—Pero lo hará —afirmó Ana.
Caridad guardó silencio.
—Eres consciente de ello, ¿verdad?
—¿Qué eliges, su vida o su hombría? —le planteó Caridad.
—Si lo que pierde es la vida —replicó Ana—, de nada nos servirá su hombría ni a mí… ni a ti.
La gitana esperaba que Caridad reaccionase ante el reconocimiento que acababa de hacer de su relación, pero no lo hizo. Seguía contemplando a Melchor como hechizada.
—Sabes que eso no es cierto —replicó—. Lo noté temblar cuando Milagros explicaba cómo había sido prostituida por su esposo. Temí que reventara. Desde entonces no ha sido el mismo. Vive para vengarla…
—¡Venganza! —la interrumpió Ana—. Llevo cinco años encarcelada, sufriendo, para escapar a mi tierra, con los míos, y volver. Sé que es duro lo que sucedió con Milagros, pero no hace ni un día que los daba por muertos a los dos… a los tres —se corrigió—. Ahora tenemos la oportunidad de iniciar…
—¿Qué? —la interrumpió a su vez Caridad, en esta ocasión ya enfrentada a ella—. ¿Cinco años encarcelada? ¿Qué es eso? He sido esclava toda mi vida, y aun cuando alcancé la libertad, continué siéndolo aquí mismo, en Triana, y también en Madrid. ¿Sabes una cosa, Ana Vega? Prefiero un instante de vida junto a este Melchor… ¡Míralo! ¡Eso es lo que he aprendido de él, de vosotros! Y me gusta. Prefiero este instante, este segundo de gitanería, que pasar el resto de mis días con un hombre insatisfecho.
Ana no encontró palabras con las que contestar. Notó que la figura de su padre, impávido, se desdibujaba a medida que las lágrimas acudían a sus ojos, y se marchó. Quiso ir en busca de Milagros, la vio volcada en su niña y con el fraile rondándola, pero las otras Vega la abordaron tan pronto como la vieron mezclarse con la gente. La acompañaron junto a Luisa, allí donde se arremolinaban las nuevas gitanas que seguían llegando al callejón desde diferentes pueblos de Sevilla. Conocía a algunas, de Málaga, de Zaragoza; otras eran parientes o amigas, tal y como se presentaron. Trató de sonreírles, consciente de que acudían a apoyarla. Muchas incluso habrían discutido con sus hombres por hacerlo. Se arriesgaban a ser detenidas viajando a Triana sin pasaporte, y lo hacían por ella. ¡Gitanas! Miró el cadáver de Luisa, escuálido, encogido. ¡Qué grande había sido sin embargo! «Nunca podrán quitarnos el orgullo», les había dicho en la Misericordia para animarlas. «Esa es tu belleza», la halagó después. Y esa misma noche, rompiendo su promesa, ella había corrido a ver cómo Salvador regresaba de los campos. Se le encogió el estómago a su recuerdo. Luego lo destinaron a los arsenales, quizá a causa de su empecinamiento, pero Salvador, igual que los demás muchachos, abandonó la Misericordia erguido, altivo.
—¿Te encuentras mal? —La pregunta partió de una de las Vega.
—No… No. Tengo… tengo que hacer.
Las dejó a todas y corrió a donde Melchor.
«Mátelo, padre. Acabe con él. Hágalo por Milagros, por todas nosotras.»
En los oídos de Caridad aún resonaban las palabras de aliento que Ana había dirigido a Melchor hacía apenas un rato. En ese momento todos abandonaban el patio y salían al callejón. Ella no necesitaba decirle nada. Tuvo la sensación de que Ana llegaba a suplantarla cuando regresó al rincón en el que estaba Melchor para pedirle perdón, y llorar insultándose, al tiempo que lo animaba con todo el énfasis que pudo antes de abrazarse a él. Sin embargo, durante aquel abrazo, el gitano se volvió hacia Caridad y le sonrió, y con esa sonrisa ella supo que seguía siendo su morena.
