Authors: Paulo Coelho
Era posible controlar el ejército y calmar a la población ante la presencia de las patrullas extranjeras. Pero, a causa de la enfermedad del hijo de la viuda, el gobernador empezó a tener dificultades para tranquilizar a la población ante la presencia de Elías.
Una comisión de habitantes fue a hablar con él:
—Podemos construir una casa para el israelita del lado de afuera dc las murallas —propusieron—. De esta manera no violamos la ley de hospitalidad pero nos protegemos de la ira divina. Los dioses no están contentos con la presencia de este hombre.
—Dejad que se quede donde está —respondió el gobernador—. No quiero crear problemas políticos con Israel.
—¿Cómo? —preguntaron los habitantes—. Jezabel está persiguiendo a todos los profetas que adoran al Dios Único porque quiere matarlos.
—Nuestra princesa es una mujer valiente y fiel a los dioses de la Quinta Montaña. Pero por mucho poder que tenga ahora, ella no es israelita. Mañana puede caer en desgracia y tendremos que enfrentar la ira de nuestros vecinos. Si demostramos que tratamos bien a sus profetas, nos lo agradecerán.
Los habitantes salieron descontentos, porque el sacerdote había dicho que un día Elías sería cambiado por oro y recompensas. Mientras tanto, aunque el gobernador no tuviese razón, ellos no podían hacer nada. La tradición decía que la familia gobernante tenía que ser respetada.
A lo lejos, en la entrada del valle, las tiendas de los guerreros asirios comenzaron a multiplicarse.
El comandante se preocupaba, pero no contaba con el apoyo ni del sacerdote ni del gobernador. Procuraba mantener a sus guerreros en constante entrenamiento, aun sabiendo que ninguno de ellos —ni siquiera sus abuelos— había tenido experiencias de combate. Las guerras eran cosa del pasado de Akbar, y todas las estrategias que conocía habían sido superadas por nuevas técnicas y nuevas armas empleadas por los países extranjeros.
—Akbar siempre negoció su paz —decía el gobernador—. No será esta vez cuando seremos invadidos. Dejad que los países extranjeros luchen entre sí; nosotros tenemos un arma mucho más poderosa que las de ellos: el dinero. Cuando ellos terminen de destruirse mutuamente, entraremos en sus ciudades y venderemos nuestros productos.
Así el gobernador consiguió tranquilizar a la población en relación con la presencia de los asirios. Pero los rumores acerca de que el israelita había traído la maldición de los dioses a Akbar persistían, y el problema tornábase cada vez más acuciante.
Cierta tarde, el niño empeoró mucho, y ya no conseguía tenerse en pie ni reconocer a las personas que venían a visitarlo. Antes de que el sol descendiera en el horizonte, Elías y la mujer se arrodillaron al lado de su cama.
—Señor Todopoderoso, que desviaste las flechas del soldado y que me trajiste hasta aquí, haz que esta criatura se salve. Ella no hizo nada, es inocente de mis pecados y de los pecados de sus padres. Salvadla, Señor.
El niño casi no se movía; sus labios estaban blancos y los ojos perdían rápidamente el brillo.
—¡Reza a tu Dios Único! —pedía la mujer—, porque solamente una madre es capaz de saber cuándo su hijo está partiendo.
Elías tuvo ganas de apretar su mano, decirle que ella no estaba sola y que el Dios Todopoderoso lo escucharía. Él era un profeta, había aceptado eso en las márgenes del Querite, y ahora los ángeles estaban a su lado.
—Ya no me quedan lágrimas —prosiguió ella—. Si Él no tiene compasión, si Él necesita una vida, entonces pídele que lleve la mía, y deje a mi hijo caminar por el valle y por las calles de Akbar.
Elías hizo lo posible para concentrarse en su oración; pero el sufrimiento de aquella madre era tan intenso que parecía llenar el cuarto y penetrar en las paredes, las puertas, en todas partes.
Tocó el cuerpo del muchacho; la temperatura ya no estaba alta, como en días anteriores y esto era una mala señal.
El sacerdote había pasado por la casa aquella mañana y, tal como venía haciendo las dos últimas semanas, había aplicado cataplasmas de hierbas en el rostro y en el pecho del niño. En días anteriores, las mujeres de Akbar habían traído recetas de remedios que se habían transmitido durante generaciones y cuyo poder de curación había sido comprobado en diversas ocasiones. Todas las tardes ellas se reunían al pie de la Quinta Montaña y hacían sacrificios para que el alma del niño no abandonara su cuerpo.
Conmovido con lo que sucedía en la ciudad, un mercader egipcio que estaba allí en tránsito entregó, sin cobrar nada, un carísimo polvo rojo para ser mezclado con la comida del niño. Decía la leyenda que el secreto de la fabricación de aquel polvo había sido entregado a los médicos egipcios por los propios dioses.
Elías, durante todo ese tiempo, no había dejado de rezar. Pero no había servido de nada, absolutamente de nada.
