La reina descalza (88 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—Necesito descansar —murmuró Milagros.

Fray Joaquín la vio señalar el jergón de la habitación contigua, pidiendo permiso a Caridad, que consintió con la cabeza.

Caridad abandonó la casa en cuanto escuchó la respiración pausada de Milagros. Fray Joaquín erró al creer que salía en busca de Melchor. La mujer se dirigió al establecimiento de Méndez, pidió por él, y le encareció a dar con Martín esa misma noche.

—Sí, esta misma noche —insistió—, que partan en su busca todos los mochileros de los que puedas disponer. ¡El pueblo entero de Barrancos si es menester! Tienes nuestros dineros metidos en el tabaco —le recordó Caridad—, paga cuanto te pidan por encontrarlo.

Luego volvió con el fraile y se sentó frente a él, atenta al más mínimo sonido que pudiera venir del exterior. Nada sucedió, y con las primeras luces de la mañana, se desperezó y empezó a preparar un hatillo con sus pertenencias y algo de comida.

—¿Qué haces? —preguntó fray Joaquín.

—¿Todavía no se ha dado cuenta, padre? —contestó de espaldas, escondiéndole las lágrimas—. Volvemos a Triana.

Un simple cruce de miradas bastó a Melchor y Caridad para decirse cuanto necesitaban. «Debo hacerlo, morena», explicó la del gitano. «Voy contigo», replicó la de ella. Ninguno discutió la decisión del otro.

—En marcha —ordenó después Melchor, dirigiéndose a Milagros y al fraile, ambos de nuevo sentados a la mesa en espera de su regreso.

Melchor vistió su chaquetilla roja con parsimonia; no necesitaba más. Caridad se echó el hatillo a la espalda y se dispuso a seguirle. Milagros nada tenía, y el fraile se sintió grotesco al coger la imagen de la Virgen.

—¿Y…? —preguntó fray Joaquín señalando aquel objeto que destacaba solitario en la alacena: el juguete mecánico.

Caridad frunció los labios. «¡Van a matar a Melchor!», hubiera podido contestarle. «Quizá a mí también. Esta es nuestra casa y aquí es donde debe estar», hubiera añadido. «Es su lugar.» Dio media vuelta y enfiló hacia la puerta.

Caridad y Melchor abrían la marcha, con Milagros tras ellos y fray Joaquín algo retrasado, como si no formara parte del grupo, todos en silencio, los primeros eligiendo los mismos senderos que tantas otras veces habían corrido con el tabaco a la espalda, pisando allí donde se escondieron de lo que sospechaban una ronda, cruzando el río por el mismo lugar donde se entregaron el uno al otro por primera vez.

La gitana, a diferencia de Caridad, que había aceptado ya el destino que le marcaba su hombre, caminaba sumida en las dudas: ni ella ni su abuelo se habían recriminado lo que ocurrió en Triana. No hablaron de la muerte de su padre, tampoco del matrimonio con Pedro García. Se limitaron a abrazarse como si el gesto por sí solo ya dejara atrás todos los sinsabores vividos. ¿Cómo pretendía el abuelo recuperar a María?, se preguntaba una y otra vez Milagros. «Me equivoqué de hombre», había dicho. Parecía que lo único que le interesaba era vengarse de Pedro, de los García… ¿Él solo?

Aminoró el paso hasta que fray Joaquín, que no hacía más que preguntarse si había hecho bien en ir a Barrancos, llegó a su altura.

—¿Qué pretende hacer? —inquirió Milagros al tiempo que señalaba con el mentón hacia la espalda de su abuelo.

—Lo ignoro.

—Pero… no va a entrar en el callejón, así, solo, sin ayuda. ¿Qué va a hacer?

—No lo sé, Milagros, pero me temo que sí, que esa es su idea.

—Lo matarán. ¿Y mi niña? ¿Qué será de ella?

—¡Melchor! —El grito del fraile interrumpió a Milagros.

El gitano volvió la cabeza sin detenerse.

—¿Qué planes tienes?

46

El único plan que Melchor tenía en mente era acceder a Triana por el camino que provenía de Camas y cruzarla hasta llegar a la entrada del callejón de San Miguel. Y ese fue el que ejecutó tras una semana de viaje, por más dudas e inconvenientes que a lo largo de esos días opusieron tanto Milagros como el religioso, que, pese a ello, siguieron sus pasos a través del arrabal sevillano.

El sol de principios de verano estaba en lo alto y arrancó destellos de los dorados de la chaqueta roja del gitano. Parado a la entrada del callejón, delante de los otros y con Caridad a su lado, Melchor acarició la empuñadura de la navaja que sobresalía de su faja mientras algunos hombres y mujeres lo miraban sorprendidos y otros corrían a las herrerías y a los corrales de vecinos a advertir de su llegada.

