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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (37 page)

BOOK: La Regenta
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—Y estos son los liberales que quieren hacemos felices.... Y ahora rabian porque no les dejan decir esas picardías en los periódicos....

Conversaciones de este género las había a diario en Vetusta; en el paseo, en las calles, en el Casino, hasta en la sacristía de la Catedral.

De Pas sabía todo lo que se murmuraba. Tenía varios espías, verdaderos esbirros de sotana. El más activo, perspicaz y disimulado, era el segundo organista de la Catedral, que ya había sido delator en el seminario. Entonces iba al paraíso del teatro a sorprender a los aprendices de cura aficionados a Talía o quien fuese. Era un presbítero joven, chato, favorito de la madre del Provisor doña Paula. Se apellidaba Campillo.

A don Fermín no le importaba mucho lo que dijeran, pero quería saber lo que se murmuraba y a dónde llegaban las injurias.

No pensaba en tal cosa el Magistral aquella mañana fría de octubre, mientras se soplaba los dedos meditabundo.

Una cosa era lo que debiera estar pensando y otra lo que pensaba sin poder remediarlo. Quería buscar dentro de sí fervor religioso, acendrada fe, que necesitaba para inspirarse y escribir un párrafo sonoro, rotundo, elocuente, con la fuerza de la convicción; pero la voluntad no obedecía y dejaba al pensamiento entretenerse con los recuerdos que le asediaban. La mano fina, aristocrática, trazaba rayitas paralelas en el margen de una cuartilla, después, encima, dibujaba otras rayitas, cruzando las primeras; y aquello semejaba una celosía. Detrás de la celosía se le figuró ver un manto negro y dos chispas detrás del manto, dos ojos que brillaban en la obscuridad. ¡Y si no hubiese más que los ojos!

—«¡Pero aquella voz! ¡Aquella voz transformada por la emoción religiosa, por el pudor de la castidad que se desnuda sin remordimiento, pero no sin vergüenza ante un confesonario!...».

«¿Qué mujer era aquella? ¿Había en Vetusta aquel tesoro de gracias espirituales, aquella conquista reservada para la Iglesia, y él el amo espiritual de la provincia, no lo había sabido antes?».

El pobre don Cayetano era hombre de algún talento para ciertas cosas, para lo formal, para las superficialidades de la vida mundana; pero ¿qué sabía él de dirigir un alma como la de aquella señora?

Don Fermín no perdonaba al Arcipreste el no haberle entregado mucho antes aquella joya que él, Ripamilán, no sabía apreciar en todo su valor. Y gracias que, por pereza, se había decidido a dejarle aquel tesoro.

Don Cayetano le había hablado con mucha seriedad de la Regenta.

—«Don Fermín—le había dicho—usted es el único que podrá entenderse con esta hija mía querida, que a mí iba a volverme loco si continuaba contándome sus aprensiones morales. Soy viejo ya para esos trotes. No la entiendo siquiera. Le pregunto si se acusa de alguna falta y dice que eso no. ¿Pues entonces? y sin embargo, dale que dale. En fin, yo no sirvo para estas cosas. A usted se la entrego. Ella, en cuanto le indiqué la conveniencia de confesar con usted aceptó, comprendiendo que yo no daba más de mí. No doy, no. Yo entiendo la religión y la moral a mi manera; una manera muy sencilla... muy sencilla.... Me parece que la piedad no es un rompe-cabezas.... En suma, Anita—ya sabe usted que ha escrito versos—es un poco romántica. Eso no quita que sea una santa; pero quiere traer a la religión el romanticismo, y yo ¡guarda, Pablo! no me encuentro con fuerzas para librarla de ese peligro. A usted le será fácil».

El Arcipreste se había acercado más al Provisor, y estirando el cuello, de puntillas, como pretendiendo, aunque en vano, hablarle al oído, había dicho después:

—«Ella ha visto visiones... pseudo-místicas... allá en Loreto... al llegar la edad... cosa de la sangre... al ser mujercita, cuando tuvo aquella fiebre y fuimos a buscarla su tía doña Anuncia y yo. Después... pasó aquello y se hizo literata.... En fin, usted verá. No es una señora como estas de por aquí. Tiene mucho tesón; parece una malva, pero otra le queda; quiero decir, que se somete a todo, pero por dentro siempre protesta. Ella misma se me ha acusado de esto, que conocía que era orgullo. Aprensiones. No es orgullo; pero resulta de estas cosas que es desgraciada, aunque nadie lo sospeche. En fin, usted verá. Don Víctor es como Dios le hizo. No entiende de estos perfiles; hace lo que yo. Y como no hemos de buscarle un amante para que desahogue con él—aquí volvió a reír don Cayetano—lo mejor será que ustedes se entiendan».

El Magistral al recordar este pasaje del discurso del Arcipreste se acordó también de que él se había puesto como una amapola.

«¡Lo mejor será que ustedes se entiendan!». En esta frase que don Cayetano había dicho sin asomos de malicia, encontraba don Fermín motivo para meditar horas y horas.

Toda la noche había pensado en ello. Algún día ¿llegarían a entenderse? ¿Querría doña Ana abrirle de par en par el corazón?

