La ramera errante (53 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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—Me alegro de que estés entre los líderes de los guardias del concilio. Habiendo tanta gente extraña, es bueno que sea un nativo de Constanza quien se ocupe de mantener el orden en la ciudad.

Michel giró el cáliz en sus manos y pareció quedarse pensando qué debía responder.

—En realidad, mis hombres y yo no integramos la guardia del concilio de forma directa.

Mombert lo miró, confundido.

—Pero si tú dijiste que…

—Que me dieron la orden de venir aquí. Pero no para vigilar las calles de Constanza y proteger a las muchachitas de los soldados ebrios o de los monjes lujuriosos. Nuestra misión es otra.

—¿Cuál?

Mombert no comprendía por qué a su huésped parecía incomodarle hablar del asunto.

Michel comprendió que no podía hacerse demasiado el misterioso si no quería echar a rodar rumores.

—¿Conoces al licenciado Jan Hus?

Mombert asintió enérgicamente.

—¡Claro que sí! Es un hombre bueno y piadoso. Una vez lo oí predicar. Expresa exactamente lo que pensamos nosotros, los burgueses sencillos.

—No lo proclames a voces. El licenciado Hus se ha ganado la antipatía de muchos nobles señores. Mis hombres y yo estamos aquí para impedir que pueda abandonar Constanza de forma tan furtiva como lo hizo el Papa Juan.

—¿Ya llegó hasta tan lejos la noticia de que el único Papa que había acudido a la convocatoria del Emperador huyó en secreto?

Michel sonrió con suavidad.

—El conde palatino se entera de todo cuanto sucede en esta ciudad y en el obispado. De otro modo, no podría cumplir con su deber ante al Emperador. En el círculo del Emperador contaban con que Juan escaparía cuando le hicieran prometer que abdicaría. Una vez que alguien llega tan alto, no accede a bajar tan fácilmente.

Mombert dirigió a Michel una mirada cómplice.

—¿Estás entre los que tienen que traer de vuelta al Papa Juan?

—Si fuera así, ya no estaría aquí. No, el Emperador mandó a sus propios hombres a buscarlo. No creo que tarden demasiado en atraparlo. Pero ahora los nobles señores están más preocupados por saber qué ocurrirá con el duque de Tirol, que ayudó a escapar a Juan. Según los rumores que llegaron a mis oídos, el Emperador planea desterrarlo del Imperio. Y entonces, el hombre le haría justicia a su apodo de "Federico, el de los bolsillos vacíos".

Mombert esbozó una amplia sonrisa y chasqueó los dedos.

—Eso me vendría muy bien, ya que de esa manera podría librarme de un desagradable inquilino. Se trata de Philipp von Steinzell, un vasallo del duque Federico de Habsburgo. Si llegan a desterrar al duque, entonces Steinzell también deberá abandonar Constanza.

Michel frunció el ceño sorprendido, ya que había notado un tono ponzoñoso en las palabras de su anfitrión. Ya estaba a punto de preguntarle cuál era el problema con el tal Philipp von Steinzell cuando de pronto afuera se oyó un alboroto seguido de un insulto ahogado y el grito agudo de una mujer.

Michel se levantó de un salto, pero Mombert llegó a la puerta antes que él, a pesar de su abdomen voluminoso, y se precipitó hacia afuera. En la escalera había un hombre joven, vestido con el colorido ropaje de un noble y sosteniendo en sus brazos a Hedwig, que no cesaba de patalear con todas sus fuerzas. La muchacha había derribado un pequeño tonel que estaba apoyado en un peldaño y había mordido al hidalgo, ya que de los dedos que tenía en la boca salía sangre. Era evidente que Philipp von Steinzell había estado acechando a Hedwig para arrastrarla hacia su habitación.

—Bellaco, ¡te partiré el cráneo! —gritó Mombert, tan fuerte que seguramente lo oyeron hasta en la calle.

Aquella amenaza pareció divertir al caballero.

—¡Vamos, ven aquí, bola de grasa, si es que te atreves! Te juro que te daré la paliza más terrible que hayas recibido en toda tu vida.

—¡No permitiré que me falten el respeto en mi propia casa! —estalló Mombert, pero enseguida retrocedió al ver que el hombre alzaba la mano que tenía libre. Como no era un rival de la altura de un guerrero experimentado, a partir de ese momento se dedicó a insultarlo a voz en grito—: Suelta a mi hija de inmediato, miserable. Toma tus cosas y lárgate. No quiero verte más por aquí.

El caballero se rió en su cara. Pero después pareció comprender que el tonelero gritaría hasta atraer a media ciudad, y entonces soltó a la muchacha. Hedwig alcanzó a sostenerse de la barandilla para atajar su caída. Enseguida volvió a ponerse en pie y se escondió detrás de su padre. Philipp von Steinzell apretó los dientes y se frotó la mano izquierda, que seguía sangrando. Por un momento pareció que iba a echarse encima de Mombert para castigarlo por haberse interpuesto entre él y su hija.