Caridad permitió que fuera Ana la que acompañara a Melchor. Ella caminaba detrás, con Martín, que se había presentado en el callejón montado en un caballo diferente —«El otro no aguantó», confesó el joven—, con una vieja gitana de los Heredia, de Villafranca, a la grupa. Eso había sido poco antes de que Ana Ximénez acudiera al patio para comunicarles que el consejo había tomado una decisión: con la pelea acabaría todo. No habría más venganzas y Milagros quedaría en libertad con su hija. Los García habían aceptado, los Carmona, aun cuando no estuviera Pascual, también. No les dijo que no había sido difícil obtener ese compromiso porque nadie apostaba por Melchor. «Una forma como otra de ejecutar la sentencia», escuchó la matriarca que afirmaba uno de los Carmona antes de que los demás asintieran complacidos.
Decían que los García estaban buscando a Pedro en Sevilla. Caridad rezó a la Virgen del Cobre, a la Candelaria, y allí mismo, del tabaco que le había proporcionado Martín, lanzó unas hojitas al suelo rogando a sus orishas que Pedro hubiera caído borracho al Guadalquivir, lo hubieran detenido los alguaciles, o lo hubiera acuchillado un esposo cornudo. Pero nada de eso sucedió, y supo de su llegada cuando los murmullos en el callejón aumentaron.
Melchor no se hizo esperar, ni Ana tampoco. Milagros se negó a ir.
—Morirá por mi culpa —trató de excusarse ante su madre.
—Sí, hija, sí. Morirá por los suyos, como un buen gitano, como el Vega que es —se opuso la otra, obligándola a levantarse y acompañarlos.
—No se preocupe, padre, que Luisa no se escapará —soltó una gitana ante la duda que mostró el semblante de fray Joaquín al percatarse de que todos abandonaban patio, cadáver y velatorio.
Se escucharon algunas risas que no lograron romper la tensión, máxime cuando antes de que se apagasen, la sucesión de chasquidos del mecanismo de la navaja de Melchor al abrirse pareció elevarse por encima de cualquier sonido. Caridad respiró hondo. El gitano ni siquiera esperó a que la gente hiciera sitio. Caridad lo vio empuñar su navaja y cruzar el callejón en dirección al corral de vecinos de los García. Hombres y mujeres se fueron apartando a su paso.
—¿Dónde estás, hijo de puta!
Caridad cayó en la cuenta de que Melchor no lo conocía. Probablemente no le había visto el rostro la noche en que saltó al foso, pensó, ya que ella tampoco había llegado a hacerlo. Y, cuando vivían en Triana, ¿para qué iba a fijarse Melchor en un joven de la familia de los García? «Allí», estuvo tentada de señalárselo ella.
No fue necesario: Pedro García se separó de los suyos y caminó hacia Melchor. Los gitanos se abrieron en círculo. Muchos todavía hablaban, pero fueron callando ante los dos hombres que ya se tentaban con las navajas, los brazos extendidos: uno en mangas de camisa, joven, alto, fuerte, ágil; el otro… el otro viejo, delgado y consumido, de rostro descarnado y todavía vestido con su chaqueta roja ribeteada en oro. Muchos se preguntaron por qué no se la quitaba. La prenda parecía impedirle moverse con soltura.
Caridad sabía que no era la chaqueta. La herida de la pelea con el Gordo le quemaba, y sus movimientos acusaban el dolor. Ella lo cuidó con ternura, en Torrejón, en Barrancos; él respondía a sus atenciones con despecho, pero al final reían. Desvió la vista hacia Ana y Milagros, en primera fila las dos, una encogida, pronta a derrumbarse ante la desigualdad entre los contendientes; la otra llorando, apretando contra su cuello el rostro de la niña, impidiéndole ver la escena que se desarrollaba ante ellas.