El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. Sagaz como ningún vetustense, clérigo o seglar, había sabido ir poco a poco atrayendo a su confesonario a los principales creyentes de la piadosa ciudad. Las damas de ciertas pretensiones habían llegado a considerar en el Magistral el único confesor de buen tono. Pero él escogía hijos e hijas de confesión. Tenía habilidad singular para desechar a los importunos sin desairarlos. Había llegado a confesar a quien quería y cuando quería. Su memoria para los pecados ajenos era portentosa.

Hasta de los morosos que tardaban seis meses o un año en acudir al tribunal de la penitencia, recordaba la vida y flaquezas. Relacionaba las confesiones de unos con las de otros, y poco a poco había ido haciendo el plano espiritual de Vetusta, de Vetusta la noble; desdeñaba a los plebeyos, si no eran ricos, poderosos, es decir, nobles a su manera. La
Encimada
era toda suya; la
Colonia
la iba conquistando poco a poco. Como los observatorios meteorológicos anuncian los ciclones, el Magistral hubiera podido anunciar muchas tempestades en Vetusta, dramas de familia, escándalos y aventuras de todo género. Sabía que la mujer devota, cuando no es muy discreta, al confesarse delata flaquezas de todos los suyos.

Así, el Magistral conocía los deslices, las manías, los vicios y hasta los crímenes a veces, de muchos señores vetustenses que no confesaban con él o no confesaban con nadie.

A más de un liberal de los que renegaban de la confesión auricular, hubiera podido decirle las veces que se había embriagado, el dinero que había perdido al juego, o si tenía las manos sucias o si maltrataba a su mujer, con otros secretos más íntimos. Muchas veces, en las casas donde era recibido como amigo de confianza, escuchaba en silencio las reyertas de familia, con los ojos discretamente clavados en el suelo; y mientras su gesto daba a entender que nada de aquello le importaba ni comprendía, acaso era el único que estaba en el secreto, el único que tenía el cabo de aquella madeja de discordia. En el fondo de su alma despreciaba a los vetustenses. «Era aquello un montón de basura». Pero muy buen abono, por lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le daba hermosos y abundantes frutos.

La Regenta se le presentaba ahora como un tesoro descubierto en su propia heredad. Era suyo, bien suyo; ¿quién osaría disputárselo?

Recordaba minuto por minuto aquella hora—y algo más—de la confesión de la Regenta.

«¡Una hora larga!». El cabildo no hablaría de otra cosa aquella mañana cuando se juntaran, después del coro, los señores canónigos del tertulín.

Don Custodio, el beneficiado, había pasado la tarde anterior sobre espinas; primero con el cuidado de ver llegar a la Regenta, después espiando la confesión, que duraba, duraba «escandalosamente». Iba y venía, fingiendo ocupaciones, por la nave de la derecha y pasaba ya lejos, ya cerca de la capilla del Magistral. Había visto primero a otras mujeres junto a la celosía y a doña Ana en oración, junto al altar. Al pasar otra vez había visto ya a la Regenta con la cabeza apoyada en el confesonario, cubierta con la mantilla... y vuelta a pasar y ella quieta... y otra vez... y siempre allí, siempre lo mismo.

—Don Custodio—le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que había notado sus paseos—¿qué hay?, ¿ha venido esa dama?

—¡Una hora! ¡una hora!—Confesión general. Ya usted ve....

Y más tarde:—¿Qué hay?—¡Hora y media!—Le estará contando los pecados de sus abuelos desde Adán.

Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel escándalo».

El arcediano y el beneficiado vieron a la Regenta salir de la catedral y juntos se fueron hablando del suceso para esparcir por la ciudad tan descomunal noticia.

«No pensaban hacer comentarios. El hecho, puramente el hecho. ¡Dos horas!».

En efecto, había sido mucho tiempo. El Magistral no lo había sentido pasar; doña Ana tampoco. La historia de ella había durado mucho. Y además, ¡habían hablado de tantas cosas! Don Fermín estaba satisfecho de su elocuencia, seguro de haber producido efecto. Doña Ana jamás había oído hablar así.

«Aquel anhelo que sentía De Pas, antes de conversar en secreto con aquella señora, había sido un anuncio de la realidad. Sí, sí, era aquello algo nuevo, algo nuevo para su espíritu, cansado de vivir nada más para la ambición propia y para la codicia ajena, la de su madre. Necesitaba su alma alguna dulzura, una suavidad de corazón que compensara tantas asperezas.... ¿Todo había de ser disimular, aborrecer, dominar, conquistar, engañar?».

