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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (78 page)

BOOK: La Regenta
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Y cayó Juanito debajo de la mesa.

A todos había indignado su discurso, menos a Mesía que extendiendo su mano hacia él, exclamó:

—¡Perdonadle... porque ha bebido mucho!

—Ese Juanito—decía el coronel a don Frutos el americano—me parece un gran pedante.

—Es un hambriento con más orgullo que don Rodrigo en la horca.

Se habló de religión otra vez. Don Frutos expuso sus creencias con una palabra aquí, otra allí, haciendo islas y continentes de vino tinto sobre el mantel y suplicando con los ojos que le terminasen las cláusulas.

Insistía don Frutos en que él sentía que su alma era inmortal: había otro mundo, además de las Américas, otro mundo mejor al cual iban las almas de los que no habían robado en las carreteras. Además Dios era misericordioso, hacía la vista gorda. Y por supuesto, quería don Frutos ir a ese mundo mejor con el recuerdo de la mala vida pasada, porque si no, ¡vaya una gracia!

—¿Para qué querrá don Frutos acordarse de lo bruto que ha sido sobre la haz de la tierra?—preguntaba Foja al oído de Orgaz hijo.

—¡Señores—gritó Joaquín—si en la otra vida no hay
cante
o es cante adulterado, renuncio al más allá!

Y dio un salto sobre la mesa agarrándose a una columna y comenzó un baile flamenco con perfección clásica. No faltaron jaleadores, y sonaban las palmas mientras cantaba el mediquillo con voz ronca y melancolía de chulo:

a coooosa que maravilla mamá ver al Frascueeeelo la pantorriiiilla mamá...

Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditaba y veía dos Orgaz hijo sobre la mesa.

—Me han embriagado con sus herejías... quiero decir... con sus blasfemias...—dijo al Marquesito, que callaba, pensando que todo aquello era muy soso sin mujeres.

Joaquín gritó:—Allá va una a la salud de don Pompeyo.

Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen.

—¡Alto ahí, señor mío!—exclamó indignado el buen Guimarán al oír el penúltimo verso—. Mi salud no necesita de semejantes indecencias: y lo que ustedes hacen con tamañas blasfemias indecorosas es la causa, el caldo gordo del clero; porque tenga usted entendido, joven inexperto y procaz, que por el mundo han pasado muchas religiones positivas, y hoy se ha creído esto y mañana lo otro; pero de lo que nunca han prescindido los pueblos cultos, ni ahora, ni en la antigüedad, es de la buena crianza, y del respeto que nos debemos todos.

—¡Bien, muy bien!—dijeron todos, incluso Joaquín.

—Y yo estoy cansado de que se me tome a mí por un iconoclasta; sí, iconoclasta soy, pero iconoclasta del vicio, apóstol de la virtud y heresiarca de las tinieblas que envuelven la inteligencia y el corazón de la humanidad.

—¡Bravo!¡bravo!—Y si por alguien se ha creído que yo puedo fraternizar con el escándalo, aunarme con la desfachatez y adherirme a la orgía, protesto indignado, que a muy otra cosa he venido aquí. Y creo llegado el momento de que se hable con alguna formalidad.

—Perfectamente—interrumpió Foja—el señor Guimarán ha hablado como un libro, y eso que no los lee, pero no importa, ha hablado como el libro de su conciencia, según él dice. Aquí, señores, nos hemos reunido para celebrar la vuelta del señor Guimarán al hogar doméstico, llamémoslo así, del Casino. Pero ¡ah! señores diputados, ¿por qué ha vuelto al Casino el señor Guimarán?
Tatiste question
, como dice Trabuco, a quien siento no ver entre nosotros. (Aplausos, risas.) Pues ha vuelto porque nos hemos emancipado de la repugnante tutela del fanatismo, y ha vuelto a fundar una sociedad cuya sesión inaugural estáis celebrando, acaso sin saberlo. Esta sociedad que, desde luego, no se llamará de la templanza, se propone perseguir a los fariseos, arrancar las caretas de los hipócritas y arrancar del cuerpo social de Vetusta las sanguijuelas místicas que chupan su sangre. (Estrepitosos aplausos. Paco se abstiene y piensa lo mismo que antes: que faltan chicas.) Señores... guerra al clero usurpador, invasor, inquisidor; guerra a esa parte del clero que comercia con las cosas santas, que se vale de subterráneos para entrar con sus tentáculos de pólipo en las arcas de la
Cruz Roja
...