Pedro y Melchor continuaban girando en círculo, insultándose con la mirada. Caridad se sintió orgullosa de aquel hombre, su hombre, dispuesto a morir por los suyos. Un escalofrío de orgullo recorrió su espalda. Igual que le había sucedido a su llegada al callejón de San Miguel, cuando los detuvieron, sintió en sí misma el poder que irradiaba Melchor, ese poder que la atrajo desde la primera vez que lo vio.
—¡Pelea, gitano! —gritó entonces—. ¡El diablo nos espera!
Como si los demás que presenciaban la reyerta hubieran estado esperando ese primer grito, el callejón entero estalló en ánimos o insultos.
Pedro atacó, espoleado por la gente. Melchor logró esquivarlo. Volvieron a retarse.
—Gilí, fanfarrón —espetó el García.
Gilí, fanfarrón… Las palabras de Pedro García revivieron como un fogonazo en la mente de Milagros y a su mente volvió el rostro de la vieja María. Pedro lo había confesado en Madrid, pero ella, borracha, había sido incapaz de recordarlo. «Gilí, fanfarrón», eso era lo que había dicho aquella noche. ¡Pedro había matado a la vieja curandera! Se sintió débil, por suerte alguien logró arrancar de sus brazos a la pequeña antes de que cayera al suelo.
—¡Cuidado, Melchor! —le advirtió Caridad cuando Pedro García se abalanzó sobre él aprovechando que desviaba la atención hacia su nieta.
Lo esquivó una vez más.
—Contigo terminan los Vega —masculló el García—, solo tienes mujeres por descendencia.
Melchor no contestó.
—Putas y rameras todas ellas —llegaron a escuchar los más cercanos en boca de Pedro.
Melchor tragó su ira, Caridad lo percibió, luego lo vio citar a su enemigo con la mano libre. «Ven», le decía con ella. Pedro aceptó el envite. La gente estalló en murmullos cuando la navaja del García sajó el antebrazo del Galeote. En solo un instante la sangre tiñó de oscuro la manga de Melchor, que respondió a la herida con un par de acometidas infructuosas. Pedro sonreía. Atacó de nuevo. Otro navajazo, este a la altura de la muñeca con la que Melchor trató de protegerse. El silencio se fue haciendo entre los presentes, como si previeran el desenlace. Melchor arremetió, con torpeza. La navaja de Pedro alcanzó su cuello, cerca de la nuca.
Caridad miró a Ana, hincada de rodillas, la cabeza erguida con dificultad, las manos enlazadas entre sus piernas. Tras ella se ocultaba Milagros. Volvió la vista justo para sentir, casi en su propia carne, la cuchillada que recibió Melchor en el costado. Notó la hoja de la navaja atravesando al gitano como si la estuvieran hiriendo a ella misma. Más allá de las armas, vio sonreír a Reyes, y a su esposo, y a los García y a los Carmona. Melchor arrastraba una pierna, jadeaba… y sangraba con profusión. Caridad comprendió que su hombre iba a morir. Pedro jugueteaba con su rival, retrasando su muerte, humillándolo al esquivar con soltura, a carcajadas, sus débiles acometidas. El diablo, pensó Caridad, ¿cómo se bajaba al infierno? Se volvió hacia Martín, quieto a su lado, y trató de agarrar la empuñadura de la navaja que sobresalía de la faja del joven gitano.
—No —le impidió él.
Forcejearon.
—¡Lo va a matar! —gimió Caridad.
Martín no cedió. Caridad desistió por fin y se disponía a lanzarse en ayuda de Melchor con las manos desnudas cuando Martín la agarró. Volvieron a forcejear, y él la abrazó tan fuerte como pudo.
—Lo matará —sollozó ella.
—No —afirmó el otro a su oído. Caridad quiso mirarlo al rostro, pero el otro no redujo la presión y continuó hablando—: Él no lucha así. Lo sé. Me ha enseñado a pelear, Caridad; lo conozco. ¡Se está dejando pinchar!
Transcurrió un segundo. Ella dejó de temblar.