Poco después cesaba el repiqueteo de los martillos sobre el hierro. Los herreros salieron a las puertas de las forjas, las mujeres se asomaron a las ventanas y la chiquillería, contagiada por la tensión que percibía en sus mayores, detuvo sus juegos.

Caridad reconoció a algunos hombres y mujeres y poco a poco, a medida que se acallaban los rumores, llegó a escuchar el silencio. En aquel callejón había empezado todo, y allí terminaría todo, lamentó. De repente se sintió fuerte, invencible, y se preguntó si era eso lo que sentía Melchor, lo que le llevaba a actuar como lo hacía, despreciando el peligro. Había llegado a vacilar ante las constantes quejas de Milagros y del fraile a lo largo del camino; sus advertencias estaban teñidas de un temor que también ella compartía. No habló, no confesó sus miedos, apoyó a Melchor con su silencio, y ahora, rendida al destino que esperaba a su hombre, y probablemente también a ella, frente a hombres y mujeres que mudaban en cólera su inicial semblante de sorpresa, creyó entender por fin el carácter del gitano. Se irguió y notó sus músculos en tensión. Extrañada ante su propio aplomo, compartió el desafío de Melchor. Vivió el presente, el mismo instante, ajena por completo a lo que pudiera suceder el siguiente.

—Gitano —Melchor no se movió, pero ella supo que la escuchaba—: te amo.

—Y yo a ti, morena. Echaré de menos tus cantos en el infierno.

Caridad iba a responder cuando lo que esperaban los del callejón se produjo: Rafael García, el Conde, y su esposa, Reyes la Trianera, se abrían paso lentamente hacia ellos, los dos envejecidos, encorvados, seguidos por varios miembros de la familia de los García y otros gitanos que se iban sumando. Caridad y Melchor aguardaron quietos; Milagros, detrás, retrocedió; buscaba a Pedro con ojos inquietos. No lo veía. Fray Joaquín trataba de mantener firme a la Inmaculada, que resbalaba de sus manos sudorosas. La aparición del patriarca envalentonó a los demás. «¡Asesino!», se escuchó de entre ellos. «¡Hijo de puta!», insultó alguien a Melchor. «¡Perro!» Un grupo de mujeres se acercó a Milagros y escupió a sus pies al grito de «¡Ramera!». Una anciana intentó agarrarla del cabello y ella se arrimó a fray Joaquín, que logró espantar a la agresora. Los improperios, las amenazas y los gestos obscenos continuaron mientras el Conde avanzaba hacia Melchor.

—Vengo a matar a tu nieto —espetó este por encima del griterío antes de que los otros llegaran a su altura.

Al oír las palabras frías, aceradas e hirientes de Melchor, Caridad cerró los puños. Sin embargo, la amenaza no amedrentó al patriarca que, sabiéndose protegido, continuó andando con el rostro impasible y los ojos clavados en Melchor.

—Un condenado a muerte como tú… —replicó Rafael García antes de que los gritos de la gente volviesen a atronar en el callejón.

—¡Matémoslo!

Caridad se volvió hacia Melchor cuando ya algunos de los gitanos se dirigían hacia ellos entre maldiciones y juramentos. ¿Cómo pretendía enfrentarse al callejón entero?

—Melchor —susurró. Pero él no se movió; permanecía quieto, en tensión, desafiante.

Caridad se estremeció ante su arrojo.

—¡Gitano! —exclamó ella entonces con la voz muy clara y potente—. ¡Cantaré para ti en el infierno!

Aún no había terminado la frase cuando apartó de un manotazo a un hombre que ya llegaba hasta ellos y se abalanzó sobre Rafael García, al que derribó. El ataque sorprendió a los gitanos que, pendientes de Melchor, tardaron en reaccionar. Enredados en el suelo, Caridad rebuscó con frenesí la navaja que había visto relucir en la faja del patriarca. ¡Lo mataría por su hombre!

Melchor también se vio sorprendido por la inesperada acometida de Caridad. Tardó un par de segundos en empuñar su navaja y enfrentarla a varios de los gitanos que lo rodeaban. Trató de pensar, de mantenerse frío, como sabía que debía hacer frente a las armas que se le oponían, pero el griterío que le llegaba desde detrás de sus contrincantes, donde estaba Caridad, nubló sus sentidos y le llevó a perderse en un sinfín de navajazos a bulto para abrirse paso hasta ella.

—¿Quieres que matemos a tu negra ahora mismo?

Melchor ni siquiera oyó la amenaza. Entonces los gitanos que le rodeaban abrieron una brecha y se encontró dando cuchilladas al aire frente a una Caridad que pugnaba por zafarse de los brazos de dos hombres que la tenían inmovilizada. Detuvo la última cuchillada, de súbito, a medio recorrido.

—¡Continúa! —le exhortó ella.

