Authors: Iny Lorentz
—¡Ese es el blasón de Keilburg! ¿Qué buscan esos aquí?
Marie sintió que el corazón le latía con más fuerza. No intentó echar un vistazo ella, sino que salió corriendo hacia afuera y buscó un lugar desde el cual pudiese observar el saludo de los jinetes. Como los visitantes aún no habían llegado al último portal, atravesó el puente levadizo que conducía al interior de la fortaleza y se escondió en el almacén del establo donde se guardaban los caballos del señor y la señora. Corrió un cajón hasta ubicarlo debajo de la mirilla enrejada y se subió. Desde allí podía observar todo lo que sucedía fuera. Apenas terminó de colocarse, los jinetes entraron en el patio del castillo. Efectivamente, se trataba de los hombres de Keilburg, como podía advertirse por los blasones en sus capas. Sin embargo, a juzgar por sus diferentes vestimentas y por su actitud, esos diez hombres armados no eran escuderos, sino soldados mercenarios. Los soldados iban escoltando a un noble señor. Marie echó un vistazo al hombre número once y creyó sentir que la sangre se le congelaba en las venas: se trataba del mismísimo licenciado Ruppertus Splendidus, su antiguo prometido.
Ruppertus detuvo su caballo a no más de diez pasos de distancia de donde ella se encontraba y echó un vistazo a su alrededor. Parecía estar contando la cantidad de guerreros que se habían acercado hasta el patio del castillo y el adarve interno y, al verlo morderse los labios, Marie sonrió triunfante, porque se dio cuenta de que él no esperaba encontrarse con tantos soldados. En realidad, Ruppert estaba siendo víctima de un engaño pergeñado hacía tiempo por la señora Mechthild. Poco después de que los aliados partieran sin haber llegado a un acuerdo, la señora había mandado confeccionar armas y uniformes de guerra para cada uno de los criados, de manera que se pudiera simular una tropa mayor que la que poseía el castillo en realidad. Apenas se identificó el blasón de Keilburg, comenzaron a repartir las cosas entre todos los hombres. Hasta Thomas, el pastor de cabras, estaba armado con una lanza y observaba desde el adarve, desde donde nadie podía ver que era jorobado.
Pero la sonrisa socarrona de Marie se esfumó cuando observó a Ruppert más de cerca. Se notaba que durante los últimos tres años y medio le había ido muy bien. Parecía más relleno de lo que ella lo recordaba y vestía tal como un hombre de su clase podía darse el lujo de hacerlo. Un casquete de piel de castor le abrigaba la cabeza, y se protegía del frío invernal con un tapado de la mejor lana de Flandes con apliques de piel de lobo. Cuando se apeó del caballo y se quitó los guantes, dejó al descubierto la media docena de anillos de oro destellantes que llevaba en los dedos.
—Deseo hablar con el caballero Dietmar.
Su voz no era estruendosa, pero resonó en todo el patio del castillo.
—¿Qué quieres de mí?
El caballero Dietmar se había asomado por el balcón en el que él y su mujer solían sentarse durante los festejos, cuando sus campesinos poblaban el patio del castillo. Ahora podía recibir a su desagradable visita sin temer un ataque a traición.
Ruppert tuvo que llevar la cabeza bien hacia atrás para poder mirar a la cara al caballero.
—Vengo en nombre de mi excelentísimo hermano, el conde Konrad von Keilburg. Él me ha pedido que negocie con vos.
La propuesta sorprendió tanto a Dietmar que en un principio el caballero pareció no saber qué responder. Se agarró a la baranda y examinó a Ruppert como si tratase de leerle en el semblante si sus intenciones eran honestas.
—Si el conde Konrad está dispuesto a entregarme la herencia de mi tío, entonces eres bienvenido. De lo contrario, cualquier palabra está de más.
Ruppert esbozó una enigmática sonrisa.
—En eso no puedo satisfaceros. Puede que el caballero Otmar alguna vez haya prometido cederos el castillo de Mühringen. Pero luego cambió de idea y decidió legárselo a mi hermano junto con sus tierras. Todo está documentado y sellado. Sin embargo, el conde Konrad no desea tener un altercado con vos, y por eso me ha enviado con un mensaje de paz. Pero yo no quisiera anunciar a los cuatro vientos y en medio de este frío lo que tengo para deciros. Preferiría hacerlo a solas, bebiendo una copa del vino excelente que obtenéis de los viñedos de vuestra esposa.
Ruppert parecía querer demostrarle al señor del castillo que lo consideraba un igual y, al mismo tiempo, darle esperanzas de resolver el conflicto por la vía de las negociaciones y no en un desafío abierto en el que llevaría todas las de perder. Dada la mala experiencia que ella misma había sufrido, Marie intuía que una conversación a solas con Ruppert era más peligrosa para el señor del castillo que mil soldados enemigos apostados frente a las puertas de Arnstein. Pero por lo que conocía del caballero, estaba segura de que interpretaría la oferta de Keilburg como un signo de debilidad y aceptaría entrar en negociaciones con él.