—¡Ahí, ahí le duele!...

—A ese clero que condena a la tisis del hambre a dignos comerciantes, a padres de familia; a ese clero que dispersa los hogares y hunde en alcantarillas inmundas, mal llamadas celdas, a las vírgenes del Señor, y que entiende que las entrega a Jesús entregándolas a la muerte. (Frenéticos aplausos.) Juremos todos ser trompetas del escándalo, para que tanto sea, y a tales oídos llegue, que la ruina del enemigo común sea un hecho. Porque, señores, nadie como yo respeta al clero parroquial, ese clero honrado, pobre, humilde... pero el alto clero... muera... y sobre todo... muera el señor Provisor... el....

—¡Muera! ¡muera!—contestaron algunos: Joaquín, el coronel, que estaba sereno, pero quería que muriese el Magistral, y otros dos o tres comensales borrachos.

Cuando se levantaron de la mesa amanecía. Se había hablado mucho más; se había contado la historia del Provisor tal como la narraba la leyenda escandalosa. Convinieron, hasta los más prudentes, en que era preciso fundar seriamente aquella sociedad propuesta por Foja. Se acordó juntarse a cenar una vez al mes y hacer gran propaganda contra el Magistral. Al salir, repartidos en grupos, se decían en voz baja:

—«Todo esto lo ha preparado Mesía; don Fermín es su rival y él quiere arruinarle, aniquilarle.

—»¿Pero ¿quién llevará el gato al agua?

—»¿Qué gato?—»¿O la gata?—»El Magistral.—»Álvaro.—»O los dos... —»O ninguno.—»En fin—advirtió Foja—yo ni quito ni pongo rey....

—»Pero ayudo a mi señor»—concluyó el coro.

Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz acompañaron a don Pompeyo a su casa. Era una mañana de Junio alegre, tibia, sonrosada. El sol anunciaba sus rayos en los colores vivos de las nubes de Oriente. Los pasos de los trasnochadores retumbaban en las calles de la Encimada como si anduvieran sobre una caja sonora. Aunque no hacía frío, todos habían levantado el cuello de la levita o lo que fuese. Don Pompeyo iba taciturno. Abrió la puerta de su casa con su llavín; entró sin hacer ruido; y a poco cerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver la claridad acusadora que entraba por las rendijas de los balcones cerrados. Aquello de acostarse de día era una revolución que mareaba a Guimarán; dudaba ya si las leyes del mundo seguían siendo las mismas. Al cerrar los ojos sintió que su lecho, siempre inmóvil, también se sublevaba bajando y subiendo. Poco después se creía en el Océano, encerrado en un camarote, víctima del mareo y corriendo borrasca.

Se levantó a las doce y no quiso hablar con su mujer y sus hijas de la cena, de la dichosa cena. Sin embargo, aunque se prometió no verse en otra; pocas horas después, en el Casino, donde le recibieron con muestras de simpatía y de júbilo, ofrecía solemnemente volver a las andadas, acudir a los
gaudeamus
mensuales en que se daría cuenta de los trabajos de la
sociedad innominada
que había fundado
inter-pocula
.

Doña Paula supo por el Chato, a quien se lo contó un mozo del restaurant del Casino, cuanto se había hablado en la cena inaugural, y lo que pretendían aquellos señores. Cuando el Magistral oyó a su madre que se había gritado: «Muera el Provisor» encogió los hombros, se levantó y salió de casa.

—Este chico anda tonto... yo no sé lo que tiene; parece que no está en este mundo.... ¡Oh, maldita Regenta! ¡Esa mala pécora me lo tiene embrujado!