—Sé por qué te dejan quedarte aquí —continuó la mujer, con la voz cada vez más baja, porque llevaba muchos días sin dormir—. Sé que han puesto un precio a tu cabeza, y que un día serás enviado a Israel y cambiado por oro. Si salvas a mi hijo, yo te juro por Baal y por los dioses de la Quinta Montaña que jamás serás capturado. Conozco caminos de fuga que ya fueron olvidados por esta generación, y te enseñaré cómo salir de Akbar sin ser visto.
Elías no dijo nada
—¡Reza a tu Dios Único! —repitió la mujer—. Si Él salva a mi hijo, juro que renegaré de Baal y creeré en Él. Explica a tu Señor que te di abrigo cuando lo necesitaste, que hice exactamente lo que Él había mandado.
Elías rezó una vez más e imploró con todas sus fuerzas. En ese momento exacto, el niño se movió.
—Quiero salir de aquí —dijo, con voz débil.
Los ojos de la madre brillaron de alegría y las lágrimas rodaron otra vez por sus mejillas.
—Ven, hijo mío. Vamos a donde tú quieras, haz lo que tú quieras.
Elías hizo gesto de tomarlo en sus brazos, pero el niño le apartó la mano.
—Quiero salir solo —dijo.
Se levantó lentamente y comenzó a caminar en dirección a la sala. Después de dar algunos pasos, cayó al suelo, como fulminado por un rayo.
Elías y la viuda se aproximaron; el niño estaba muerto.
Por un instante ninguno de los dos dijo nada. De repente, la mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Malditos sean los dioses, malditos sean aquellos que se llevaron el alma de mi hijo! ¡Maldito sea el hombre que trajo la desgracia a mi casa!... ¡Mi único hijo! —gritaba ella—. ¡Porque respeté la voluntad de los cielos, porque fui generosa con un extranjero, mi hijo se ha muerto!
Los vecinos escucharon los lamentos de la viuda y vieron a su hijo tendido en el suelo de la casa. La mujer continuaba gritando, golpeando al profeta israelita que de pie, a su lado, parecía haber perdido toda capacidad de reacción, y no hacía nada para defenderse. Mientras las mujeres procuraban calmar a la viuda, los hombres inmediatamente tomaron a Elías por los brazos y lo llevaron a la presencia del gobernador.
—Este hombre pagó la generosidad con odio. Hechizó la casa de la viuda y su hijo ha terminado muriendo. Estamos dando hospitalidad a alguien que está maldito por los dioses.
El israelita lloraba, preguntándose:
—¡Oh, Señor, Dios mío!, ¿hasta a esta viuda, que fue generosa conmigo, Tú resolviste afligir? Si mataste a su hijo es porque no estoy cumpliendo la misión que me fue confiada, y merezco la muerte.
Aquella misma tarde se reunió el consejo de la ciudad de Akbar, bajo la presidencia del sacerdote y del gobernador. Elías fue traído para ser juzgado.
—Decidiste retribuir el amor con el odio. Por eso yo te condeno a muerte —dijo el gobernador.
—Aunque su cabeza valga un saco de oro no podemos despertar la ira de los dioses de la Quinta Montaña —dijo el sacerdote— porque después, ni todo el oro del mundo podrá devolver la paz a esta ciudad.
Elías bajó la cabeza. Merecía todo el sufrimiento que pudiese soportar, porque el Señor lo había abandonado.
—Subirás a la Quinta Montaña —dijo el sacerdote—. Irás a pedir perdón a los dioses ofendidos. Ellos harán que el fuego descienda para matarte. En el caso de que no lo hicieran, será porque desean que la justicia sea cumplida por nuestras propias manos. Te estaremos esperando al término del descenso, y serás ejecutado mañana, según el ritual.
Elías conocía bien las ejecuciones sagradas: al condenado se le arrancaba el corazón del pecho y se le cortaba la cabeza. Según la creencia, un hombre sin corazón no conseguía entrar en el Paraíso.
—¿Por qué me elegiste para esto, Señor? —clamaba en voz alta, aun sabiendo que los hombres a su alrededor no entenderían de qué elección estaba hablando—. ¿No ves que soy incapaz de cumplir lo que exigiste?
No oyó ninguna respuesta.
Los hombres y las mujeres de Akbar siguieron en cortejo al grupo de guardias que llevaban al israelita hasta la Quinta Montaña. Gritaban palabras ofensivas y tiraban piedras. Sólo con mucha dificultad los soldados lograron controlar la furia de la multitud. Después de media hora de caminata, llegaron al pie de la montaña sagrada.
El grupo se detuvo ante los altares de piedra donde el pueblo acostumbraba dejar sus ofrendas y sacrificios, sus pedidos y oraciones. Todos conocían las historias de gigantes que vivían en el lugar, y recordaban a las personas que desafiaron la prohibición y fueron alcanzadas por el fuego del cielo. Los viajeros que pasaban de noche por el valle aseguraban haber escuchado las risas de los dioses y las diosas, divirtiéndose allá arriba.
Pero aun cuando no se tuviera certeza absoluta de todo esto, nadie se atrevía a desafiar a los dioses.
—Vamos —dijo un soldado, empujando a Elías con la punta de su lanza—. Quien mató a un niño merece sufrir el peor de los castigos.
