La Reina del Sur (55 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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Los pasos del gatillero sonaron a su espalda. Sin volverse, esperó a que se acodara junto a ella, en la regala mojada. Había una línea de claridad despuntando por levante, y las luces de la costa brillaban cada vez más cerca, con los destellos del faro de Estepona justo al norte. Teresa se subió la capucha del chaquetón. Arreciaba el frío.

—Voy a volver allá, Pinto.

No dijo adónde. No hacía falta. La pesada humanidad de Pote Gálvez se inclinó un poco más sobre la borda. Muy pensativo y callado. Teresa oía su respiración.

—Ya es hora de arreglar cuentas pendientes.

Otro silencio. Arriba, en la luz del puente, se recortaban las siluetas del capitán y del hombre de guardia. Sordos, mudos y ciegos. Ajenos a todo salvo a mirar sus instrumentos. Ganaban lo bastante como para que nada de lo que pasaba a popa fuera asunto suyo. Pote Gálvez seguía inclinado, mirando el agua negra que le rumoreaba debajo.

—Usted, patrona, siempre sabe lo que hace… Pero me late que eso puede estar cabrón.

—Antes me ocuparé de que no te falte nada.

El gatillero se pasaba una mano por el pelo. Un gesto perplejo.

—Quihubo, mi doña… ¿Sola?… No me ofenda usted.

El tono era dolido de veras. Testarudo. Se quedaron los dos mirando la luz intermitente del faro en la distancia.

—Nos pueden torcer a los dos —dijo Teresa suavemente—. Bien gacho.

Pote Gálvez estuvo callado otro rato. Uno de esos silencios, intuyó ella, que son balance de una vida. Se giró a mirarlo de soslayo, y vio que el guarura se pasaba de nuevo la mano por el pelo y después hundía un poco la cabeza entre los hombros. Parece un oso grandote y leal, pensó. Requetederecho. Con ese aire resignado, resuelto a pagar sin discutir. Según las reglas.

—Pos fíjese que es la de ahí, patrona… Igual da morirse en un sitio que en otro.

Miraba atrás el gatillero, a la estela del
Sinaloa
, donde el cuerpo de Teo Aljarafe se había hundido en el mar lastrado con cincuenta kilos de pesas de plomo.

—Y a veces —añadió— está bien que uno elija, si puede.

17. La mitad de mi copa dejé servida

Llovía sobre Culiacán, Sinaloa; y la casa de la colonia Chapultepec parecía encerrada en una burbuja de tristeza gris. Era como si hubiese una frontera definida entre los colores del jardín y los tonos plomizos de afuera: en los cristales de la ventana, las gotas de lluvia más gruesas se desmoronaban en largos regueros que hacían ondular el paisaje, mezclando el verde de la hierba y las copas de los laureles de la India con el naranja de la flor del tabachín, el blanco de los capiros, el lila y rojo de las amapas y buganvillas; pero el color moría en los altos muros que rodeaban el jardín. Más allá sólo existía un panorama difuso, triste, en el que apenas podían distinguirse, tras el foso invisible del Tamazula, las dos torres y la gran cúpula blanca de la catedral, y más lejos, a la derecha, las torres con azulejos amarillos de la iglesia del Santuario.

