunto de ellos: eres sacerdotisa y nadie manda sobre tu conciencia.

Morgana lamentó no tener un vestido decente para ponerse Llegaría a la corte con ropa de mendiga, pero no tenía remedio. Kevin alargó la mano y ella lo ayudó a levantarse sin darle importancia, pero vio otra vez la expresión amarga en sus ojos. Se refugiaba tras cien muros de desconfianza e ira. Pero cuando salían a gatas le tocó la mano.

—No te he dado las gracias, Morgana.

Morgana sonrió.

—Oh… si cabe dar las gracias tendría que ser por ambas partes, amigo. ¿Acaso no te diste cuenta?

Por un momento los dedos mutilados estrecharon los suyos… y entonces hubo como un fulgor ígneo. Morgana vio un anillo de fuego en torno de su rostro, contorsionado por un alarido. Fuego a su alrededor…, fuego… Lo miró con horror, súbitamente rígida, y le soltó la mano.

—¡Morgana! —exclamó Kevin—. ¿Qué pasa?

—Nada, nada. Un calambre en el pie —mintió ella.

No aceptó la mano que le tendía para prestarle apoyo. «¡Muerte, muerte por fuego! ¿Qué significa? Ni al peor de los traidores se le da esa muerte.» ¿O acaso había visto sólo el incendio que lo dejó mutilado cuando niño?

A pesar de su brevedad, la videncia la dejó estremecida, como si ella misma hubiera pronunciado la palabra que lo entregaría a su muerte.

—Venid —dijo casi con brusquedad—. Continuemos viaje.

15

G
inebra nunca había querido verse mezclada con la videncia. No obstante, aunque casi no había pensado en Morgana desde que la corte se trasladó a Camelot, aquella mañana había soñado que ella la cogía de la mano para conducirla a los fuegos de Beltane, pidiéndole que se acostara con Lanzarote. Una vez despierta se rió de tanta locura. Era el diablo quien enviaba aquellos sueños. De no ser por ellos habría podido ser feliz, ahora que Arturo había renunciado a sus costumbres paganas. Mientras bordaba un mantel de altar para la iglesia, el recuerdo la persiguió hasta el punto de dejar la hebra de oro para murmurar una plegaria.

Pero sus pensamientos continuaban, implacables. En Navidad, Arturo le había prometido apagar los fuegos de Beltane en el campo, cosa que, hasta entonces, Merlín le había prohibido. Era difícil no amar a ese anciano bueno y delicado; de ser cristiano habría sido el mejor entre los curas. Pero Taliesin decía que no era justo para los campesinos quitarles la idea de una diosa que cuidaba de la fertilidad de sus sembrados, sus bestias y los vientres de sus mujeres. Era tan poco lo que podían pecar, trabajando tan esforzadamente para ganarse el pan, que el diablo no se interesaría por ellos, si acaso existía. Ginebra le dijo:

—¿Os parece poco pecado ir a los fuegos dé Beltane y yacer con cualquiera en ritos paganos?

—Dios sabe que tienen pocas alegrías —respondió Merlín tranquilamente—. No es tan malo que, en cada cambio de estación, se diviertan y hagan lo que les plazca. ¿Os parecen malvados, mi reina?

En efecto, así era; bailar desnudos, yacer con el primero que pasara… era impúdico, vergonzoso y perverso. Taliesin negó con la cabeza con un suspiro.

—Aun así, nadie puede mandar sobre la conciencia ajena.

Ni siquiera los sabios lo saben todo. Y tal vez Dios tiene propósitos que no podemos ver.

—Puesto que yo sé distinguir el bien del mal, ¿no tengo que temer el castigo de Dios por no impedir que mi pueblo peque? —inquirió Ginebra—. Si fuera el rey ya lo habría hecho.

—En ese caso, señora, agradezco que no lo seáis. Un rey tiene que proteger a su pueblo de invasores extranjeros, no dictarles lo que tiene que sentir su corazón.

Pero Ginebra había debatido acaloradamente.

—El rey es protector de su pueblo, ¿y de qué sirve proteger el cuerpo si se permite que el alma caiga en malos procederes? Recordad, señor Merlín, que las madres de esta tierra me envían a sus hijos para que aprendan a comportarse en la corte. ¿Qué clase de reina sería yo si permitiera que esas niñas se comportaran impúdicamente y concibieran bastardos?

—Eso es diferente. Se os confía a doncellas demasiado jóvenes para manejarse solas y, como madre, tenéis que educarlas correctamente —reconoció Taliesin—. Pero el rey manda sobre hombres adultos.

—¡Dios no ha dicho que haya una ley para la corte y otra para los campesinos! Todos tienen que respetar sus mandamientos. ¿Qué pasaría si mis damas y yo saliéramos a los campos para comportarnos tan desvergonzadamente?

Taliesin replicó sonriendo:

—No creo que lo hicierais, señora. He notado que no os gusta mucho salir al aire libre.

—He recibido una buena educación cristiana y prefiero no hacerlo —repuso Ginebra con voz áspera.

Los descoloridos ojos azules la miraron por entre una red de arrugas y manchas.

—Pensad, querida señora: hace apenas doscientos años, en este país del Estío estaba estrictamente prohibido adorar a Cristo, para no privar a los dioses de Roma de lo que les correspondía por justicia. Y hubo cristianos que prefirieron morir a quemar una pizca de incienso delante de los ídolos. ¿Querríais hacer de vuestro Dios un tirano tan grande como cualquier emperador romano?

—Pero Dios es real y vos habláis sólo de ídolos —adujo Ginebra.

—No más que la imagen de la Virgen María que Arturo llevó a la batalla: una imagen para dar consuelo a los fieles. Yo como druida, puedo pensar en mi Dios y él estará conmigo, pero los que han nacido una sola vez necesitan sus imágenes.

Ginebra sospechó que el argumento tenía algún detecto pero no podía debatir con Merlín, que era viejo y pagano.

Ginebra recordó aquella conversación meses después al despertar de su sueño. Sin duda Morgana le habría aconsejado ir con Lanzarote a las fogatas, y Arturo casi le había dado su autorización… Apartó de sí el mantel de altar. Continuaría trabajando cuando estuviera más tranquila.

Se oyó acercarse a la puerta el paso desigual de Cay.

—Señora —dijo—. el rey me manda preguntaros si podéis bajar al patio de armas. Hay algo que desea enseñaros.

Ginebra hizo un gesto a sus damas:

—Elaine, Meleas, acompañadme —dijo—. Las otras podéis venir o quedaros a trabajar, como gustéis.

Sólo una de las mujeres, ya entrada en años y algo corta de vista, prefirió continuar hilando: las otras siguieron a Ginebra.

Por la noche había nevado, pero el invierno iba perdiendo fuerzas y la nieve se estaba fundiendo rápidamente al sol. Por entre la hierba asomaban las hojas de algunos bulbos; dentro de un mes aquello sería un campo florido. Ginebra había hecho trasplantar todas las plantas a la huerta, respetando los parches de flores silvestres, y Arturo había hecho su patio de armas algo más arriba.

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