La reina de los condenados (52 page)

BOOK: La reina de los condenados
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»Nunca, nunca, cazamos a hombres para comernos su carne. No entraba dentro de nuestras costumbres. Este canibalismo, comerse la carne del enemigo, hubiera sido una grandiosa abominación para nosotras. Porque éramos caníbales y comer la carne tenía un significado especial: nos comíamos a nuestros muertos.

Maharet interrumpió unos momentos su narración, como si desease que el significado de aquella palabras quedara absolutamente claro para todos.

Marius volvió a ver la imagen de las dos mujeres pelirrojas arrodilladas ante el banquete funerario. Sintió la cálida quietud del mediodía y la solemnidad del momento. Intentó aclarar su mente y ver solamente el rostro de Maharet.

—Comprended —dijo Maharet— que creíamos que el espíritu abandonaba el cuerpo en la hora de la muerte; pero también creíamos que los restos de todo ser vivo contienen cierta pequeña cantidad de energía, aún después de que la vida misma se haya terminado. Por ejemplo, las pertenencias personales de un hombre retienen algo de su vitalidad; y el cuerpo y los huesos, con más seguridad. Y, naturalmente, al consumir la carne de nuestros muertos, este residuo energético, para llamarlo así, también sería consumido.

»Pero la verdadera razón de que nos comiéramos a nuestros muertos era por respeto a ellos. Según nuestro punto de vista, era el modo más adecuado de tratar los restos mortales de los que amábamos. Poníamos en nuestro interior los cuerpos de los que nos habían dado la vida, los cuerpos de los que nuestros cuerpos habían salido. Y así se completaba un ciclo. Y los sagrados restos de los que amábamos quedaban a salvo del horror atroz de la putrefacción bajo tierra, o de ser devorados por las bestias salvajes, o quemados como si fueran combustible o deshechos.

»Hay una gran lógica en todo ello, si lo reflexionáis bien. Pero lo más importante es percatarse de que aquello formaba parte esencial de las tradiciones de nuestro pueblo. El deber sagrado de todo hijo era comerse los restos de sus padres; el deber sagrado de la tribu era comerse la carne de los muertos.

»No había ni un solo hombre, mujer, niño o niña de nuestro pueblo que hubiera muerto y cuyo cadáver no hubiera sido consumido por sus parientes o amigos. No había ni un solo hombre, mujer, niño o niña que no hubiera comido carne de los muertos.

De nuevo, Maharet hizo una pausa y, antes de proseguir, con la mirada recorrió lentamente las caras de los miembros de la reunión.

—Bien, no era época de grandes guerras —dijo—. Jericó había estado en paz desde tiempos inmemoriales. Y Nínive también había estado en paz.

»Pero muy a lo lejos, hacia el sudoeste del valle del Nilo, los pueblos salvajes de aquella tierra guerreaban, como era su quehacer ancestral, contra los pueblos de la jungla, situados más al sur, para capturar enemigos, que destinarían a los asadores y a las ollas. Porque no sólo se comían a sus propios muertos con el respeto pertinente, como nosotros, sino que devoraban los cuerpos de sus enemigos; y se enorgullecían de ello. Creían que la fuerza del enemigo pasaba a sus cuerpos, al consumir su carne. Además, les gustaba el sabor de la carne humana.

«Nosotros los despreciábamos por lo que hacían, por las razones que ya he explicado. ¿Cómo podía alguien querer comerse la carne de un enemigo? Pero, quizá, la diferencia crucial entre nosotros y los guerreros moradores del valle del Nilo no era que ellos comieran a sus enemigos, sino que eran amantes de la guerra y nosotros de la paz. Nosotros no teníamos enemigos.

»Ahora bien, cuando mi hermana y yo llegamos a los dieciséis años, tuvo lugar un gran cambio en el valle del Nilo. O así nos lo contaron.

»La vieja Reina de aquella tierra había muerto sin descendencia femenina para transmitir la sangre real. Entre muchos pueblos primitivos, la sangre real se heredaba solamente por la línea femenina. Como no había varón que pudiera demostrar con toda certeza la paternidad del hijo de su esposa, era la reina o la princesa quienes llevaban consigo el derecho divino al trono. Por eso, los faraones egipcios de la última época se casaban a menudo con sus hermanas. Era para asegurar su derecho real.

»Y así habría sucedido con el joven Rey Enkil si hubiera tenido una hermana, pero no tenía ninguna. Ni siquiera tenía una prima o tía real con quien casarse. Pero era joven y fuerte, y decidido a ser soberano de su tierra. Finalmente se decidió por una nueva esposa, no de su propio pueblo, sino del de la ciudad de Uruk, en el valle del Tigris y del Eufrates.

»Y ésa era Akasha, una belleza de la familia real, que practicaba el culto a la gran diosa Inanna y que podía llevar al reino de Enkil la sabiduría de su tierra. O así corrían los rumores en los mercados de Jericó y Nínive, rumores que acompañaban a las caravanas que venían para comerciar con nosotros.