Michel, que se había asomado a la puerta, salió a la galería, listo para defender al tonelero. Bajo la luz escasa que provenía de la habitación, Philipp no pudo advertir más que el contorno de su figura y de su larga espada. Retrocedió de inmediato, se dio la vuelta y subió las escaleras resoplando con furia y desilusión al mismo tiempo. Una vez arriba, volvió a darse la vuelta y dirigió a Mombert una mirada despectiva.

—Aún no hemos terminado, bola de grasa. Tú prometiste alojarnos a mí y a mi sirviente mientras durara el concilio, y reclamaré ese derecho.

Su mirada dejaba ver que aún no había renunciado a sus intenciones.

Mombert se puso rojo de furia y amagó con perseguir hasta arriba a ese hombre que constituía su pesadilla y exigirle que le rindiera cuentas a golpe de puño y contra toda razón. Pero cuando puso el pie en el primer peldaño, notó la presencia de su aprendiz, que deambulaba más atrás en la galería, al tiempo que observaba fijamente a su maestro. Dado que Mombert no había oído en ningún momento el chirrido de la puerta del taller, concluyó que Melcher había estado allí mientras el caballero acosaba a Hedwig. Entonces la furia del tonelero se descargó sobre el joven.

—¿Y tú qué quieres aquí, inútil? —le gritó, y procedió a cubrirlo de insultos.

—Wilmar me envió para preguntaros cuándo regresaréis al taller. Tenemos mucho trabajo.

Mientras decía esto, Melcher se reía con total descaro.

Mombert se dirigió hacia donde estaba el muchacho y alzó la mano como para pegarle una bofetada, pero luego se contuvo y agitó la mano con enfado.

—No tengo por qué daros explicaciones, ni a ti ni a Wilmar. En este momento tengo un invitado a quien tengo que atender. Díselo.

Mombert se dio la vuelta bruscamente, tomó a Michel del hombro y lo empujó hacia la sala de las visitas.

Melcher se quedó un instante mirando la puerta detrás de la cual había desaparecido su maestro junto con Hedwig y Michel, y luego miró hacia arriba, donde podían oírse los insultos que profería el caballero aunque la puerta de su habitación estaba cerrada. Tras soltar el aire con fuerza un par de veces, se acercó a la puerta del taller para fijarse si allí habían llegado a oír algo de lo que había sucedido afuera. Tras comprobar que los sonidos de dentro del taller seguían siendo absolutamente normales, volvió a deslizarse sigilosamente hasta la puerta de la sala de visitas y apoyó la oreja contra la madera de la puerta. Poco después, se alejó desilusionado y salió por la puerta de delante.

Una vez fuera, miró a ambos lados con suma cautela y luego se echó a correr calle abajo. Tras unos minutos llegó a una taberna en las cercanías del puerto que estaba muy concurrida a pesar de que era temprano.

Allí se quedó parado detrás de la puerta de entrada y echó un vistazo. La persona que buscaba parecía haber estado esperándolo, ya que lo cogió con sus fuertes puños y lo arrastró a un cuarto contiguo que estaba vacío.

—¡Al fin llegas! Estoy esperándote desde ayer. Dime, ¿qué está sucediendo en la casa de Flühi? ¿Hay alguna novedad?

Era Utz, el cochero. En una época en la que todos los cocheros recibían el doble de remuneración, ya que había que atender a los numerosos huéspedes alojados en Constanza y sus alrededores, él estaba sentado en la taberna, sin hacer nada.

El joven se puso de puntillas y acercó su boca a la oreja de Utz.

—Hubo otra pelea entre el maestro y el caballero, y Flühi levantó tanto la voz que pudo oírlo hasta la gente que vive a tres casas de allí. Amenazó al señor Philipp con partirle el cráneo si volvía a ponerle las manos encima a Hedwig.

—Al menos tú puedes atestiguarlo. Sonaba como una orden.

Melcher asintió enérgicamente.

—¡Puedo jurarlo!

—No antes de que yo te lo diga. Te lo advierto, cierra la boca frente a todos los demás y haz solo lo que yo te diga.

—Por supuesto, Utz, naturalmente.

El cochero despeinó los cabellos de Melcher, sonriendo con malicia.

—Si me haces caso, llegarás muy lejos, Melcher.

—Cumplirás con lo que me prometiste, ¿no es verdad? Convertirme en vasallo de un noble señor es muy distinto de tener que andar cortando tablas y duelas para maese Mombert.

—Ya lo creo —coincidió Utz, riendo—. Cuando todo haya pasado, si me has obedecido te llevaré con un noble señor que te pondrá a su servicio. Puedes darlo por hecho. Y entonces podrás vestir las mismas ropas elegantes que los oficiales que tanto admiras. Pero ahora, ¡vete! No quiero que noten tu ausencia.

Melcher salió corriendo con expresión soñadora. Con una sonrisa satisfecha, Utz se quedó contemplando al joven alejarse hasta que éste se internó en la marea humana de la calle y desapareció entre la gente. Entonces el cochero regresó a su mesa a terminarse el vino. Poco después deambuló por las calles, aparentemente sin rumbo fijo, y se detuvo frente al convento que había sido elegido como lugar de reunión del concilio de Constanza.

