Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
—Hay una oficina de CCE en Tbilisi —comentó Augustine, intentando echarle una mano.
—Una oficina por la que el señor Dicken no pasó, ni siquiera en visita social —dijo la directora, frunciendo las cejas.
—Fui para verla a ella. Admiraba su trabajo.
—Y no le contaste nada.
—Nada significativo.
Kirby se reclinó en el asiento y miró a Augustine.
—¿Podemos hacer que se una a nosotros? —preguntó.
—Tiene problemas en estos momentos —dijo Augustine.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó la directora.
—Su marido ha desaparecido, probablemente se ha suicidado —contestó Augustine.
—Eso fue hace un mes —dijo Dicken.
—Al parecer la situación es más complicada. Antes de su desaparición, el marido vendió la compañía, sin decirle nada, para devolver una aportación de capital de la que aparentemente ella no tenía ni idea.
Dicken no se había enterado de esas noticias. Era evidente que Augustine había estado haciendo sus propios sondeos sobre Kaye Lang.
—Jesús —dijo Shawbeck—. Entonces debe de estar hecha polvo. ¿La dejamos en paz hasta que se recupere?
—Si la necesitamos, la necesitamos —dijo Kirby—. Señores, no me gusta el aspecto del problema. Llámenlo intuición femenina, algo que tiene que ver con los ovarios, o lo que sea. Quiero todo el asesoramiento especializado que podamos conseguir. ¿Mark?
—La llamaré —dijo Augustine, accediendo con una rapidez poco habitual en él. Había percibido el viento y la dirección en que soplaba. Dicken se había salido con la suya.
—Hazlo —dijo Kirby, y se volvió en la silla para mirar a Dicken de frente—. Christopher, en serio, sigo pensando que ocultas algo. ¿De qué se trata?
Dicken sonrió y sacudió la cabeza.
—Nada con fundamento.
—¿Cómo? ¿El mejor cazador de virus del CNEI? Mark dice que confía en tu instinto.
—A veces Mark es demasiado cándido —comentó Augustine.
—Ya —dijo Kirby—. Christopher también debería ser cándido. ¿Qué te dice tu instinto?
Dicken estaba algo molesto por la pregunta de la directora, y se resistía a mostrar sus cartas mientras no tuviese una mano mejor.
—El SHEVA es muy, muy antiguo —repitió.
—¿Y?
—No estoy seguro de que sea una enfermedad.
Shawbeck dejó escapar un débil bufido de incredulidad.
—Sigue —le animó Kirby.
—Es un elemento antiguo de la biología humana. Ha estado en nuestro ADN desde mucho antes de que existiesen los humanos. Tal vez está haciendo lo que se supone que tiene que hacer.
—¿Matar bebés? —sugirió Shawbeck, cáustico.
—Regular alguna función de mayor entidad, en el ámbito de la especie.
—Sigamos con lo que es seguro —sugirió Augustine apresuradamente—. El SHEVA es la gripe de Herodes. Provoca defectos de nacimiento y abortos.
—En mi opinión la conexión es lo bastante sólida —dijo Kirby—. Creo que puedo convencer al presidente y al Congreso.
—Estoy de acuerdo —dijo Shawbeck—. Aunque con algunas reservas. Me pregunto si todo este misterio podría volverse contra nosotros.
Dicken se sintió aliviado. Casi había malgastado la mano, pero se las había arreglado para guardarse un as en la manga para utilizar más adelante; las huellas de SHEVA en los cadáveres de Georgia. Acababa de recibir los resultados de Maria Konig, de la universidad de Washington.
—Mañana veré al presidente —dijo la directora—. Me dedicará diez minutos. Dame las estadísticas locales en papel, diez copias, en color.
El SHEVA se convertiría pronto en una crisis oficial. En política sanitaria, una crisis solía solventarse utilizando la ciencia conocida y rutinas burocráticas de prueba y error. Hasta que la situación no demostrase ser realmente extraña, Dicken no pensaba que nadie pudiese creer sus conclusiones. Apenas podía creerlas él mismo.
Fuera, bajo el cielo color gris de la oscura tarde de noviembre, Augustine abrió la puerta del Lincoln oficial y dijo, por encima del coche:
—Cuando alguien te pregunta qué piensas realmente, ¿qué es lo que debes hacer?
—Seguir la corriente —dijo Dicken.
—Acertaste, niño prodigio.
Augustine condujo. A pesar de la torpeza de Dicken, parecía bastante satisfecho con la reunión.
—Sólo le faltan seis semanas para retirarse. Va a ofrecerle mi nombre al jefe de gabinete de la Casa Blanca como sugerencia para sustituirla.
—Enhorabuena —dijo Dicken.
—Con Shawbeck como reserva, por muy poco —añadió Augustine—. Pero con esto podría lograrlo, Christopher. Esto podría ser la entrada.