»Bien, el pueblo del Nilo era agricultor, pero tendía a descuidar esta actividad en beneficio de cazar y hacer la guerra en busca de carne humana. Y esto horrorizó a la bella Akasha, quien se propuso de inmediato apartarlos de aquella bárbara costumbre, como posiblemente cualquiera de una civilización más elevada haría.

»Casi seguro que también llevó consigo la escritura, ya que el pueblo de Uruk la poseía (eran grandes conservadores de documentos); pero como sea que la escritura era algo que desdeñábamos mucho, no puedo asegurarlo. Quizá los egipcios ya habían empezado a escribir por su cuenta.

»No podéis imaginaros la lentitud con que tales hechos afectan a la cultura. Podían llevarse registros referentes a impuestos durante generaciones, antes de que nadie decidiera confiar las palabras de un poema en una tablilla de arcilla. Una tribu podía cultivar pimenteros y otras especias durante doscientos años antes de que a nadie se le ocurriera cultivar trigo o maíz. Como sabéis, los indios de Sudamérica tenían juguetes con ruedas cuando los europeos cayeron sobre ellos; y tenían joyas, metálicas. Pero no tenían ruedas para usarlas en otras actividades; y no utilizaban el metal para fabricar armas. Y por ello los europeos los derrotaron en un abrir y cerrar de ojos.

»Sea cual sea el caso, no sé la relación completa de los conocimientos que Akasha llevó consigo de Uruk. Sé que nuestro pueblo oyó muchos rumores acerca de la prohibición del canibalismo en el valle del Nilo, y que los que desobedecieran serían condenados a muerte y ejecutados. Las tribus que habían cazado carne humana durante generaciones montaron en cólera porque ya no podían practicar aquella actividad; pero todavía mayor fue la furia de los que ya no podían comerse a sus propios muertos. No poder cazar ya fue algo grave, pero tener que confiar los antepasados a la tierra fue un horror para ellos, como lo hubiera sido para nosotros.

»Así pues, para que el edicto de Akasha fuera obedecido, el Rey decretó que todos los cadáveres tenían que ser tratados con ungüentos y amortajados. No solamente nadie podía comerse la carne sagrada de la madre o del padre, sino que se debía proteger esta carne con mortaja de lino, con gran fastuosidad; además, esos cuerpos intactos tenían que ser exhibidos para contemplación de todos; al final, serían sepultados en tumbas con las ofrendas pertinentes y las letanías de los sacerdotes.

»Cuanto más pronto se realizara el amortajamiento, mejor, porque así nadie podría llegar a la carne.

»Y para ayudar a la gente a cumplir aquella nueva norma, Akasha y Enkil los convencieron de que los espíritus de los muertos viajarían mejor al reino adonde iban si, en la tierra, sus cuerpos estaban conservados en aquellos envoltorios. En otras palabras, se decía a la gente: «Vuestros queridos antepasados no son olvidados; sino todo lo contrario: están bien conservados.»

»Cuando oímos contar aquello de amortajar a los muertos y meterlos en cámaras amuebladas bajo la arena del desierto, creímos que era muy divertido. Creímos divertido que, con la perfecta conservación de los cadáveres en la tierra, se pudiera ayudar a los espíritus de los muertos. Porque, como todo el que se haya comunicado con muertos sabe, es mejor que las almas olviden sus cuerpos; porque solamente cuando consigan renunciar a su imagen terrestre podrán elevarse a un plano superior.

»Y ahora, en Egipto, en las tumbas de los muy ricos y poderosos, yacen aquellos objetos: las momias cuya carne ya se ha descompuesto.

»Si alguien entonces nos hubiera dicho que la costumbre de la momificación arraigaría en aquella cultura, que durante cuatro mil años Egipto la practicaría, que se convertiría en un gran e imperecedero misterio para el mundo entero, que los niños del siglo veinte irían a los museos a ver las momias, no lo habríamos creído.

»Sea como fuere, no nos importaba realmente mucho. Estábamos muy lejos del valle del Nilo. Ni siquiera podíamos imaginar cómo eran aquellas gentes. Sabíamos que su religión provenía de África, que adoraban al dios Osiris y al dios del sol Ra, y a dioses animales también. Pero nosotros no comprendíamos del todo a aquel pueblo. Y tampoco comprendíamos su tierra de inundaciones y desiertos. Cuando tomábamos en nuestras manos los delicados objetos fabricados por ellos, vislumbrábamos cierta débil apariencia de sus personalidades, pero era algo desconocido para nosotros. Nos daban pena porque no podían comerse a sus muertos.

«Cuando preguntábamos a los espíritus acerca de los egipcios, parecían enormemente divertidos con sus costumbres. Decían que los egipcios tenían "bonitas voces" y "bonitas palabras" y que era muy agradable visitar sus templos y sus altares; les gustaba la lengua egipcia. Al rato parecían perder interés en las preguntas y se esfumaban, como solía ser el caso.

