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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (60 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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—El centro Howletts —dijo enfáticamente.

—Ahí es donde obligaron a los
gubru
a recibir a los chimps combatientes y a darles su palabra de honor ¿verdad? —preguntó Lydia McCue. Robert notó respeto en la voz de la teniente y se giró para mirarla. Ella le devolvió la mirada con una sonrisa y Robert sintió el rostro acalorado.

Se volvió apresuradamente y señaló la colina más cercana al centro mientras describía cómo habían tendido la trampa y cómo había saltado él usando una enredadera como trapecio para abatir al centinela
gubru
. Pero su papel, de todas formas, no había sido el más importante. Esa mañana el elemento decisivo habían sido los chimps; y quería que los soldados terrestres lo supieran.

Estaba terminando su relato cuando se acercó Elsie. La chima hizo un saludo militar, algo que nunca había parecido necesario antes de la llegada de los militares.

—No tengo muy claro lo de bajar ahí, ser —dijo ella con seriedad—. El enemigo ya ha demostrado interés en ese lugar y podría regresar en cualquier momento.

—Cuando Benjamín parlamentó con los enemigos supervivientes —dijo Robert tras negar con la cabeza—, una de las condiciones que aceptaron fue la de mantenerse alejados de este valle. ¿Hay algún indicio de que hayan faltado a su palabra?

—No, pero… —Elsie dudó. Tenía los labios apretados como si intentara abstenerse de hacer comentarios sobre lo inteligente que era confiar en las promesas de los ETs.

—Bueno, vamos —Robert sonrió—. Si nos apresuramos, podremos salir de allí a la caída de la tarde.

Elsie se encogió de hombros e hizo una rápida serie de señales con las manos. Varios chimps se precipitaron desde las piedras-aguijón y se adentraron en la jungla. Al cabo de unos instantes, llegó un silbido que indicaba que no había peligro y el resto de la expedición se puso en marcha a toda prisa.

—Son muy buenos —dijo Lydia McCue en voz baja cuando volvieron a hallarse entre los árboles.

Robert asintió y se dio cuenta de que ella no había añadido a su comentario un «para tratarse de aficionados», como habría hecho Prathachulthorn. Le estaba agradecido, pero a la vez deseaba que no fuese tan amable.

Pronto estaban abriéndose camino hacia los derruidos edificios, buscando con atención signos que denotasen que alguien había estado allí después de la batalla, ocurrida meses atrás. No parecía haber ninguno, pero eso no hizo que disminuyera la intensa vigilancia de los chimps.

Robert intentó captar, utilizar la Red para descubrir intrusos, pero sus complicados sentimientos eran un estorbo. Deseaba que Athaclena estuviese allí.

El estado ruinoso del centro Howletts era aún mayor de lo que parecía desde la colina. Los edificios ennegrecidos por el fuego sufrían ya la invasión de la vegetación salvaje de la jungla que crecía rampante en los antes cuidados jardines. Los vehículos
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, despojados hacía tiempo de todo lo que pudiera ser útil, estaban ya cubiertos de unas espesas matas que llegaban a la altura de la cintura.

No, está claro que nadie ha venido por aquí
, pensó. Robert dio unos puntapiés a los restos de las naves sin encontrar nada de interés.
¿Por qué he insistido en venir?
, se preguntó. Sabía que su corazonada, diera o no resultados, había sido poco más que una excusa para salir de las cuevas, para huir de Prathachulthorn.

Para huir de incómodas visiones de sí mismo.

Tal vez había escogido aquel lugar porque allí había tenido su único y breve momento de contacto, mano a mano, con el enemigo.

O tal vez porque esperaba recrear las sensaciones de unos días antes, cuando había recorrido la selva, sin trabas, sin ser juzgado. Deseaba haber ido con una compañía femenina distinta a la mujer que ahora lo seguía, moviendo rápidamente los ojos a izquierda y derecha y observándolo todo con mirada profesional.

Robert dejó de lado sus tristes cavilaciones y se dirigió hacia los restos de los tanques flotadores alienígenas.

Hincó la rodilla en el suelo y apartó las altas y espesas hierbas.

Maquinaria
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, las tripas de los vehículos acorazados, los equipamientos, los propulsores, los gravíticos…

Algunas de las piezas estaban cubiertas por una fina pátina amarilla. En muchos lugares, la brillante plastimezcla se había descolorido y adelgazado, o incluso roto.

Tiró de un fragmento pequeño que se soltó y se le rompió en la mano.

Voy a convertirme en una ardilla pretenciosa. Yo tenía razón. Mi corazonada era cierta.

—¿Qué en eso? —preguntó la teniente McCue a sus espaldas.

—Aún no estoy seguro —respondió—. Pero hay algo que parece estar comiéndose esas piezas.

—¿Puedo verlo?

Robert le tendió el fragmento corroído.

—¿Por eso quiso venir? ¿Eran éstas sus sospechas?