Ya en la plaza que había delante del convento había altos dignatarios discutiendo entre sí con gestos ampulosos. Mezclados entre ellos, los guardianes armados intentaban no perder de vista a sus señores y, al mismo tiempo, ahuyentaban a los vendedores ambulantes que se abrían paso descaradamente para vender comidas y bocadillos.

Utz se paseó entre la gente como si fuera un curioso, esquivó hábilmente a los soldados y de ese modo alcanzó el patio superior del convento, en medio del cual había un grupo de canónigos que discutía de forma acalorada. El cochero se quedó escuchando un rato con aparente interés la conversación de los monjes, que giraba en torno a la huida del Papa acaecida un par de días atrás, pero mientras tanto no perdía de vista la puerta norte. Cuando el hombre que estaba esperando por fin salió, enfundado en la sotana ondulante de un letrado, el cochero se apartó de la sombra de los monjes agustinos y se le cruzó en el camino, simulando un encuentro casual.

—El asunto entre Steinzell y Mombert Flühi puede tener lugar en los próximos días —le susurró.

El licenciado Ruppertus Splendidus inclinó la cabeza sin mirar al cochero y se dio la vuelta en dirección al abad del convento de Waldkron, que había abandonado la catedral detrás de él.

—¿Vamos juntos a casa, señor Hugo? Por el camino podríais contarme cómo os ha ido en vuestra excursión de caza esta mañana.

El rostro de Hugo von Waldkron se desfiguró por un instante. Ruppert registró con una sonrisa maliciosa el silencioso arrebato sentimental, rodeó con su brazo los hombros del eclesiástico y lo estrechó como si quisiera sostenerlo.

Capítulo V

Estando en Lichten Berg, cerca de Meersburg, volvió a ver por primera vez en años las aguas azules del lago de Constanza. En ese momento, Marie sintió una tremenda picazón en la espalda.

Era un espléndido día de primavera. Como el aire estaba limpio, creyó ver al sur la imponente torre principal de la catedral de Constanza y pensó en la veleta con el gallo dorado que había encima del tejado del coro. Era lo último que había podido vislumbrar antes de perder el conocimiento cuando la expulsaron de la ciudad. Por un momento se imaginó que, ahora que regresaba, el gallo cacarearía como uno de verdad. Su grito resonaría con fuerza sobre los tejados y anunciaría que ella había vuelto para ejecutar su venganza.

Rápidamente se sacudió esos pensamientos. Si quería sobrevivir y preparar su venganza pasando inadvertida, no podía hacer su entrada en la ciudad como si fuera un miembro de la nobleza que reclama sus derechos a viva voz, sino que debía entrar tan sigilosamente como un ratoncillo. Y solo podría lograrlo si nadie la reconocía y si no se ponía en boca de todos. La única de las prostitutas con las que había viajado a su ciudad natal que conocía su historia era Hiltrud. Ni siquiera Jobst, el que la había reclutado, sabía que alguna vez ella había sido la hija de un burgués de Constanza.

Eran dieciséis cortesanas, como las llamaba Jobst de forma lisonjera. Solo un par de ellas tenía una belleza despampanante, pero todas tenían rasgos agradables y una hermosa figura. No había ninguna rabiza entre ellas. Ellas venían por su cuenta, como había dicho Jobst en tono de burla, ya que la cantidad inusual de siervos de armas, sirvientes y monjes las atraían como la bosta de caballo a las moscas. El reclutador de prostitutas traía a la ciudad refuerzos para los burdeles, donde los miembros del concilio buscaban distenderse un poco tras largas jornadas plagadas de difíciles negociaciones, y también un par de mujeres que, como Marie y Hiltrud, querían trabajar por cuenta propia.

Jobst había arrendado una carreta que podía cerrarse completamente en caso de mal tiempo para que ninguna de ellas tuviese que ir a pie o se enfermara. Ahora el toldo estaba levantado para que las mujeres pudieran contemplar el paisaje y, como Marie murmuró en tono irónico, para que los viajeros ya pudiesen ir examinando la mercancía. Jobst iba sentado adelante en una tabla que había sido puesta a lo largo de las paredes laterales del vehículo a modo de taburete, y amenizaba el viaje a las mujeres entreteniéndolas con historias sobre los lugares por los que iban pasando. De pronto bajó la mirada hacia el grupo de mujeres cansadas y señaló el lago.

—Vuestro tiempo libre está llegando a su fin. Esta noche estaremos al otro lado, en Constanza, y entonces comenzaréis a ganar dinero.

Las mujeres se miraron entre sí aliviadas, ya que se sentían como si las hubiesen molido a golpes y ansiaban el momento de poder bajarse de aquel carro que andaba dando tumbos. Kordula, la mayor de las prostitutas, expresó de forma drástica el sentir de todas:

—Ya era hora, Jobst. Tengo el trasero hecho polvo.

—Y no del modo en que estás acostumbrada —se burló Helma, que se había armado una suerte de almohadón para amortiguar los golpes con la parte blanda de sus pertenencias.

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