»Lo que decían nos fascinaba, pero no nos sorprendía. Sabíamos que a los espíritus les gustaban nuestras palabras, nuestros cánticos y nuestras canciones. Así pues, los espíritus fingían tomar a los egipcios por dioses. Con gran frecuencia los espíritus intentaban darse importancia con esos pequeños engaños.

»Pasaron los años y oímos contar que Enkil, para unificar su reino y sofocar la rebelión y la resistencia de los caníbales intransigentes, había formado un gran ejército y se había embarcado en conquistas al norte y al sur. Había botado navíos al gran mar. Era la vieja estratagema: buscar un enemigo exterior contra quien luchar para apaciguar la revuelta interior.

»Pero, otra vez: ¿en qué nos podía afectar aquella agitación? Nuestra tierra era una tierra de belleza y serenidad, de árboles cargados de frutos, de trigo silvestre en abundancia para todo el que quisiera cortarlo con la hoz. La nuestra era una tierra de hierba verde y brisas frescas. Y no teníamos nada que nadie pudiera querer quitarnos. O así lo creíamos.

»Mi hermana y yo continuamos viviendo en paz absoluta en las suaves laderas del monte Carmelo, a menudo hablando con nuestra madre y entre nosotras silenciosamente, o con unas pocas palabras exclusivamente nuestras y que comprendíamos a la perfección; y aprendiendo de nuestra madre todo lo que sabía de los espíritus y del corazón de los hombres.

«Bebíamos las pociones de los sueños que nuestra madre nos preparaba a partir de plantas que crecían en la montaña; y, en nuestros trances y estados soñolientos, viajábamos hacia atrás en el tiempo y hablábamos con nuestros antepasados: hechiceras muy importantes, cuyos nombre conocíamos. Es decir, atraíamos a los espíritus de esos antiguos hacia la Tierra el tiempo suficiente para que nos proporcionaran algunos conocimientos. También viajábamos sin nuestros cuerpos a mucha altura por encima de la Tierra.

»Podría pasar hora y horas contando lo que veíamos en los trances; cómo, una vez, Mekare y yo anduvimos cogidas de la mano por las calles de Nínive, contemplando maravillas que nunca hubiéramos imaginado…, pero esos detalles ahora no tienen importancia.

»Permitid solamente que os explique lo que significaba para nosotras la compañía de los espíritus: la suave armonía en la que vivíamos con todo lo que nos rodeaba y con los espíritus; y cómo, algunas veces, el amor de los espíritus fue algo palpable para nosotras, semejante a lo que los místicos cristianos han descrito como el amor de dios o de los santos.

»Vivíamos juntas y dichosas, mi hermana, mi madre y yo. Las cuevas de nuestros antepasados eran cálidas y secas; y teníamos todo lo que necesitábamos: ropas preciosas y joyas, encantadores peines de marfil y sandalias de piel. Nos lo traía la gente como ofrendas, ya que nadie pagaba por nuestros servicios.

»Todos los días, había alguien de nuestro pueblo que venía a hacernos una u otra consulta, y nosotras pasábamos sus preguntas a los espíritus. Intentábamos ver el futuro, lo cual, por supuesto los espíritus pueden realizar según un método, en la medida en que ciertas cosas tienden a seguir un camino inevitable.

»Escudriñábamos en el interior de las mentes con nuestro poder telepático y ofrecíamos los consejos más sensatos que podíamos. De vez en cuando, nos traían algún poseso. Y nosotras expulsábamos de él el demonio, el espíritu maligno, porque no era más que eso. Y cuando una casa estaba endemoniada, íbamos a ella y ordenábamos al mal espíritu que se fuera.

»Dábamos la poción de los sueños a quienes nos lo pedían. Y caían en trance o dormían y soñaban en imágenes vividas, que nosotras tratábamos de interpretar o explicar.

»Para eso no necesitábamos realmente a los espíritus, aunque a veces solicitábamos algún consejo particular. Para saber lo que significaban las diferentes imágenes usábamos nuestros poderes de comprensión y profunda visión y, a menudo, la información que nos era transmitida por telepatía.

»Pero nuestro mayor milagro (que para ser realizado requería de todos nuestros poderes y que nunca podíamos garantizar) era hacer caer la lluvia.

»Bien, llevábamos a cabo el milagro de dos formas básicas: "pequeña lluvia", que era en gran parte simbólica y constituía una demostración de poder y funcionaba como un gran bálsamo para las almas de nuestra gente; o "gran lluvia", la necesaria para las cosechas, y que, en efecto, era muy difícil de realizar… cuando llegaba a realizarse.

»Ambas requerían que los espíritus fuesen lisonjeados sin restricciones y que sus nombres fuesen invocados infinitas veces, pidiéndoles que se juntaran, que se concentraran y que usasen la fuerza a una orden nuestra. La «pequeña lluvia» era con frecuencia llevada a cabo por nuestros espíritus más familiares, lo que especialmente nos querían a mí y a Mekare y que antes habían amado a nuestra madre y a todos nuestros antepasados antes que nosotros, y que siempre estaban dispuestos a llevar a cabo duras tareas con motivo de su amor.

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