Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
Caminó desde Americol hasta la torre de apartamentos, acompañada por el siempre alerta Benson, y se preguntó si la noche anterior había sido tan sólo un sueño. El portero abrió la amplia puerta de cristal, les sonrió educadamente a ambos e hizo un gesto amistoso en dirección al agente. Benson se unió a ella en el ascensor. Kaye nunca se había sentido cómoda con él, pero hasta ahora se las había arreglado para mantener una conversación educada. En ese momento, ante su pregunta de cómo le había ido el día, sólo fue capaz de contestar con un gruñido.
Cuando abrió la puerta del 2011 pensó por un momento que Mitch ya no estaba allí, y dejó escapar el aliento con un pequeño silbido. Había conseguido lo que quería y ahora volvía a estar sola para enfrentarse a sus fracasos, sus fracasos más brillantes y más devastadores.
Pero Mitch salió del pequeño despacho contiguo con una sonrisa de placer y se quedó frente a ella durante unos segundos, observando su expresión, valorando la situación, antes de abrazarla, con suavidad.
—Apriétame hasta que grite —le dijo Kaye—, he tenido un día realmente horrible.
Eso no le impedía desearlo. De nuevo el amor fue a la vez intenso y húmedo, y lleno de una gracia maravillosa que nunca había sentido con anterioridad. Se aferró a esos momentos y cuando ya no podían más, con Mitch tendido a su lado cubierto de sudor y las sábanas bajo ella incómodamente húmedas, sintió ganas de llorar.
—Se está volviendo muy duro —susurró, temblándole la barbilla.
—Cuéntamelo —le dijo Mitch.
—Creo que estoy equivocada, que estamos equivocados. Sé que no lo estoy, pero todo me indica que sí.
—Eso no tiene sentido —comentó Mitch.
—¡No! —exclamó—. Yo lo predije, deduje que sucedería, pero no fui lo bastante rápida, y me han vencido. Jackson me ha vencido. No he hablado con Marge Cross, pero...
A Mitch le llevó varios minutos conseguir que le diese todos los detalles de lo sucedido, e incluso así, sólo pudo entender a medias lo que decía. En resumen se trataba de que creía que las nuevas expresiones del SHEVA estaban estimulando diferentes variedades de LPC, grandes complejos proteínicos, por si la primera señal de la radio de Darwin no hubiese resultado efectiva o se hubiese encontrado con problemas. Jackson y casi todos los demás creían que se hallaban frente a mutaciones del SHEVA, quizá incluso más virulentas.
—La radio de Darwin —repitió Mitch, reflexionando sobre el término.
—El mecanismo de comunicación. El SHEVA.
—Hum, hum —asintió Mitch—. Creo que tu explicación tiene más sentido.
—¿Por qué tiene más sentido? Por favor, dime que no estoy simplemente siendo obstinada y que no me estoy equivocando.
—Piensa en los datos que tenemos —respondió Mitch—. Y vuelve a analizarlos desde un punto de vista científico. Sabemos que la especiación ocurre en ocasiones en pequeños saltos. Gracias a las momias de los Alpes, sabemos que el SHEVA estuvo activo en los humanos que estaban produciendo una nueva clase de bebés. La especiación es algo poco corriente, incluso en una escala de tiempo histórico, y el SHEVA era algo desconocido para la ciencia médica hasta hace muy poco. Sería una coincidencia excesiva que el SHEVA y la evolución a pequeños saltos no estuviesen conectados.
Kaye se volvió para mirarle de frente, y le acarició la mejilla y los ojos, haciéndole estremecerse.
—Lo siento —dijo—. Es tan maravilloso que estés aquí. Haces que me recupere. Esta tarde... Nunca me había sentido tan perdida... no desde la muerte de Saul.
—No creo que Saul llegase a saber nunca lo que tenía contigo —respondió Mitch.
Kaye dejó la frase entre ellos, durante unos segundos, intentando descubrir si ella misma entendía lo que significaba.
—No —respondió finalmente—. No era capaz de saberlo.
—Yo sé quién y qué eres —dijo Mitch.
—¿Lo sabes?
—Aún no —le confesó, sonriendo—. Pero me gustaría mucho intentarlo.
—Escúchanos... Cuéntame qué has hecho hoy.
—Fui hasta la AJC y recogí mis cosas. Tomé un taxi de vuelta y holgazaneé por aquí como un gigoló.
—Lo digo en serio —insistió Kaye, apretando su mano con más fuerza.
—Hice unas cuantas llamadas. Tomaré un tren a Nueva York mañana para reunirme con Merton y nuestro misterioso desconocido de Austria. Nos encontraremos en un lugar que Merton describe como «una vieja mansión maravillosa y totalmente obscena». Luego tomaré el tren a Albany para mi entrevista en la SUNY.
—¿Por qué en una mansión?
—No tengo ni idea —contestó Mitch.
—¿Volverás?
—Si quieres que lo haga.
—Quiero que vuelvas. No tienes que preocuparte por eso —dijo Kaye—. No vamos a tener mucho tiempo para pensar, mucho menos para preocuparnos.