Elías pisó el terreno prohibido y comenzó a subir la cuesta. Al cabo de algún tiempo de caminata, cuando ya no llegaban a sus oídos los gritos de los habitantes de Akbar, se sentó en una piedra y lloró; desde aquella tarde en la carpintería en que había visto la oscuridad iluminada por luces brillantes, no había conseguido nada más que traer la desgracia a otros.
El Señor había perdido sus voces en Israel y el culto a los dioses fenicios ahora debía de poseer mayor fuerza. En su primera noche al lado del río Querite, Elías había pensado que Dios lo había escogido para ser un mártir, como hiciera con tantos otros. Pero, en vez de esto, el Señor había enviado a un cuervo —pájaro agorero— para que lo alimentara hasta que el Querite se secase. ¿Por qué un cuervo, y no una paloma, o un ángel? ¿No habría sido todo el delirio de alguien que quiere esconder su miedo, o que su cabeza ha estado demasiado tiempo expuesta al sol? Elías ahora ya no estaba seguro de nada: quizás el Mal había encontrado su instrumento, y ese instrumento era él.
¿Por qué en lugar de regresar y acabar con la princesa que tanto daño hacía a su pueblo, Dios lo había mandado hacia Akbar? Se había sentido como un cobarde, pero había cumplido la orden. Había luchado para adaptarse a aquel pueblo extraño, amable, pero con una cultura completamente distinta. Y cuando estaba convencido de que estaba cumpliendo su destino, el hijo de la viuda había muerto.
¿Por qué?
Se incorporó, caminó un poco más y terminó entrando en la neblina que cubría la cumbre de la montaña. Podía aprovechar la falta de visibilidad para huir de sus perseguidores, pero ¿qué importancia tenía eso? Estaba cansado de huir, sabía que nunca conseguiría encontrar su lugar en el mundo. Además, aunque consiguiese escapar ahora, llevaría la maldición que lo acompañaba a otra ciudad, y nuevas tragedias ocurrirían. Cargaría consigo, dondequiera que fuese, la sombra de aquellos muertos. Era preferible dejar que su corazón fuese arrancado del pecho y su cabeza cortada.
Volvió a sentarse, esta vez en medio de la neblina. Estaba decidido a esperar un poco, para que la gente de allí abajo creyera que había subido hasta la cima de la montaña; después retornaría a Akbar, entregándose a sus captores.
«El fuego del cielo.»
Muchas personas ya habían muerto por él, aun cuando Elías dudase de que fuera enviado por el Señor. En las noches sin luna, su brillo cruzaba el firmamento, apareciendo y desapareciendo de repente. Tal vez quemase. Tal vez matase instantáneamente, sin sufrimiento.
Cayó la noche, y la neblina se disipó. Pudo ver el valle allá abajo, las luces de Akbar y las hogueras del campamento asirio. Escuchó los ladridos de los perros y el canto de los guerreros.
«Estoy preparado —se dijo—. Acepté que era un profeta y actué lo mejor que pude... Pero fallé, y ahora Dios necesita otro.»
En ese momento, una luz descendió hasta él...
«¡El fuego del cielo!», pensó.
La luz, sin embargo, se mantuvo frente a él. Y una voz dijo:
—Soy un ángel del Señor.
Elías se arrodilló y apoyó su rostro en la tierra.
—Ya lo vi otras veces y siempre obedecí al ángel del Señor —respondió Elías sin levantar la cabeza—, que sólo me hace sembrar desgracias por donde paso.
Pero el ángel continuó:
—Cuando vuelvas a la ciudad, pide tres veces que el niño retorne a la vida. El Señor te escuchará la tercera vez
—¿Por qué debo hacer eso?
—Por la grandeza de Dios.
—Aunque eso suceda, ya dudé de mí mismo y no soy más digno de mi tarea —respondió Elías.
—Todo hombre tiene derecho a dudar de su tarea y a abandonarla de vez en cuando; lo único que no puede hacer es olvidarla. Quien no duda de sí mismo es indigno, porque confía ciegamente en su capacidad y peca por orgullo. Bendito sea aquel que pasa por momentos de indecisión.
—Hace un momento pudiste comprobar que ni siquiera estaba seguro de que fueses un emisario de Dios.
—Ve, y haz lo que te digo.
Había pasado mucho tiempo cuando Elías descendió de la montaña. Los guardias seguían esperando junto a los altares de sacrificio, pero la multitud ya había retornado a Akbar.
—Estoy preparado para la muerte —dijo él—. Pedí el perdón de los dioses de la Quinta Montaña y ellos ahora exigen que, antes de recibirla, yo pase por la casa de la viuda que me acogió y le pida que tenga piedad de mi alma.
Los soldados lo llevaron de vuelta y fueron a consultar al sacerdote.
—Haremos lo que pides —dijo el sacerdote al prisionero—. Ya que pediste perdón a los dioses, debes hacerlo también a la viuda. Para que no intentes escapar, irás acompañado de cuatro soldados armados. Pero no pienses que conseguirás convencerla para pedir clemencia por tu vida; en cuanto amanezca, te ejecutaremos en el centro de la plaza.