Teresa estaba junto a la ventana de un saloncito del piso superior, contemplando el paisaje, aunque el coronel Edgar Ledesma, subcomandante de la Novena Zona Militar, aconsejaba que no hiciera eso. Cada ventana, había dicho mirándola con sus ojos de guerrero frío y eficiente, es una oportunidad para un francotirador. Y usted, señora, no ha venido a dar oportunidades. El coronel Ledesma era un tipo agradable, correcto, que llevaba la cincuentena muy airoso, con su uniforme y el pelo rapado como si fuese un guachito joven. Pero ella estaba harta de la limitada visión de la planta baja, el gran salón con muebles de Concordia mezclados con metacrilato y cuadros espantosos en las paredes —la casa había sido incautada por el Gobierno a un narco que cumplía condena en Puente Grande—, las ventanas y el porche que sólo dejaban ver un poco de jardín y la piscina vacía. Desde arriba podía adivinar a lo lejos, recomponiéndola con ayuda de su memoria, la ciudad de Culiacán. También veía a uno de los federales que se encargaban de la escolta en el recinto interior: un hombre con el impermeable abultado por el chaleco antibalas, con gorra y un fusil Errequince en las manos, que fumaba protegido del agua con la espalda contra el tronco de un mango. Bastante más lejos, tras la verja de la entrada que daba a la calle General Anaya, se distinguía una camioneta militar y las siluetas verdes de dos guachos que montaban guardia con equipo de combate. Ése era el acuerdo, la había informado el coronel Ledesma cuatro días atrás, cuando el Learjet en vuelo especial que la traía desde Miami —única escala desde Madrid, pues la DEA desaconsejaba cualquier parada intermedia en suelo mejicano— aterrizó en el aeropuerto de Culiacán. La Novena Zona se encargaba de la seguridad general, y los federales corrían a cargo de la seguridad cercana. Quedaban descartados del operativo tránsitos y judiciales, por considerarse más fáciles de infiltrar, y por la constancia de que algunos actuaban de sicarios para trabajos sucios del narco. También los federales eran asequibles a un fajo de dólares; pero el grupo de élite asignado a esa misión, traído del Distrito Federal —estaba vetada la intervención de agentes que tuvieran conexiones sinaloenses—, estaba probado, decían, en integridad y eficacia. Respecto a los militares, no es que resultaran incorruptibles; pero su disciplina y organización los hacía más caros. Más difíciles de comprar, y también más respetados. Incluso cuando decomisaban en la sierra, los campesinos consideraban que hacían su trabajo sin buscar arreglos. En concreto, el coronel Ledesma tenía fama de íntegro y duro. También le habían matado a un hijo teniente, los narcos. Eso ayudaba mucho.

—Debería apartarse de ahí, patrona. Por las corrientes de aire.

—Chale, Pinto —le sonreía al gatillero—. No mames.

Había sido una especie de sueño extraño; como asistir a una cadena de situaciones que no le estuvieran ocurriendo a ella. Las últimas dos semanas se ordenaban en su recuerdo igual que una sucesión de capítulos intensos y perfectamente definidos. La noche de la última operación. Teo Aljarafe leyendo la ausencia de futuro en las sombras del camarote. Héctor Tapia y Willy Rangel mirándola estupefactos en una suite del hotel Puente Romano, cuando planteó su decisión y sus exigencias: Culiacán en lugar del Distrito Federal —las cosas se hacen bien hechas, dijo, o no se hacen—. La firma de documentos privados con garantías por ambas partes, en presencia del embajador de Estados Unidos en Madrid, un alto funcionario del ministerio español de justicia y otro de Asuntos Exteriores. Y después, quemadas las naves, el largo viaje sobre el Atlántico, la escala técnica en la pista de Miami con el Learjet rodeado de policías, la cara inescrutable de Pote Gálvez cada vez que se cruzaban sus miradas. La van a querer matar todo el tiempo, advirtió Willy Rangel. A usted, a su guardaespaldas y a todo el que respire alrededor. Así que procure cuidarse. Rangel la acompañó hasta Miami, poniendo a punto lo necesario. Instruyéndola sobre lo que se esperaba de ella y sobre lo que ella podía esperar. El después —si había después— incluía facilidades durante los siguientes cinco años para establecerse donde quisiera: América o Europa, nueva identidad incluyendo pasaporte norteamericano, protección oficial, o dejarla a su aire si lo deseaba. Y cuando ella respondió que el después era sólo asunto suyo, gracias, el otro se frotó la nariz y asintió como si se hiciera cargo. A fin de cuentas, la DEA le calculaba a Teresa Mendoza unos fondos seguros, en bancos suizos y del Caribe, de entre cincuenta y cien millones de dólares.