Marie tomó aire. No podía perderse esa conversación. Saltó de la caja y salió corriendo hacia el ala de los criados, en cuyo extremo opuesto se encontraba la cocina del castillo. Desde allí se podía llegar atravesando pasillos y subiendo escaleras hasta la torre del homenaje, y allí había un pasillo que conducía a una galería ubicada sobre el salón. Como las criadas estaban apostadas en las ventanas del frente, que daban al patio del castillo, para contemplar mejor al visitante no grato, Marie logró llegar a su puesto de observación en los peldaños superiores de la escalera sin ser vista. Estaba convencida de que el caballero Dietmar no podía recibir a Ruppert en otro lugar que no fuese allí, donde los cuadros de sus antepasados y los trofeos obtenidos en numerosas batallas daban testimonio del poder y la antigüedad de su linaje.
Y así fue. Apenas hubo terminado de enrollarse el vestido entre las piernas para protegerse de las corrientes de aire, el señor del castillo condujo a su visitante hacia el interior del salón. Dietmar fue el primero en tomar asiento, de modo que, por un instante, al ocupar su silla de respaldo alto tallado en madera, que estaba situada en el extremo de la extensa mesa, pareció un pequeño rey sentado en su trono. Dietmar ordenó que llenaran su copa de vino mientras Ruppert seguía de pie, aguardando como un suplicante a que le trajeran una silla. La expresión del licenciado no permitía determinar si la ofensa lo había afectado, ya que en ningún momento se le borró de la cara su fina sonrisa. Tomó asiento en la silla que le ofrecían, espero a que el sirviente le llenara la copa de vino a él también y brindó a la salud del señor del castillo como si se tratase de su mejor amigo.
—Bueno, ¿qué es lo que quiere vuestro hermano de mí?
El caballero Dietmar se mostraba arisco, pero Marie comprobó con gran irritación que Ruppert había logrado impresionarlo, ya que ahora el caballero lo trataba como a un igual.
—El conde Konrad lamenta el conflicto entre él y vos y quiere arreglar este asunto de una vez por todas.
—Solo tiene que devolverme lo que me corresponde —replicó Dietmar cortante.
Nuevamente, los labios de Ruppert esbozaron una sonrisa.
—Lamentablemente, mi hermano ve las cosas de otro modo. Él posee un contrato que le adjudica el patrimonio del caballero Otmar, y no ve ningún motivo por el cual debería renunciar a él.
—¿Ah, sí? ¿Ningún motivo? —El caballero Dietmar se puso de pie furioso, y mandó a llamar a gritos a su escribiente.
Marie estuvo a punto de levantarse y salir corriendo de allí porque creyó que Jodokus entraría por el corredor del piso superior. Pero para alivio suyo, en ese momento se abrió una puerta en el salón, como si alguien hubiese estado esperando allí detrás, y entonces el monje hizo su entrada. Cargaba un rollo de cuero alargado como si fuese una reliquia, y se lo entregó a su señor.
El caballero Dietmar tomó el rollo y extrajo de allí un pergamino que le extendió a Ruppert con gesto triunfante.
—¡Leed vos mismo! Aquí, en este documento jurado y sellado, dice claramente que mi tío me ha legado su patrimonio y que no puede modificar su testamento sin mi aprobación.
Ruppert leyó el contrato por encima e hizo una mueca de desagrado, pero enseguida recobró la compostura.
—Esto es una cuestión de interpretación. Porque, según las leyes vigentes, un testamento nuevo tiene más valor que uno viejo. Incluso si os decidís a recurrir a los tribunales, con este contrato no conseguiréis más que una pequeña indemnización que no guardará relación con los costos y el disgusto que os causará un juicio.
Ruppert dejó el documento sobre la mesa y se cruzó de brazos. Ya no volvió a tocar su copa de vino, mientras que Dietmar ya se había hecho llenar la suya por segunda vez.
—Pero con el fin de conservar una buena relación de vecindad y para terminar de una vez con el conflicto… —Ruppert remarcó especialmente la palabra "vecindad"— mi hermano le ofrece la región de Steinwald.
El señor del castillo dio un golpe sobre la mesa indignado.
—La región de Steinwald fue robada al monasterio de Santa Otilia. ¿Acaso quiere sembrar la discordia entre el abad y yo?
—No os apresuréis. No fue mi hermano quien privó al convento de la región de Steinwald, sino el propio caballero Gottfried, quien contra toda ley se alzó en armas contra los derechos legítimos de mi padre, el conde Heinrich.
Por un instante, Marie creyó percibir la misma voz despiadada que en aquel entonces la había condenado ante el tribunal. Ruppert era un enemigo muy astuto que sabía doblegar a sus adversarios usando la palabra como arma. Era evidente que ahora estaba buscando acorralar al caballero Dietmar. El señor del castillo seguía tratando de digerir las últimas palabras del licenciado cuando este levantó la mano y continuó hablando.