Recordó sus años de estudiante teólogo en San Marcos, de León, cuando se preparaba, lleno de pura fe, a entrar en la Compañía de Jesús. «Allí, por algún tiempo, había sentido dulces latidos en su corazón, había orado con fervor, había meditado con amoroso entusiasmo, dispuesto a sacrificarse
en Jesús
... ¡Todo aquello estaba lejos! No le parecía ser el mismo. ¿No era algo por el estilo lo que creía sentir desde la tarde anterior? ¿No eran las mismas fibras las que vibraban entonces, allá en las orillas del Bernesga, y las que ahora se movían como una música plácida para el alma?». En los labios del Magistral asomó una sonrisa de amargura. «Aunque todo ello sea una ilusión, un sueño, ¿por qué no soñar? Y ¿quién sabe si esta ambición que me devora no es más que una forma impropia de otra pasión más noble? Este fuego, ¿no podrá arder para un afecto más alto, más digno del alma? ¿No podría yo abrasarme en más pura llama que la de esta ambición? ¡Y qué ambición! Bien mezquina, bien miserable. ¿No valdrá más la conquista del espíritu de esa señora que el asalto de una mitra, del capelo, de la misma tiara...?».

El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del papel.

Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la cabeza se puso a escribir.

El último párrafo decía:

«El suceso tan esperado por el mundo católico, la definición del dogma de la infalibilidad pontificia había llegado por fin en el glorioso día de eterna memoria, el 18 de Julio de 1870:
haec dies quam fecit Dominus
...».

El Magistral continuó: «Confirmábase al fin de solemne modo la doctrina del cuarto Concilio de Constantinopla que dijo:
Prima salus est rectae fidei regulam custodire
; confirmábase la doctrina que los griegos profesaron con aprobación del segundo Concilio lionense, y se declaraba y definía,
sacro approbante Concilio
, que el Romano Pontífice,
quum ex cathedra loquitur
, goza plenamente,
per assistentiam divinam
, de aquella infalibilidad de que el Divino Redentor ha querido proveer a su Iglesia...».

Don Fermín soltó la pluma y dejó caer la cabeza sobre las manos.

«Ignoraba lo que tenía, pero no podía escribir. ¿Sería el asunto? Acaso no estaría él aquella mañana para tratar materia tan sublime. ¡La infalibilidad! Terrible, pero valentísimo dogma: un desafío formidable de la fe, rodeada por la incredulidad de un siglo que se ríe. Era como estar en el Circo entre fieras, y llamarlas, azuzarlas, pincharlas.... ¡Mejor! así debía ser». El Magistral había sido desde el principio de la batalla entusiástico partidario de la declaración. «Era el valor, la voluntad enérgica, la afirmación del imperio, una aventura teológica, parecida a las de Alejandro Magno en la guerra y las de Colón en el mar».

Había defendido el dogma heroico en Roma en el púlpito, con elocuencia entonces espontánea, con calor, como si el infalible fuera él. Llamaba a Dupanloup cobarde. En Madrid había llamado mucho la atención predicando en las Calatravas, al volver de Roma con el buen Obispo de Vetusta. El tema había sido también la infalibilidad. Los periódicos le habían comparado con los mejores oradores católicos, con Monescillo, con Manterola, eclesiásticos como él, con Nocedal, con Vinader, con Estrada, legos.

«Y nada, no había pasado de ochavo. La Iglesia es así, pensaba De Pas, con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre la mesa, olvidado ya del Papa infalible; la Iglesia proclama la humildad y es humilde como ser abstracto, colectivo, en la jerarquía, para contener la impaciencia de la ambición que espera desde abajo. Yo me lucí en Roma, admiré a los fieles en Madrid, deslumbro a los vetustenses y seré Obispo cuando llegue a los sesenta. Entonces haré yo la comedia de la humildad y no aceptaré esa limosna. Los intrigantes suben; los amigos, los aduladores, los lacayos medran sin necesidad de sermones; pero nosotros, los que hemos de ascender por nuestro mérito apostólico, no podemos ser impacientes, tenemos que esperar en una actitud digna de sumisión y respeto. ¡Farsa, pura farsa! ¡Oh, si yo echase a volar mi dinero!... Pero mi dinero es de mi madre, y además yo no quiero comprar lo que es mío, lo que merezco por mi cabeza, no por mis arcas. ¿No quedábamos en que era yo una lumbrera? ¿No se dijo que en mí tenía firme columna el templo cristiano? Pues si soy una columna, ¿por qué no me echan encima el peso que me toca? Soy columna o palillo de dientes, señor Cardenal, ¿en qué quedamos?».

El Magistral, que estaba solo y seguro de ello, dio un puñetazo sobre la mesa.

—Voy, señorito—gritó una voz dulce y fresca desde una habitación contigua.

El Magistral no oyó siquiera. En seguida entró en el despacho una joven de veinte años, alta, delgada, pálida, pero de formas suficientemente rellenas para los contornos que necesita la hermosura femenina. La palidez era de un tono suave, delicado, que hacía muy buen contraste con el negro de andrina de los ojos grandes, soñadores, de movimientos bruscos; unos ojos que parecía que hacían gimnasia, obligados día y noche a las contorsiones místicas de una piedad maquinal, mitad postiza y falsificada. Las facciones de aquel rostro se acercaban al canon griego y casaba muy bien con ellas la dulce seriedad de la fisonomía. En esta figura larga, pero no sin gracia, espiritual, no flaca, solemne, hierática, todo estaba mudo menos los ojos y la dulzura que era como un perfume elocuente de todo el cuerpo.

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