Siguió viendo caer la lluvia tras los cristales. Culiacán. La noche de su llegada, cuando abordaba a pie de escalerilla el convoy de militares y federales que aguardaba en la pista, Teresa había descubierto a la derecha la antigua torre amarilla del viejo aeropuerto, aún con docenas de Cessnas y Piper estacionadas, y a la izquierda las nuevas instalaciones en construcción. La Suburban donde se instaló con Pote Gálvez era blindada, con cristales ahumados. Dentro iban sólo ella, Pote y el chófer, que llevaba una radio encendida en frecuencia policial en el salpicadero. Había luces azules y rojas, guachos con cascos de combate, federales de paisano y de gris oscuro armados hasta los dientes en la parte trasera de las trocas y en las portezuelas abiertas de las Suburban, gorras de béisbol, ponchos relucientes de lluvia, ametralladoras montadas apuntando a todas partes, antenas de radio que oscilaban al tomar las curvas a toda velocidad entre el bramido de las sirenas. Chale. Quién hubiera pensado, decía la cara de Pote Gálvez, que íbamos a volver de esta manera. Así recorrieron el bulevar Zapata, girando en el Libramiento Norte a la altura de la gasolinera El Valle. Luego vino el malecón, con los álamos y los grandes sauces que prolongaban la lluvia hasta el suelo, las luces de la ciudad, los rincones familiares, el puente, el cauce oscuro del río Tamazula, la colonia Chapultepec. Teresa había creído que sentiría algo especial en el corazón al estar de nuevo allí; pero lo cierto, descubrió, era que no se daba gran diferencia de un lugar a otro. No sentía emoción, ni miedo. Durante todo el trayecto, ella y Pote Gálvez se observaron muchas veces. Al fin Teresa preguntó qué tienes en la cabeza, Pinto; y el gatillero tardó un poquito en responder, mirando hacia afuera, el bigote como un brochazo oscuro en la cara y las salpicaduras de agua de la ventanilla moteándole más la cara cuando pasaban ante focos de luz. Pos fíjese que nada especial, patrona, repuso al fin. Sólo se me hace raro. Lo dijo sin entonaciones, inexpresivo el rostro aindiado y norteño. Sentado muy formal a su lado en el cuero de la Suburban, con las manos cruzadas sobre la barriga. Y por primera vez desde aquel sótano lejano de Nueva Andalucía, a Teresa le pareció indefenso. No le dejaban llevar armas, aunque estaba previsto que sí habría dentro de la casa para protección personal de ambos, aparte los federales del jardín y los guachos que rodeaban el perímetro de la finca, en la calle. De vez en cuando el gatillero se volvía a mirar por la ventanilla, reconociendo este o aquel lugar con un vistazo. Sin abrir la boca. Tan callado como cuando, antes de dejar Marbella, ella lo hizo sentarse enfrente y le explicó a qué venía. A qué venían. No a ponerle el dedo a nadie, sino a pasarle cuenta bien pesada a un hijo de su pinche madre. Sólo a él y nada más. Pote estuvo un rato pensándolo. Y dime de verdad qué opinas, exigió ella. Necesito saberlo antes de permitir que me acompañes de regreso allá. Pos fíjese que yo no opino, fue la respuesta. Y se lo digo, o mejor no digo lo que no digo, con todo respeto. A lo mejor hasta tengo mis sentimientos, patrona. Pa' qué le digo que no, si sí. Pero lo que yo tenga o deje de tener es cosa mía. No, pues. A usted le parece bien hacer tal o cual cosa, la hace y es la de ahí. Usted nomás decide ir, y yo pos ni modo. La acompaño.