—Antes de que digáis o hagáis algo de lo que después os arrepintáis, deberíais escucharme primero. Mi hermano no es vuestro enemigo. Él solo defiende sus derechos. Vos tampoco habríais tolerado que vuestro tío os hubiese legado su patrimonio y algún otro vecino hubiese venido a reclamarlo con un testamento más viejo.
El caballero Dietmar inclinó la cabeza de forma involuntaria, como si fuera a aprobar las palabras de Ruppert, pero luego alzó la barbilla. Sin embargo, el licenciado percibió su reacción y esbozó una sonrisa.
—¿Por qué no aceptáis la situación tal y como es? Estrechad la mano que mi hermano os tiende amistosamente y aliaos con él. A cambio, el conde Konrad os cederá el castillo de Felde y un tercio de las tierras que alguna vez pertenecieron al caballero Walter. Esas tierras completarían mejor vuestro patrimonio que las propiedades de vuestro tío.
Marie sintió el poder casi hipnótico que Ruppert empleó en sus palabras y creyó por un momento que el caballero Dietmar aceptaría la propuesta.
La señora Mechthild, que había aparecido silenciosamente al lado de ella, pareció tener la misma sensación.
—¡Mi esposo jamás hará eso! —exclamó hacia abajo.
Antes de que Marie tuviese tiempo de reaccionar, sintió que la mano de la señora se le clavaba como una garra en el hombro.
—¡Más tarde tendrás que explicarme unas cuantas cosas, ramera! —murmuró dirigiéndose a ella sin mover los labios ni apartar la vista de su esposo y del licenciado.
Como ninguno de los dos hombres le respondía, se dirigió hacia Ruppert:
—Dile a tu hermano que Arnstein jamás se inclinará ante él. Sería deshonroso acceder a esa propuesta. Insistimos en nuestros derechos y los haremos valer.
Por un instante, el rostro de Ruppert se ensombreció de furia. Pero luego volvió a levantar la copa de vino, como si quisiera esconder una expresión burlona detrás, y contempló al caballero por encima del borde.
—Veo que lo que dicen de vos es cierto, Dietmar. Vuestra mujer es la que lleva los pantalones aquí y os trata como a un niño.
Por un instante, el señor del castillo se quedó como un pollito mojado. Pero luego descargó su puño sobre la mesa.
—Nadie me dice algo así a la cara sin pagar por ello, y mucho menos el miserable bastardo de un padre aun más miserable. Desaparece de aquí o haré que mis sirvientes te arrojen a la calle.
El licenciado no esperaba esa reacción. Sus ojos se pasearon entre el caballero y el testamento, y estiró la mano de forma involuntaria para tomar el pergamino profusamente sellado.
El señor del castillo estrechó el valioso documento contra su pecho.
—¡Bien que te gustaría tenerlo, rata inmunda! Tu reacción me demuestra que tengo buenas opciones de obtener mis propiedades ante el tribunal del Emperador y sin necesidad de derramar sangre.
—¡Eso ya lo veremos! —siseó Ruppert, que se levantó de un salto y salió de la sala sin saludar.
El caballero Dietmar no le dirigió otra mirada, sino que miró hacia arriba, donde se encontraba su esposa, y meneó la cabeza.
—Estás jugando con fuego, mujer. ¿Y si la oferta de paz de Keilburg fuese honesta?
—Si la hubieses aceptado, habrías atacado por la espalda a nuestros vecinos. Tus amigos interpretarían un acuerdo de estas características como una traición, y tendrían toda la razón del mundo en hacerlo. Y entonces nos quedaríamos sin aliados, y terminarías quedando completamente a merced de los antojos del conde Konrad.
—Pero habría recibido a cambio el castillo de Felde y excelentes tierras…
—Sí, pero Konrad von Keilburg podría volver a quitártelo en cualquier momento sin que nadie se dignara a mover un solo dedo por ti. No, Dietmar, no poseemos casi nada más que nuestro buen nombre, y no lo pondremos en juego por nada.
—Mujer, creo que otra vez tienes razón. Pero ahora necesito tomar un poco de aire fresco para digerirlo.
Dietmar von Arnstein exhaló un profundo suspiro, tomó el resto de su vino y abandonó el salón con los hombros caídos. La señora Mechthild meneó la cabeza y se quedó mirándolo hasta que la puerta se hubo cerrado detrás de él. Luego clavó sus ojos en Marie, como si estuviese pensando en enviarla inmediatamente a la mazmorra.
—Bien, y ahora tú, ramera. ¿Por qué estás espiando a mi esposo? Por lo que sé, no es la primera vez que lo haces. ¿Qué tienes que ver con el conde Konrad? ¿Acaso andas husmeando por aquí para llevarle información?
Marie se enjugó con el dorso de la mano las lágrimas que le habían brotado a causa de los nervios.
—No, señora. No tengo nada que ver con Keilburg, pero sí con su hermanastro. Y mucho.
La señora Mechthild arqueó las cejas sorprendida.