Alguien la abofeteó. Melchor creyó oír el silbar de aquel brazo en el aire y sintió el golpe, sobre sí, con mayor ímpetu que los que recibía del látigo en galeras. Se encogió de dolor.

—¡Sigue, gitano! —chilló Caridad.

Nadie la golpeó en esta ocasión. Melchor, trastornado ante la visión del hilillo de sangre que brotó de la comisura de los labios de Caridad y que recorría su mentón, rojo sobre negro, se arrepintió por haber permitido que le acompañara. Fueron necesarios dos hombres más ante las violentas sacudidas y gritos con los que Caridad respondió al ver que otros se abalanzaban sobre Melchor, indefenso y rendido, lo desarmaban y, como si se tratase de un animal al que llevan al sacrificio, el torso inclinado, lo presentaban, entre los vítores y aclamaciones de la gitanería, ante Rafael García, ya repuesto del ataque.

—Lo siento, morena, perdóname.

Las disculpas de Melchor se perdieron entre los sollozos de esta y las órdenes con las que el Conde acogió a su enemigo.

—¡La puta! —gritó este señalando a Milagros—. ¡Traedme también a la puta!

Las mujeres que se encontraban junto a Milagros se lanzaron sobre ella y la atenazaron sin que opusiera resistencia alguna, turbada la atención en su abuelo, sus esperanzas frustradas al ritmo de cuatro simples gritos y otras tantas amenazas.

Fray Joaquín, cargado con la imagen de la Virgen, nada pudo hacer en aquella ocasión y contempló cómo Milagros se dejaba llevar entre empellones, gritos y escupitajos. De repente, hombres y mujeres fijaron su atención en el fraile, que había quedado solo a la entrada del callejón.

—Váyase, padre —le conminó Rafael García—, este es un asunto entre gitanos.

Fray Joaquín se asustó ante el odio y la ira que se reflejaba en el semblante de muchos de ellos. El temor, sin embargo, se convirtió en desazón al ver a Milagros junto a Melchor, cabizbaja como él. ¿Dónde quedaban las promesas que le había hecho a la muchacha?

—No —replicó el fraile—. Este es un asunto que corresponde a la justicia del rey, como todos los que suceden en sus tierras, haya o no gitanos implicados.

Varios de ellos corrieron hacia él.

—¡Soy un hombre de Dios! —alcanzó a gritar fray Joaquín.

—¡Quietos!

La orden de Rafael García detuvo a los hombres. El patriarca entrecerró los ojos y buscó la opinión de los demás jefes de familia: los Camacho, los Flores, los Reyes… Alguno mostró indiferencia y se encogió de hombros, la mayoría negó con la cabeza. Era improbable que alguien del callejón violara la ley gitana y hablase de Melchor, de Milagros o hasta de Caridad, pensó después el Conde, y si lo hacían, las autoridades no dirían una palabra. Rencillas de gitanos, sería su conclusión. Pero la detención de un religioso era diferente. Quizá una de las mujeres o alguno de los niños llegara a desvelarlo, y entonces las consecuencias serían terribles para todos. Habían trabajado duro con la Iglesia; los jóvenes acudían a aprender las oraciones, y el callejón casi por entero asistía a misa simulando devoción. La cofradía estaba en marcha. Hacía menos de un año de la aprobación por parte del arzobispo de las reglas de la Hermandad de los Gitanos y los problemas ya eran considerables. No habían logrado establecerse en el convento del Espíritu Santo de Triana y pretendían hacerlo en el de Nuestra Señora del Pópulo. No lo conseguirían si los agustinos sevillanos se enteraban de aquello. Necesitaban mantener buenas relaciones con quienes podían encarcelarlos. No. No podían arriesgarse a agraviar a la Iglesia en uno de los suyos.

Rafael García hizo un gesto a los hombres y estos se alejaron del religioso. Sin embargo, no pensaba hacer lo mismo con los Vega…

—Suéltalos —interrumpió sus pensamientos fray Joaquín.

El Conde negó con la cabeza, terco, y entonces Reyes se acercó y le habló al oído.

—Ella —señaló a Milagros el patriarca luego de que su mujer se retirase— se queda aquí con su esposo, que es donde debe estar. ¿Me equivoco, padre?

Fray Joaquín palideció y fue incapaz de contestar.

—No. Veo que no me equivoco. En cuanto a los otros dos…

Reyes tenía razón: ¿quién podía saber o demostrar el asesinato de José Carmona más allá de los gitanos? Nadie lo denunció a las autoridades, lo enterraron en campo abierto y el delito se trató en la privacidad del consejo de ancianos. ¿En qué podía intervenir la justicia de los payos?

—En cuanto a ellos —repitió con aplomo—, se quedarán con nosotros hasta que los funcionarios del rey de los que habla su paternidad vengan en su busca. Compréndalo —añadió, ufano, entre las sonrisas de algunos de los gitanos—, cuidamos de su seguridad. Podrían hacerle daño.

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