—El amor de los tiempos de guerra es el más dulce —recitó Mitch.
—Mañana será mucho peor —añadió Kaye—. Jackson va a armar un escándalo.
—Déjale —contestó Mitch—. A largo plazo, no creo que nadie pueda detener lo que sucede. Puede que consigan hacer que vaya más despacio, pero no lo detendrán.
Dicken estaba de pie en los escalones de entrada al Capitolio. Era una tarde cálida, pero eso no evitaba que sintiese frío. Oía un sonido similar al del mar, roto por olas de voces resonantes. Nunca se había sentido tan aislado como en esos momentos, tan distante, contemplando lo que debían de ser unos cincuenta mil seres humanos, que abarcaban desde el Capitolio hasta el monumento a Washington y aún más allá. La fluida masa presionaba contra las barricadas que se levantaban en la base de la escalinata, arremolinándose en torno a las carpas y plataformas de los portavoces, escuchando atentamente la docena de discursos que se estaban emitiendo, mezclándose lentamente como la sopa en un enorme caldero. Captó frases y fragmentos de discursos, entrecortados por el viento, incompletos pero sugestivos: frases en un lenguaje duro, que incrementaban la tensión de la multitud.
Dicken se había pasado la vida persiguiendo y tratando de entender las enfermedades que afectaban a esas personas, actuando como si, en cierto modo, él fuese invulnerable. Gracias a su habilidad y a algo de suerte nunca había pillado nada más que un brote de dengue, bastante desagradable, pero no fatal. Siempre había pensado en sí mismo como en alguien aparte, puede que algo superior, pero infinitamente compasivo. La fantasía de un loco instruido e intelectualmente aislado.
Ahora lo comprendía mejor. La multitud tenía el control. Si las masas no podían comprenderlo, entonces nada de lo que él hiciese, o Augustine, o el Equipo Especial, importaría demasiado. Y estaba bastante claro que la multitud no entendía nada. Las voces que llegaban hasta él hablaban de indignación ante un gobierno que asesinaba niños, denunciaban con rabia el «genocidio de la mañana siguiente».
Había pensado en llamar a Kaye Lang, para recuperar su compostura, su sentido del equilibrio, pero no lo había hecho. Eso había acabado, había terminado en todos los sentidos.
Dicken descendió los escalones, pasó junto a los periodistas, cámaras, grupos de funcionarios, hombres vestidos con trajes azules y marrones que llevaban gafas oscuras y micrófonos en la oreja. La policía y los soldados de la Guardia Nacional estaban decididos a mantener a la gente alejada del Capitolio, pero no impedían que nadie se uniese a la multitud.
Ya había visto a unos cuantos senadores bajar la escalera en un grupo compacto y unirse a la muchedumbre. Debían de haber percibido que no podían mantenerse apartados, superiores, no en estos momentos. Debían estar junto a su gente. Le habían parecido oportunistas y valientes al mismo tiempo.
Dicken pasó por encima de las barricadas y se mezcló con la gente. Había llegado el momento de contagiarse de esa fiebre y entender sus síntomas. Había mirado en su interior y no le había gustado lo que había visto. Era mejor ser uno de los soldados del frente, ser parte de la multitud, absorber sus palabras y olores y regresar infectado para poder ser así él mismo analizado y comprendido, y resultar útil de nuevo.
Sería una especie de conversión. Un final para el dolor de la separación. Y si la multitud le mataba, puede que eso fuese lo que merecía por sus fracasos y su distancia anterior.
Las mujeres más jóvenes llevaban máscaras coloreadas. Todos los hombres llevaban máscaras blancas o negras. Muchos de ellos iban enguantados. Bastantes hombres vestían monos negros ajustados con máscaras antigás industriales, conocidos como trajes-filtro, que varias compañías vendían garantizando que impedían el contagio del «virus maligno».
Las personas que se encontraban en ese extremo del paseo se estaban riendo, escuchando a medias al orador que estaba bajo la carpa más cercana, un defensor de derechos civiles de Filadelfia que tenía una voz rica y profunda, acaramelada. El orador hablaba de liderazgo y responsabilidad, de lo que el gobierno debería hacer para controlar esta plaga, y de dónde era posible, sólo posible, que hubiese comenzado la plaga, en las secretas entrañas del propio gobierno.
—Algunos gritan que comenzó en África, pero somos nosotros los enfermos, no los africanos. Otros gritan que se trata de una enfermedad maldita, que estaba profetizada, para castigar...
Dicken avanzó hasta llegar junto a la voz del más fanático de los predicadores televisivos. El predicador estaba fuertemente iluminado, un hombre grande y sudoroso con mandíbula cuadrada, vestido con un traje oscuro. Señalaba y caminaba por el escenario, exhortando a la multitud a que rezase pidiendo consejo, a que meditase y buscase en su interior.
Dicken pensó en su abuela, a la que le gustaban este tipo de cosas. Continuó avanzando.
