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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (23 page)

BOOK: La reina suprema
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—Lamento tu enfermedad, querida, y que hayas perdido a tu hijo. Pero Arturo tendría que haberte despachado hacia Camelot en una litera. ¡Ya ves que no has ganado nada quedándote!

—No tenéis que regañarla —intervino Taliesin, delicadamente—: Ya ha sufrido mucho, señor.

Elaine cambió de tema con tacto.

—¿Quién es el duque Marco?

—Un primo de Gorlois de Cornualles —respondió Lanzarote—. Ha pedido a Arturo que, si triunfamos en Monte Badon, le entregue Cornualles por casamiento con nuestra prima Morgana.

—¿Ese anciano? —exclamó Ginebra, espantada.

—Sería conveniente casar a Morgana con un hombre mayor, pues no tiene el tipo de hermosura que atrae a los más jóvenes —opinó Lanzarote—. Pero el duque Marco no la quiere para sí, sino para su hijo Tristán, uno de los mejores caballeros de Cornualles. —Y rió entre dientes—. Chismorrees de bodas cortesanas… ¿no hay otro tema de conversación?

—Bueno —dijo Elaine, audaz—, ¿cuándo nos hablaréis de vuestra boda, señor Lanzarote?

Él inclinó la cabeza con galantería, diciendo.

—El día que vuestro padre me ofrezca vuestra mano, señora Elaine. Pero es probable que quiera casaros con un hombre más rico. Y como mi señora ya tiene esposo… —Se inclinó ante Ginebra, pero ella vio tristeza en sus ojos.

Elaine, ruborizada, bajó la mirada. Arturo comentó:

—Invité a Pelinor, pero prefirió quedarse en el campamento con sus hombres, organizando la marcha. Mirad… —señalaba la ventana—. ¡Otra vez se encienden las lanzas boreales!

Lanzarote preguntó:

—Kevin, el arpista, ¿no cena con nosotros?

—Se lo pedí —respondió Taliesin—, pero dijo que no quería ofender a la reina con su presencia. ¿Habéis reñido, Ginebra?

Ella bajó la mirada.

—Cuando estaba enferma y dolorida le dije palabras duras Si lo veis, señor druida, ¿le diréis que le ruego me perdone?

—Creo que ya lo sabe —dijo delicadamente Merlín.

Y Ginebra se preguntó qué le habría dicho el arpista.

De pronto la puerta se abrió de par en par; Lot y Gawaine entraron a zancadas.

—¿Qué significa esto, mi señor Arturo? —inquirió el anciano—. El estandarte del Pendragón, que nos comprometimos a seguir, ya no flamea sobre el campamento. Entre las Tribus hay gran desasosiego. Decidme, ¿qué habéis hecho?

Arturo palideció a la luz de las antorchas.

—Sólo eso, primo: somos un pueblo cristiano y combatimos bajo el estandarte de Cristo y la Virgen.

Lot lo miró con gesto ceñudo.

—Los arqueros de Avalón hablan de abandonaros. Enarbolad vuestra bandera cristiana, si vuestra conciencia así lo exige, pero poned a su lado el estandarte del Pendragón, con las serpientes de la sabiduría, si no queréis que vuestros hombres se dispersen después de haber permanecido unidos durante esta horrible espera. ¿Queréis acaso perder tanta buena voluntad?

Arturo sonrió con nerviosismo.

—Haremos como el emperador que vio la señal en el cielo y dijo: «Con este signo conquistaremos.» Tú, Uriens, que enarbolas las águilas de Roma, tienes que conocer la leyenda.

—En efecto, mi rey —confirmó Uriens—. Pero ¿os parece prudente negar al pueblo de Avalón? Los dos llevamos las serpientes en las muñecas, como símbolo de una tierra más antigua que la cruz.

—Pero si logramos la victoria será una tierra nueva —intervino Ginebra—. Y si no, ya no importará.

Lot se volvió a mirarla con odio.

—Tenía que haberme imaginado que esto era obra vuestra, mi reina.