Kaye se sentó en el sillón de piel marrón oscuro, en el despacho suntuosamente panelado y se preguntó por qué los abogados caros de la Costa Este elegirían decorados tan elegantemente sombríos. Apretó con los dedos las tachuelas de latón que sujetaban el tapizado del apoyabrazos.
El abogado de Industrias AKS, Daniel Munsey, estaba de pie junto a la mesa de J. Robert Orbison, el abogado de Kaye y su familia durante treinta años.
El padre y la madre de Kaye habían muerto cinco años antes, y ella no había seguido pagando el anticipo anual a Orbison. Ante la desaparición de Saul y las sorprendentes noticias procedentes de AKS y del abogado de EcoBacter, que ahora se había unido a AKS, se había dirigido a Orbison, conmocionada. Se había encontrado con una persona decente y amable, que le aseguró que no le cobraría más de lo que siempre les había cobrado al señor y a la señora Lang durante sus treinta años de relaciones legales.
Orbison era delgado como un poste, con la nariz ganchuda, calvo, con manchas de edad en la cabeza y las mejillas, pelos en los lunares, labios húmedos y fláccidos y ojos azules acuosos, pero vestía un hermoso traje a rayas confeccionado a medida, con anchas solapas y una corbata que casi llenaba la V de su chaleco.
Munsey tenía treinta y pocos años, era moreno y atractivo, con voz suave. Llevaba un traje de lana liso, color tabaco, y sabía de biotecnología casi tanto como ella; más, en ciertos aspectos.
—Puede que AKS no sea responsable de los fallos del señor Madsen —dijo Orbison, con voz fuerte y amable—, pero dadas las circunstancias, creemos que su compañía le debe a la señora Lang cierta consideración.
—¿Consideración monetaria? —Munsey levantó las manos en gesto de desconcierto—. Saul Madsen no pudo convencer a sus inversores de que siguiesen financiándole. Al parecer, se había centrado en un acuerdo con un equipo de investigación de la República de Georgia. —Munsey agitó la cabeza, lamentándolo—. Mis clientes pagaron a los inversores. El precio fue más que justo, teniendo en cuenta lo que ha sucedido desde entonces.
—Kaye ha aportado mucho a la compañía. La compensación por los derechos de propiedad intelectual...
—Ha hecho una gran contribución a la ciencia, no a ningún producto que un comprador potencial pudiese adquirir.
—Considérelo entonces una compensación justa por contribuir al valor de EcoBacter como firma.
—La señora Lang no era copropietaria legal. Al parecer Saul Madsen nunca consideró a su mujer otra cosa que una empleada con capacidad ejecutiva.
—Fue una equivocación lamentable el que la señora Lang no se informase —admitió Orbison—. Confió en su marido.
—Creemos que tiene derecho a todos los bienes que formen parte de la herencia. Simplemente, EcoBacter ya no es uno de esos bienes.
Kaye apartó la mirada.
Orbison bajó la vista hacia el cristal que cubría la mesa.
—La señora Lang es una científica famosa, señor Munsey.
—Señor Orbison, señora Lang, Industrias AKS compra y vende negocios que funcionan. Con la muerte de Saul Madsen, EcoBacter ya no es un negocio que funcione. No tiene patentes valiosas a su nombre, ni relaciones con otras compañías o instituciones que puedan renegociarse sin nuestro control. El único producto que podría venderse, un tratamiento para el cólera, está actualmente en manos de una supuesta empleada. El señor Madsen fue notablemente generoso en sus contratos. Tendremos suerte si los activos físicos nos permiten recuperar el diez por ciento de nuestros costes. Señora Lang, ni siquiera podemos pagar la nómina de este mes. Nadie se está aprovechando.
—Pensamos que si le dan cinco meses, y utilizando su reputación, la señora Lang podría reunir un conjunto de patrocinadores financieros sólidos y relanzar EcoBacter. Los empleados son muy leales. Muchos han firmado cartas manifestando sus intenciones de quedarse con Kaye y ayudarla a empezar de nuevo.
Munsey levantó las manos de nuevo: no sirve.
—Mis clientes se guían por su instinto. Tal vez el señor Madsen debería haber elegido otro tipo de empresa a la que vender su compañía. Con todos los respetos a la señora Lang, y nadie la tiene en mayor estima que yo, no ha desarrollado ningún trabajo que tenga un interés comercial inmediato. Ya sabe que la biotecnología es un campo extremadamente competitivo, señora Lang.
—El futuro está en lo que podamos crear, señor Munsey —dijo Kaye.
Munsey negó con la cabeza, apenado.
—Personalmente yo invertiría sin dudarlo, señora Lang. Pero soy un sensiblero. El resto de las compañías... —Dejó la frase inacabada.
—Gracias, señor Munsey —dijo Orbison, y apoyó su larga nariz sobre las manos, reflexivo.
Munsey pareció quedarse confuso ante esta despedida.
—Lo lamento mucho, señora Lang. Todavía tenemos problemas con la «fianza de buen fin» y las negociaciones con las compañías de seguros por la forma en que desapareció el señor Madsen.