—En buena parte, sí —no veía motivos para contarle las complejas razones, las personales—. Pensé que tal vez aquí podía haber un arma. Al evacuar el centro quemaron el equipamiento y los archivos, pero no pudieron erradicar todos los microbios desarrollados en el laboratorio del doctor Schultz.

No añadió que poseía un frasco de saliva de gorila en la mochila. Si al llegar allí no hubiese encontrado los acorazados
gubru
en ese estado, tenía pensado realizar sus propios experimentos.

—Hummm… —Lydia McCue rompió el material en sus manos. Se agachó y empezó a deslizarse bajo el aparato para observar qué partes habían resultado afectadas. Salió por fin y se sentó junto a Robert—. Puede resultar útil, pero habría que solucionar el problema de la distribución. No podemos arriesgarnos a salir de las montañas para llenar de pequeños bichos el equipamiento de los
gubru
en Puerto Helenia. Y además, las armas de sabotaje biológico tienen un plazo de efectividad muy corto. Han de usarse a la vez por sorpresa, ya que las medidas que se toman contra ellas suelen ser muy rápidas y eficaces. Al cabo de pocas semanas los microbios serían neutralizados químicamente, con revestimiento o creando mediante clonismo otros bichos que se comieran a los nuestros.

»Y sin embargo —dio la vuelta a otro fragmento y alzó la vista para mirar a Robert—, esto está muy bien. Lo que hicieron antes en este lugar y ahora esto… Son formas correctas de enfocar la guerra de guerrillas. Encontraremos algún modo de utilizarlo.

Su sonrisa era tan franca y amistosa que Robert no pudo evitar corresponder. Y en aquel momento compartido sintió un estremecimiento que llevaba todo el día reprimido.

Maldita sea, es atractiva
, advirtió con tristeza. Su cuerpo le estaba mandando señales más potentes de las que nunca había sentido en compañía de Athaclena. ¡Y eso que apenas conocía a aquella mujer! No la amaba ni tenía con ella ningún vínculo como el que poseía con su esposa
tymbrimi
.

Y, no obstante, mientras aquella hembra humana de ojos estrechos, fina nariz y amplia frente lo miraba, notaba la boca seca y los latidos del corazón acelerados.

—Será mejor que regresemos a casa, teniente —se apresuró a decir—. Vaya delante y tome algunas muestras. Cuando lleguemos a la base las analizaremos.

Ignoró la larga mirada que ella le dedicó mientras se ponía en pie, y llamó a Elsie con señas. En seguida, con las muestras almacenadas en las mochilas, empezaron a ascender de nuevo hacia las piedras-aguijón. Los atentos vigilantes sintieron un evidente alivio al cargarse las ballestas a la espalda y saltar otra vez entre los árboles.

Robert seguía a sus escoltas prestando poca atención al sendero. Intentaba no pensar en el otro miembro de su raza que caminaba junto a él. Frunció el ceño y se escudó tras la brumosa nube de sus pensamientos.

Capítulo
59
FIBEN

Fiben y Gailet estaban sentados uno junto al otro ante la impasible mirada de los enmascarados técnicos
gubru
, que enfocaban sus instrumentos en los dos chimps con una desapasionada y clínica precisión. De todas partes colgaban globos de lentes múltiples y una serie de planchas planas que apuntaban hacia ellos desde lo alto.

La cámara de experimentación era una jungla de tubos brillantes y aparatos de aspecto reluciente, todos ellos antisépticos y estériles.

Y, sin embargo, el lugar apestaba a pájaros alienígenas. Fiben arrugó la nariz y una vez más se obligó a sí mismo a reprimir los pensamientos hostiles hacia los
gubru
. A buen seguro, algunas de aquellas imponentes máquinas eran detectores psi. Y aunque no estaba del todo claro que en realidad «pudiesen leer la mente», era muy probable que los galácticos pudieran, al menos, analizar sus actitudes superficiales.

Fiben intentó pensar en otra cosa. Se inclinó hacia la izquierda y le dijo a Gailet:

—Hummm, esta mañana, antes de que vinieran a buscarnos, he hablado con Sylvie. Me ha dicho que no ha regresado a «La Uva del Simio» desde la noche en que llegué a Puerto Helenia.

Gailet se volvió para mirar a Fiben. Su expresión era tensa y desaprobadora.

—¿Y eso? Juegos como ese
striptease
suyo tal vez ahora ya sean obsoletos, pero estoy segura de que los
gubru
han encontrado otras maneras de aprovechar su talento especial.

—Desde entonces se ha negado a hacer nada de ese estilo. Sinceramente, Gailet, no entiendo por qué eres tan hostil con ella.

—Y a mí me resulta difícil entender cómo puedes ser tan amigo de uno de nuestros carceleros —le espetó Gailet—. Es una marginal y una colaboradora.