El gitano soltó a Caridad, que volvió la mirada hacia la pelea en el momento en que Pedro, exultante, seguro de sí mismo, miraba a sus abuelos como si les quisiera brindar el final de su enemigo, decidido a dar el golpe definitivo. La Trianera tardó en comprender e intentó reaccionar al ver a su nieto atacar al Galeote con indolencia, movido por la vanidad. La advertencia se le ahogó en la garganta cuando Melchor esquivó la cuchillada dirigida al centro de su corazón y, con un vigor nacido de la ira, del odio y del propio dolor incluso, hendió su navaja hasta la empuñadura en el cuello de Pedro García, que se detuvo en seco, con un rictus de sorpresa, antes de que Melchor hurgase con saña en el interior, para finalmente extraer la navaja entre un chorro de sangre.
En el silencio más absoluto, el gitano escupió sobre el cuerpo tendido del que la sangre continuaba manando a borbotones. Quiso desviar la mirada hacia los García, pero no pudo. Trató de erguirse. Tampoco lo consiguió. Solo logró clavar sus ojos en Caridad antes de desplomarse y de que esta corriera en su ayuda.
Habían transcurrido dos días desde la pelea. Melchor despertó en plena noche y acomodó su visión a la tenue iluminación de las velas del piso desocupado del callejón donde se habían instalado; contempló unos instantes a Ana y Milagros, al pie del jergón.
Luego pidió que lo llevaran a Barrancos.
—No quiero morir cerca de los García —logró mascullar.
—No va a morir, abuelo.
Carmen, una curandera gitana llegada de Osuna a la llamada de Ana, se volvió hacia esta y se encogió de hombros.
—Lo que tenga que suceder, sucederá —afirmó—, aquí, en Barrancos… o camino de Barrancos —se adelantó a la segura pregunta de la gitana.
Melchor pareció escucharlo.
—No debéis quedaros en Triana —acertó a decir—. Nunca os fiéis de los García.
Varias de las gitanas presentes en la estancia afirmaron con la cabeza mientras se escuchaba la respiración forzada de Melchor.
—¿Y la morena? —preguntó él.
—Bailando —contestó Milagros.
La respuesta no pareció sorprender a Melchor, quien lanzó un quejido al tiempo que esbozaba una sonrisa.
Caridad velaba a Melchor durante el día. Seguía las instrucciones de la curandera y, con Ana y Milagros, cambiaba vendas y apósitos, y reponía paños húmedos en su frente para combatir la calentura. Canturreaba como si Melchor pudiera escucharla. Una de las gitanas pretendió impedírselo con una mueca de disgusto al oír los cantos de negros, pero Ana la cortó con gesto autoritario y Caridad continuó cantando. Al llegar la noche se escabullía y corría al naranjal en el que conoció al gitano. Allí, tímidamente primero, con desenfreno después, una sombra convulsa entre las sombras, entrechocando palos en sus manos, cantaba y bailaba a Eleggua, el que dispone de las vidas de los hombres. No conseguía su favor, pero el dios supremo tampoco se decidía a llamar a su hombre. Melchor la había hecho mujer; le había enseñado a amar, a ser libre. ¿Acaso aquella era la lección que le faltaba? ¿Conocer el verdadero dolor de perder al hombre a quien amaba? Era solo una niña cuando la separaron de su madre y sus hermanos; el dolor se confundió entonces con la incomprensión de la infancia, y se atemperó distraído por las nuevas vivencias. Años después don José vendió a su primer hijo y terminó separándola del segundo, Marcelo; Caridad era una esclava y los esclavos no sufrían, ni siquiera pensaban, trabajaban tan solo. En esa ocasión, el dolor tropezó con la costra impenetrable con la que los esclavos recubrían sus sentimientos para poder continuar viviendo: así eran las cosas, sus hijos no le pertenecían. Pero ahora… Melchor había hecho añicos aquella costra, y ella conocía, y sabía, y sentía; era libre y amaba… ¡Y no quería sufrir!