Gawaine, inquieto, se acercó a la ventana para observar el campamento.

—Veo a la gente pequeña deambulando entre sus fogatas: los de Avalón y los de vuestro país, rey Uriens. —Se acercó al rey—. Arturo, primo, oíd lo que os ruega el más antiguo de vuestros compañeros: enarbolad el estandarte del Pendragón para quienes deseen seguirlo.

Arturo vacilaba, pero le bastó echar una vistazo a los ojos refulgentes de Ginebra.

—Lo he jurado. Si sobrevivimos a la batalla nuestro hijo reinará sobre un país unido bajo el símbolo de la cruz. No he de prevalecer sobre la conciencia de nadie, pero como dicen las obradas Escrituras: «En cuanto a mí y a mi casa, serviremos al Señor.»

Lanzarote aspiró hondo y se apartó de Ginebra.

—Rey y señor mío: os recuerdo que soy Lanzarote del Lago y que honro a la Dama de Avalón. En su nombre, que fue amiga y benefactora vuestra, os ruego este favor: permitidme portar yo mismo a la batalla el estandarte del Pendragón. Así respetaréis vuestro juramento sin faltar al que hicisteis a Avalón.

Ginebra, viendo que Arturo dudaba, negó imperceptiblemente con la cabeza. Lanzarote consultó con la mirada a Taliesin. Tomando ese silencio como consentimiento, se encaminó hacia la salida a grandes pasos, pero Lot dijo:

—¡No, Arturo! Demasiado se habla ya de que Lanzarote es vuestro heredero y favorito. Si él lleva al Pendragón a la batalla, todos pensarán que lo habéis designado portador de vuestro estandarte. Y entonces habrá división en el reino: vuestra facción bajo la cruz y la de Lanzarote bajo el Pendragón.

El caballero se volvió hacia él con violencia.

—Vos portáis vuestro estandarte. También Leodegranz, y Uriens, y el duque Marco. ¿Por qué no puedo yo portar un estandarte por Avalón?

—Porque el Pendragón es el estandarte de toda Britania unida —explicó Lot.

Arturo suspiró.

—Tenemos que combatir bajo un solo estandarte y ése ha de ser la cruz. Lamento negarte algo, primo —dijo alargando una mano hacia él—, pero no puedo permitir esto.

Lanzarote apretó los labios, conteniendo visiblemente su enfado, y fue hacia la ventana. Detrás de él Lot dijo:

—Los hombres del norte dicen que son las lanzas sajonas a las que vamos a enfrentarnos, y que los cisnes salvajes están llorando, y que a todos nos esperan los cuervos…

Ginebra retenía firmemente la mano de su esposo.

—«Con este signo conquistaréis»… —murmuró.

Y Arturo le estrechó la mano.

—Aunque contra nosotros se congregaran, no solamente los sajones, sino todas las fuerzas del infierno, con mis compañeros no puedo fracasar, señora. Y con vos a mi lado, Lanzarote.

Por un momento el caballero permaneció inmóvil, aún colérica su expresión. Luego lanzó un profundo suspiro.

—Así sea, rey Arturo. Sin embargo… —Dudaba. Ginebra que estaba muy cerca de él, percibió el estremecimiento que !« recorría los miembros—. No sé qué dirán en Avalón cuando se enteren de esto, rey y señor mío.

Por un momento hubo en el salón un silencio absoluto. Las luces, las lanzas flamígeras del norte, centelleaban sobre ellos Luego, Elaine como bruscamente las cortinas, dejando afuera el augurio, y exclamó alegremente:

—¡Venid a cenar, señores! Si marcháis al combate al romper el día no lo haréis sin un buen festín. ¡Y hemos hecho lo posible por ofrecéroslo!

Pero una y otra vez, mientras comían, mientras Lot, Uriens y Marco hablaban de estrategia con Arturo, Ginebra sorprendió los ojos oscuros de Lanzarote. Estaban colmados de pesadumbre y temor.