Se apartó de la ventana y fue hasta la mesa en busca de un cigarrillo. El paquete de Faros seguía junto a la Sig Sauer y los tres cargadores llenos de parque 9 parabellum. Al principio Teresa no estaba familiarizada con aquella pistola, y Pote Gálvez pasó una mañana enseñándole a desmontarla y volverla a montar con los ojos cerrados. Si vienen de noche y a usted se le embala la escuadra, patrona, mejor que pueda arreglárselas sin prender la luz. Ahora el gatillero se acercó con un fósforo encendido, inclinó breve la cabeza cuando ella dio las gracias, y después fue al sitio que Teresa había ocupado junto la ventana, a echar un vistazo afuera.

—Todo está en orden —dijo ella, exhalando el humo.

Era un placer echarse faritos después de tantos años. El gatillero encogió los hombros, dando a entender que, respecto a lo del orden, en Culiacán la palabra resultaba relativa. Después fue al pasillo y Teresa lo oyó hablar con uno de los federales que estaban en la casa. Tres dentro, seis en el jardín, veinte guachos en el perímetro exterior, relevándose cada doce horas, manteniendo lejos a los curiosos, a los periodistas y a los malandrines que a esas horas sin duda rondaban ya en espera de una oportunidad. Me pregunto, calculó en sus adentros, cuánto ofrecerá por mi cuero el diputado y candidato a senador por Sinaloa don Epifanio Vargas.

—¿Cuánto crees que valdremos, Pinto?

Había aparecido otra vez en la puerta, con aquel aspecto de oso torpe de cuando temía hacerse notar demasiado. Tranquilo en apariencia, como de costumbre. Pero ella observó que, tras los párpados entornados, sus ojos oscuros y suspicaces no paraban de medirle el agua a los tamales.

—A mí me bajan gratis, patrona… Pero usted se ha vuelto bocado grande. Nadie andaría en esta quema por menos de un madral.

—¿Serán los mismos escoltas o vendrán de fuera?

Resopló el otro, arrugando el bigote y la frente.

—Me late que de fuera —dijo—. Los narcos y los policías son iguales pero no siempre, aunque a veces sí… ¿Me comprende?

—Más o menos.

—Ésa es la neta. Y de los guachos, el coronel se me hace mero mero. Buena onda… De los que truenan nomás sus chicharrones.

—Ahí veremos, ¿no?

—Pos fíjese que estaría requetebién padre, mi doña. Verlo de una vez, y pelarnos.

Teresa sonrió al oír aquello. Comprendía al gatillero. La espera siempre resultaba peor que la bronca, por pesada que ésta fuese. De cualquier manera, ella había adoptado medidas adicionales. Preventivas. No era una chava inexperta, tenía medios y conocía a sus clásicos. El viaje a Culiacán estaba precedido de una campaña de información en los niveles adecuados, incluida la prensa local. Sólo Vargas, era el lema. Ni madrineo, ni dedo, ni pitazos: asunto personal en plan duelo en la barranca, y el resto a disfrutar del espectáculo. A salvo. Ni un nombre más, ni una fecha. Nada. Sólo don Epifanio, ella y el fantasma del Güero Dávila quemándose en el Espinazo del Diablo doce años atrás. No se trataba de una delación, sino de una venganza limitada y personal; eso podía entenderse muy bien en Sinaloa, donde lo primero estaba mal visto y lo segundo era norma al uso y abastecimiento habitual de panteones. Aquél había sido el pacto en el hotel Puente Romano, y el Gobierno de México estuvo de acuerdo. Hasta los gringos, aunque a regañadientes, lo estuvieron. Un testimonio concreto y un nombre concreto. Ni siquiera César
Batman
Güemes o los demás chacas que en otro tiempo fueron próximos a Epifanio Vargas debían sentirse amenazados. Eso, era de esperar, habría tranquilizado bastante al
Batman
y a los otros. También aumentaba las posibilidades de supervivencia de Teresa y reducía los frentes a cubrir. A fin de cuentas, en el tiburoneo del dinero y la narcopolítica sinaloense, don Epifanio había sido o era un aliado, un prócer local; pero también un competidor y, tarde o temprano, un enemigo. A muchos les iría de perlas que alguien lo sacara de escena a tan bajo precio.

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