—No va a reaparecer, si es eso lo que les preocupa —dijo Kaye, fallándole la voz—. Lo han encontrado, señor Munsey. No va a regresar a reírse con nosotros y a explicarme cómo seguir con mi vida.
Munsey la miró.
Kaye no podía parar. Las palabras brotaban.
—Lo encontraron sobre las rocas del estrecho de Long Island. Su cuerpo se hallaba en un estado terrible. Tuvieron que identificarle por la alianza.
—Lo lamento profundamente. No me había enterado —dijo Munsey.
—La identificación final se realizó esta mañana —le comentó Orbison en voz baja.
—Lo siento muchísimo, señora Lang.
Munsey salió y cerró la puerta tras él.
Orbison la observó en silencio.
Kaye se secó los ojos con el dorso de las manos.
—No sabía cuánto significaba para mí, hasta qué punto nos habíamos convertido en un sólo cerebro, trabajando juntos. Pensaba que tenía mi propia mente y mi propia vida... y ahora, descubro que no es así. No me siento ni medio ser humano. Está muerto.
Orbison asintió.
—Esta tarde volveré a EcoBacter y asistiré a un velatorio con todo el personal. Les diré que es hora de buscar trabajo y que yo haré lo mismo.
—Eres inteligente y joven. Lo conseguirás, Kaye.
—¡Sé que lo conseguiré! —dijo con violencia. Se golpeó la rodilla con el puño—. Maldito sea. El muy... cabrón. Canalla. ¡No tenía derecho!
—No tenía derecho en absoluto —dijo Orbison—. Ha sido una sucia jugada hacerte pasar por esto. —Le brillaban los ojos con la misma rabia y simpatía que podría haber expresado en una sala de justicia, encendiendo sus emociones como una vieja lámpara de campamento.
—Sí... —contestó Kaye, pasando la mirada por la habitación, con furia—. Oh, Dios, va a ser tan duro. ¿Sabe qué es lo peor?
—¿Qué, querida? —preguntó Orbison.
—Parte de mí se alegra —dijo Kaye, y comenzó a llorar.
—Venga, venga —la calmó Orbison, de nuevo con aspecto viejo y cansado.
—Momias neandertales —dijo Augustine. Atravesó con energía el pequeño despacho de Dicken y puso un papel doblado sobre la mesa—. El tiempo avanza. Y también
Newsweek
.
Dicken apartó un montón de fotocopias de los informes de autopsias de bebés y fetos del hospital de la zona norte de Atlanta durante los últimos dos meses y agarró el papel. Era un recorte del
Atlanta Journal-Constitution
, y los titulares decían: «Se confirma que la pareja de los hielos es prehistórica.»
Miró por encima el artículo, sin demasiado interés, lo justo para ser educado, y alzó la vista hacia Augustine.
—Las cosas se están caldeando en Washington —dijo el director—. Me han pedido que reúna un equipo de investigación.
—¿Estás al cargo?
Augustine asintió.
—Buenas noticias, entonces —dijo Dicken con precaución, presintiendo tormenta.
Augustine le miró, inexpresivo.
—Utilizamos las estadísticas que preparaste y alarmaron profundamente al presidente. La directora de Salud Pública le enseñó uno de los abortos. Una foto, por supuesto. Dice que nunca le ha visto tan preocupado por ningún asunto de salud nacional. Quiere que lo hagamos público inmediatamente, con todos los detalles. «Están muriendo bebés —dice—. Si podemos solucionarlo, hagámoslo, ya.»
Dicken esperó con calma.
—La doctora Kirby opina que ésta podría ser una operación de dedicación total. Podría proporcionar fondos adicionales, incluso más para esfuerzos internacionales.
Dicken se preparó para mostrarse consternado.
—No quieren distraerme designándome para sustituirla. —La mirada de Augustine se endureció.
—¿Shawbeck?
—Tiene la aprobación. Pero el presidente puede hacer su propia elección. Darán una conferencia de prensa sobre la gripe de Herodes mañana. «Guerra total contra un asesino internacional.» Es mejor que la polio, y políticamente es perfecto, no como el sida.
—¿Besa a los bebés y haz que se pongan bien?
Augustine no lo encontró gracioso.
—El cinismo no te pega, Christopher. Eres del tipo idealista, ¿recuerdas?
—Debe ser la atmósfera cargada —dijo Dicken.
—Ya. Me han pedido que tenga listo el equipo para que lo aprueben Kirby y Shawbeck mañana al mediodía. Por supuesto, tú eres mi primera elección. Me reuniré con unos colegas del INS y algunos cazatalentos científicos de Nueva York esta tarde. Cada director de agencia querrá su porción de este asunto. En parte, es mi trabajo darles cosas que hacer para que no intenten apoderarse de todo el problema. ¿Puedes ponerte en contacto con Kaye Lang y decirle que va a ser reclutada?
—Sí —dijo Dicken. Se le aceleró el corazón. Le faltaba aire—. Me gustaría elegir a unos cuantos personalmente.