Al mes siguiente se celebró la segunda sesión de la
Innominada
; se bebió, se emborracharon los que solían y se dio cuenta de los trabajos de propaganda. Foja participó que se había entendido en secreto con el Arcediano, don Custodio y otros
enemigos capitulares
(así dijo) del Provisor. Se sabían muchos escándalos nuevos; el elemento eclesiástico y el secular, de común acuerdo para librar a Vetusta del enemigo general, tramaban la ruina del monstruo; pronto se llegaría a poner en manos del Obispo las pruebas de aquellas prevaricaciones de todas clases de que se acusaba a don Fermín de Pas. Lo peor de todo, lo que haría saltar al Obispo, era lo que se refería al abuso indecoroso del confesonario. Se contaban horrores; en fin, ello diría.

Don Álvaro propuso que las cenas mensuales se suspendiesen hasta el Otoño y suplicó que se guardase el más profundo secreto. Además, él, sintiéndolo, tenía que privarse en adelante de asistir a tales reuniones; su espíritu allí quedaba, pero él, don Álvaro, por razones poderosas, que suplicaba a los presentes respetaran, se abstendría de acudir a tan agradables banquetes.

Quince días después, a mediados de Julio, entraba una tarde el Presidente del Casino en el caserón de los Ozores. Iba a despedirse. Don Víctor le recibió en el despacho. Estaba el amo de la casa en mangas de camisa, como solía en cuanto llegaba el verano, aunque no tuviera mucho calor. Para él venían a ser ideas inseparables el estío y aquel traje ligero. Quintanar al ver a don Álvaro suspiró, le tendió ambas manos, después de dejar un libro negro sobre la mesa y exclamó:

—¡Oh mi queridísimo Mesía! ¡Ingrato! cuánto tiempo sin parecer por aquí...

—Vengo a despedirme. Me voy a dar una vuelta por las provincias, después a los baños de Sobrón y a mediados de Agosto estaré de vuelta en Palomares, por no perder la costumbre.

—De modo que hasta Septiembre...—Hasta fines de Septiembre no nos veremos....

Don Álvaro hablaba alto, como si quisiera que le oyesen en toda la casa.

Don Víctor lamentó aquella ausencia. Suspiró. «Era un nuevo contratiempo, nuevo asunto de tristeza».

Notó don Álvaro que su amigo estaba menos decidor que antes, que se movía y gesticulaba menos.

—¿Ha estado usted malo?—¡Quiá! ¿quién? ¿yo? ¡ni pensarlo! Pues qué, ¿tengo mala cara? Dígame usted con franqueza... ¿tengo mala cara?... Pálido... ¿tal vez? ¿pálido?...

—No, no, nada de eso. Pero... se me figura que está usted menos alegre, preocupado... qué sé yo....

Don Víctor suspiró otra vez. Tras una pausa preguntó, con tono quejumbroso:

—¿Ha leído usted eso?—¿Qué es eso?—Kempis, la
Imitación de Jesucristo
...

—¿Cómo? ¡usted! ¿también usted?...

—Es un libro que quita el humor. Le hace a uno pensar en unas cosas... que no se le habían ocurrido nunca.... No importa. La vida, de todas maneras, es bien triste. Vea usted. Todo es pasajero. Usted se nos va.... Los marqueses se van.... Visita se va.... Ripamilán ya se marchó... Vetusta antes de quince días se quedará sola; de la Colonia... ni un alma queda.... De la Encimada se ausenta lo mejor... quedan los pobres... los jornaleros... y nosotros. Nosotros no salimos este año. ¡Y qué triste es un verano entero en Vetusta! El césped del paseo grande se pone como un ruedo de esparto... no se ve un alma por allí, en las calles no hay más que perros y policías.... Mire usted, prefiero el invierno con todas sus borrascas y su agua eterna... qué sé yo... a mí el frío me anima.... En fin, felices ustedes los que se van....

Y don Víctor suspiró otra vez.

—Voy a llamar a mi mujer. ¿Querrá usted decirla adiós, verdad? Es natural.