—En realidad, Sylvie no es en absoluto una marginal —comentó Fiben—. No tiene repro-carnet gris o amarillo. El suyo es verde. Si se unió a ellos es porque…

—Me importan un pito sus razones. Oh, puedo imaginar la historia tan triste que te ha contado mientras pestañeaba y te ablandaba para…

—Jóvenes sofontes neochimpancés —decía una de las máquinas cercanas—. Permaneced quietos, quietos, jóvenes pupilos.

Gailet se volvió para mirar al frente, con la boca cerrada.

Fiben parpadeó.
Me gustaría comprenderla mejor
, pensó. La mitad de las veces no podía imaginar cómo reaccionaría Gailet.

A causa del estado taciturno de Gailet empezó a hablar con Sylvie, más que nada porque necesitaba compañía. Quiso explicárselo a Gailet, pero decidió que eso no arreglaría las cosas. Mejor esperar. Ya se le pasaría el mal humor. Siempre ocurría igual.

Hacía sólo una hora que habían estado riendo y dándose codazos, cuando se ingeniaban para resolver un complicado rompecabezas mecánico. Durante unos minutos fueron capaces de olvidarse de las miradas de las máquinas y de los ojos alienígenas mientras trabajaban en equipo eligiendo las piezas y ordenándolas. En el momento en que se reclinaron en las sillas y contemplaron la torre que habían construido, ambos supieron que habían sorprendido a los que tomaban notas. En aquel instante de satisfacción, la mano de Gailet se había deslizado, con inocencia y cariño, entre las suyas.

El encarcelamiento era así. Algunas veces, Fiben sentía que la experiencia era provechosa. Era la primera vez en su vida, por ejemplo, que tenía tiempo para pensar. Sus carceleros les permitían tener libros y se estaba poniendo al día con algunos volúmenes que siempre había deseado leer. Las conversaciones con Gailet le habían descubierto el arcano mundo de la alienología. Él, a su vez, le hablaba de la gran tarea que se estaba llevando a cabo en Garth: la de devolver la salud a un ecosistema agonizante.

Pero a veces, demasiado a menudo, había largos y oscuros intervalos en los cuales las horas se prolongaban tediosamente. En aquellas ocasiones colgaba sobre ellos un lienzo mortuorio. Las paredes parecían demasiado juntas y las conversaciones derivaban siempre hacia la guerra, los recuerdos de su fracasada insurrección, los amigos muertos y lúgubres especulaciones sobre el destino de la Tierra.

En aquellos momentos, Fiben habría estado dispuesto a cambiar toda esperanza de una vida larga por una simple hora para correr libremente bajo los árboles y el nítido cielo.

Con todo, aquella nueva rutina de ser analizados por los
gubru
había llegado a suponerles un alivio. Al menos, era una distracción.

Sin previo aviso, las máquinas se apartaron repentinamente, dejando un pasillo frente al banco donde estaban sentados.


Hemos terminado, terminado… Lo habéis hecho bien, hecho bien, hecho… Ahora seguid el globo, seguidlo hacia el transporte.

Mientras Fiben y Gailet se ponían de pie, una proyección oscura y octogonal tomó forma frente a ellos. Sin mirarse entre sí ambos siguieron el holograma y pasaron junto a los silenciosos y meditabundos técnicos pajaroides, para salir de la cámara de experimentación y enfilar por el largo pasadizo.

Los robots de servicio pasaban junto a ellos con un suave murmullo de maquinaria bien ajustada. Un técnico
kwackoo
salió de una oficina, los miró y volvió a meterse en ella. Finalmente, Fiben y Gailet cruzaron una siseante puerta y se encontraron bajo el brillante sol. Fiben tuvo que protegerse los ojos con la mano. El día era bueno pero con una pequeña brisa que indicaba que el corto verano estaba a punto de terminar. Los chimps que podía ver en la calle, al otro lado del recinto
gubru
, llevaban jerseis ligeros y zapatos de lona, otra señal segura de que el otoño estaba cerca.

Ninguno de los chimps miraba hacia ellos y la distancia era demasiado grande para poder ver de qué humor estaban o para tener la esperanza de que alguno los reconociera, a él o a Gailet.

—No regresaremos en el mismo coche —susurró Gailet, señalando hacia un largo parapeto situado más abajo, junto a la rampa de aterrizaje. El camión militar que los había llevado había sido sustituido por un vehículo flotador sin techo. Tras el puesto del piloto, sobre la cubierta, había un adornado pedestal donde dos sirvientes
kwackoo
estaban instalando una sombrilla para evitar que los potentes rayos de Gimelhai cayesen sobre el pico y la cresta de su amo.

Reconocieron al gran
gubru
. Su abundante y luminoso plumaje estaba más desgreñado que la otra vez que se había presentado ante ellos, en la furtiva oscuridad de la prisión suburbana. Aquel detalle hacía que pareciera muy diferente de los funcionarios mediocres que habían visto. En algunos puntos, las blancas plumas se veían deshilachadas y raídas. El aristocrático pájaro llevaba la gola desarreglada y paseaba con impaciencia de un extremo a otro de su percha.

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