13

C
uando Morgana abandonó la corte de Caerleon para visitar a su madre adoptiva en Avalón. procuró pensar sólo en Viviana, para no recordar lo que le había sucedido con Lanzarote. Revivirlo era como una quemadura de vergüenza: se le había ofrecido a la manera antigua, con toda franqueza, sólo para que él convirtiera su femineidad en una burla con esos juegos infantiles.

Una y otra vez lamentaba haberlo ofendido. Lanzarote era como la Diosa lo había hecho, ni mejor ni peor. Pero otras veces se sentía culpable; le escocía en la mente la vieja frase de Ginebra: «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas.» Si hubiera tenido más para ofrecer, si hubiera sido hermosa como la reina… Y luego volvía a sentirse ofendida. Entre tales tormentos cruzó la verde región de las colinas. Y al fin sus pensamientos empezaron a concentrarse en lo que le esperaba en Avalón.

Había abandonado sin permiso la isla Sagrada, renunciando a su condición de sacerdotisa. Desde entonces se peinaba siempre con el pelo caído sobre la frente, para que nadie viera la pequeña media luna azul tatuada allí. Pero se detuvo en una aldea para cambiar un pequeño anillo por un poco de pintura azul, con la que realzó la marca desteñida.

«Todo esto me ha sucedido por faltar a mis votos a la Diosa.» Y entonces recordó lo que Lanzarote había dicho en su desesperación: que no había dioses ni diosas, pues éstos eran formas que la humanidad, en su terror, daba a lo que no podía explicar.

Pero aquello no disminuía su culpa. Había abandonado el modo de vivir y de pensar con el que estaba comprometida, olvidando las grandes corrientes y ritmos de la tierra. Había comido alimentos prohibidos a las sacerdotisas y quitado la vida a animales y plantas sin dar gracias a la Diosa por sacrificar una parte de sí por su bien. Se había entregado a un hombre sin tratar de conocer la voluntad de la Diosa en las mareas del sol por simple libertinaje. No, no era posible volver como si nada hubiera sucedido. Y mientras cabalgaba por las colinas, entre cereales maduros y lluvia fertilizante, su dolor iba en aumento, pues comprendía lo mucho que se había alejado de las enseñanzas de Viviana y Avalón.

«La diferencia es más profunda de lo que yo pensaba Hasta quienes labran la tierra, si son cristianos, adoptan un modo de vida que se aleja de Ella; creen que su Dios les ha dado el dominio sobre todo lo que brota y sobre todas las bestias del campo. Nosotros, en cambio, los habitantes de las colinas y los bosques, sabemos que es la naturaleza quien manda sobre nosotros. Todos estamos bajo el dominio de la Diosa, sin cuya misericordia seríamos estériles y moriríamos. Y aun cuando llega el momento de la esterilidad y la muerte, para que otros ocupen nuestro lugar, eso también es obra suya. No es sólo la Dama Verde de la tierra fructífera, sino también la Dama Oscura de la semilla que yace escondida bajo la nieve, del cuervo y el halcón que dan muerte, y hasta de los gusanos, que trabajan secretamente para destruir lo que ya ha cumplido su tiempo. E incluso es, al final. Nuestra Señora de la podredumbre, la destrucción y la muerte»…

Al recordar todas estas cosas Morgana pudo ver, por fin, que lo sucedido con Lanzarote era una pequeñez; el mayor pecado no estaba en él, sino en su corazón, que se había apartado de la Diosa. La herida sufrida por su orgullo era sólo una saludable purificación.

«La Diosa ajustará cuentas con Lanzarote a su modo y cuando corresponda. No soy yo quien debe decidir.» En aquel momento le pareció que no ver más a su primo era lo mejor que podía sucederle.

No, no podía volver a su papel de sacerdotisa elegida. Pero tal vez Viviana se apiadara de ella y le permitiera enmendar sus pecados. Se contentaría con vivir en Avalón, aun como criada o humilde campesina. Mandaría por su hijo, para que se criara en Avalón, entre los druidas, y jamás volvería a apartarse de las enseñanzas recibidas.