—No... si está ocupada... no la moleste usted....

—No faltaba más. Ocupada... ella siempre está ocupada... y desocupada... qué sé yo. Cosas de ella.

Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era un ejemplar nuevo, pero tenía manoseadas las cien primeras páginas, y llenas de registros. Nunca había leído él aquello. Lo miraba como una caja explosiva. Lo dejó sobre la mesa con miedo y con ciertas precauciones.

Ana entró en el despacho. Vestía hábito del Carmen. Seguía pálida, pero había vuelto a engordar un poco. A Mesía le latió el corazón y se le apretó la garganta, con lo que se asustó no poco.

Aquella mujer despertaba en él, ahora, una ira sorda mezclada de un deseo intenso, doloroso. La miraba como el descubridor de una isla o un continente, a quien la tempestad arrastrara lejos de la orilla, tal vez para siempre, antes de poner el pie en tierra. «¿Qué sabía él si jamás aquella mujer sería suya?». Su orgullo no renunciaba a ella. Pero otras voces le decían: «Renuncia para siempre a la Regenta». Ya se vería. Pero era doloroso aplazar otra vez, y sabía Dios hasta cuándo, toda esperanza, todo proyecto de conquista.

Quería observar en el rostro de Ana la huella de una emoción, al decirle que se marchaba sin saber cuándo volvería. Pero Ana oyó la noticia como distraída; ni un solo músculo de su rostro se movió.

—Nosotros—dijo—nos quedamos este verano en Vetusta. Yo no puedo bañarme y el médico me ha dicho que el aire del mar más podría hacerme daño que provecho por ahora.

—Vetusta se pone muy triste por el verano....

—No... no me parece.... Don Víctor los dejó solos.

Don Álvaro clavó los ojos en el rostro de Ana con audacia y ella levantó los suyos, grandes, suaves, tranquilos y miró sin miedo al seductor, a la tentación de años y años. Sintió él que perdía el aplomo, creyó que iba a decir o hacer alguna atrocidad; y sin poder contenerse, se puso en pie delante de ella.

—¿Se marcha usted ya? «Si yo me arrojo a sus pies ahora, ¿qué pasa aquí?» se preguntó don Álvaro. Y sin saber lo que hacía, tendió la mano enguantada y dijo temblando:

—Anita... si usted quiere... algo para las provincias....

—Que usted se divierta mucho, Álvaro...—contestó ella sin asomo de ironía. Pero a él se le figuró que se burlaba de su torpeza ridícula, de su miedo estúpido... y sintió vehementes deseos de ahogarla. La mano de la Regenta tocó la de Mesía sin temblar, fría, seca.

Salió el buen mozo tropezando con el pavo real disecado y después con la puerta. En el pasillo se despidió de su amigo Quintanar.

La Regenta sacó del seno un crucifijo y sobre el marfil caliente y amarillo puso los labios, mientras los ojos rebosando lágrimas, buscaban el cielo azul entre las nubes pardas.

—XXI—

Ana leyó en su lecho, a escondidas de don Víctor, los cuarenta capítulos de la
Vida de Santa Teresa escrita por ella misma
.

Fue en aquella convalecencia larga, llena de sobresaltos, de pasmos y crisis nerviosas. Don Víctor, a quien los remordimientos, durante la recaída de su mujer, habían hecho jurar que hasta verla salva, sana, jamás se apartaría de ella, faltó al juramento en cuanto la creyó fuera de peligro. Un día se aventuró a dar una vuelta por el Casino; después iba a ver los periódicos: más adelante jugaba una partida de ajedrez, y «ya se sabe lo pesado que es este juego». Al fin, sin dar pretexto alguno, estaba fuera toda la tarde. La casa se le caía encima. «Empezaba el calor—porque don Víctor, en cuestión de temperatura, se regía por el calendario—y ya se sabía que él no podía trabajar en su despacho en cuanto el sudor le molestaba; necesitaba el aire libre; mucho paseo, mucha naturaleza».

BOOK: La Regenta
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