Estaba oscureciendo y podía percibir que la tensión de la multitud aumentaba. En algún punto, fuera del alcance de su oído, había sucedido algo, se había anunciado algo. La oscuridad desencadenó un cambio de ambiente. Se encendieron las luces que rodeaban el paseo, coloreando a la multitud de un naranja espectral. Alzó la vista y pudo ver helicópteros a bastante altura, zumbando como insectos. Por un momento se preguntó si irían a lanzarles gases lacrimógenos o a dispararles, pero el trastorno no procedía de los soldados, la policía o los helicópteros.
El impulso llegó en una oleada.
Experimentó un ansia expectante, sintió que avanzaba y confió en que lo que estuviese alterando a la multitud le revelase algo nuevo. Pero no se trataba de ninguna noticia. Era simplemente una propulsión, primero en una dirección, luego en otra, y se dejó arrastrar por la masa compacta, tres metros hacia el norte, tres hacia el sur, como si estuviese atrapado en medio de un extravagante paso de baile.
El instinto de supervivencia de Dicken le indicó que era hora de olvidarse de la angustia existencial, de cortar el rollo psicológico y salir de aquel torrente. Oyó un aviso de prudencia procedente de un orador cercano. Escuchó al hombre que estaba junto a él, vestido con traje-filtro, murmurar a través de la máscara:
—Ya no hay sólo una enfermedad. Lo han dicho en las noticias. Hay una epidemia nueva.
Una mujer de mediana edad con un vestido floreado llevaba en las manos un pequeño Walkman TV. Lo levantó para que pudiesen verlo los que estaban alrededor, mostrando una cabeza enmarcada hablando en tono agudo. Dicken no pudo entender las palabras.
Caminó hacia el borde, despacio y educadamente, como si estuviese vadeando nitroglicerina. Tenía la camisa y la chaqueta empapadas de sudor. Algunas personas más, espectadores como él, percibieron el cambio y sus miradas se encendieron. La muchedumbre se sofocaba en su propia confusión. La noche era profunda y húmeda, no se podían ver las estrellas, y las luces naranjas a lo largo del paseo y alrededor de las carpas y las plataformas hacían que todo tuviese un aspecto peligroso.
Dicken se detuvo de nuevo junto a la escalinata del Capitolio, a veinte o treinta personas de las barricadas, donde había estado una hora antes. Policía montada, hombres y mujeres, sobre hermosos caballos marrones que ahora se veían de color ámbar bajo la luz artificial, se movían de un lado a otro del perímetro, docenas de ellos, más de los que había visto nunca. Los soldados de la Guardia Nacional se habían retirado, formando una línea, pero no una línea muy densa. No estaban preparados. No esperaban problemas; no tenían cascos ni escudos.
Las voces que le rodeaban susurraban, en voz baja...
—No puedo...
—Los niños tienen...
—Mis nietos...
—La última generación...
—Libro...
—Detenerlo...
Luego, una calma fantasmal. Dicken se encontraba a cinco personas del borde. No le dejarían moverse más allá. Rostros confusos y resentidos, como ovejas, con la mirada vacía y las manos empujando. Ignorantes. Asustados.
Sintió odio hacia ellos, deseó aplastarles la nariz. Era un idiota; no quería estar entre las ovejas.
—Perdóneme. —Ninguna respuesta. La muchedumbre había tomado una determinación; podía sentir sus latidos deliberados. La multitud esperaba, atenta, vacía.
Una luz destelló en el lado este y Dicken vio que el Monumento a Washington se volvía blanco, más brillante que los focos. Se oyó un trueno procedente del cielo. Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre la muchedumbre. Los rostros se alzaron.
Podía sentir el ansia de la multitud. Algo tenía que cambiar. Una única preocupación les apremiaba: algo tenía que cambiar.
Empezó a llover con fuerza. La gente levantó las manos por encima de sus cabezas. Surgieron las sonrisas. Los rostros aceptaron la lluvia y la gente viró lo mejor que pudo. Otros rechazaron a los que giraban y se detuvieron, consternados.
La multitud se contrajo, y de repente se expandió y lo lanzó hasta las barricadas. Se vio frente a un policía.
—Dios —exclamó el policía, retrocediendo tres pasos mientras la multitud empujaba las barricadas. El hombre a caballo intentó empujarles hacia atrás, adelantándose. Se oyó gritar a una mujer. La muchedumbre se adelantó y se tragó a los policías a caballo y a los de a pie, antes de que pudiesen alzar sus porras o desenfundar sus pistolas. Uno de los caballos fue empujado hasta los escalones y derribado, cayendo sobre la gente. El jinete rodó y una bota saltó por los aires.
—¡Soy del Equipo! —gritó Dicken y subió corriendo las escaleras pasando entre los guardas, que no le prestaron atención. Sacudió la cabeza y rió, feliz por haberse liberado, y esperó a que empezase el jaleo de verdad. Pero la multitud estaba justo detrás de él, y apenas tuvo tiempo para empezar a correr de nuevo, por delante de la gente, de los disparos perdidos, de la masa húmeda y maloliente que se extendía.