Por eso, al divisar el Tozal que se erguía, verde e inconfundible, sobre las colinas interpuestas, las lágrimas surgieron a torrentes. Volvía a su hogar y a Viviana; en el círculo de piedras rogaría a la Diosa que sus faltas fueran perdonadas, que se le permitiera volver a ese lugar del que había sido expulsada por su orgullo.

Por fin llegó a las orillas del lago. Las aguas grises, a la luz del sol poniente, estaban desiertas. Los juncales parecían sombríos y yermos contra la luz roja del cielo. La isla de los Sacerdotes se elevaba en la neblina crepuscular, apenas visible. Pero nada se movía en el agua, aunque proyectó totalmente la mente y el corazón, en un apasionado esfuerzo por llegar a la isla Sagrada, por convocar la barca… Pasó allí una hora, inmóvil, hasta que cayó la oscuridad; entonces comprendió que había fallado.

No, la barca no iría por ella nunca más. Iría a por una sacerdotisa, por la elegida de Viviana, pero no por una fugitiva que había vivido a su antojo durante cuatro años. En la época de su iniciación la habían llevado fuera de Avalón; la prueba de que merecía llamarse sacerdotisa era, simplemente, que pudiera regresar sin ayuda.

No podía llamar a la barca; su alma temía pronunciar la palabra de poder que la haría llegar entre las brumas. Mientras el agua perdía el color y los últimos rayos de luz se esfumaban en la niebla, contempló luctuosamente la costa lejana. No, no se atrevía a llamar a los remeros, pero había otra manera de llegar a Avalón: bordeando el lago para cruzar por el sendero oculto, a través del pantano, para buscar desde allí la entrada al mundo escondido. Echó a caminar por la orilla, afligida por la soledad, llevando a su caballo de la brida. La presencia del animal, sus resoplidos, eran un vago consuelo. Si todo fallaba podría pasar la noche en la orilla del lago; no sería la primera vez que durmiera sola y a la intemperie. Y por la mañana buscaría el camino. Recordó el viaje solitario que había hecho años atrás, disfrazada, a la lejana corte de Lot. Aunque la buena vida y los lujos de la corte la hubieran ablandado, si era preciso volvería a hacerlo.

Pero todo estaba tan callado… No se oían las campanas de la isla de los Sacerdotes, ni los cánticos del convento, ni el piar de aves; era como avanzar a través de un país encantado. Morgana halló el sitio que estaba buscando. La oscuridad se acentuaba; cada mata, cada árbol parecía tomar formas siniestras, cosas extrañas, monstruos, dragones. Pero empezaba a recobrar los hábitos mentales de Avalón: allí no había nada que pudiera hacerle daño, si ella no lo hacía.

Inició la caminata por el sendero escondido. A medio camino tendría que cruzar las brumas: de lo contrario, la senda la llevaría hacia la huerta de los monjes, detrás del claustro. Con firmeza, obligó a su mente silencio meditativo, fijándola en el sitio al que deseaba ir. Avanzaba sin hacer ruido, con los ojos entornados, pisando con cautela. Ya sentía el frío de la niebla alrededor.

A Viviana no le había parecido mal que concibiera un hijo de su medio hermano… un niño con la antigua estirpe real de Avalón, más rey que el mismo Arturo. ¿Qué sería ahora de su hijo? ¿Por qué había dejado a Gwydion en manos de Morgause? Por no mirar a Arturo a los ojos y revelarle su existencia. Para que los curas y las señoras de la corte no dijeran de ella: «Ésta es la mujer que dio un hijo al Astado, a la manera pagana»… El niño estaba bien donde estaba.

Pero a veces pensaba en él; recordaba noches en que lo había tenido en brazos, arrullándolo sin pensar en nada, con todo el cuerpo lleno de felicidad. ¿En qué otro momento había sido tan feliz? «Sólo una vez, en brazos de Lanzarote, tendidos al sol en el Tozal, y mientras cazábamos patos en las orillas del lago…»

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