La química secreta de los encuentros (19 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
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Lavada la cabeza y hecha la manicura, pasó bajo las tijeras de Guido, cuyo auténtico nombre era Onur. El peluquero había tomado clases en Roma y había vuelto transformado. El maestro Guido le explicó a Alice que había recibido a última hora de la mañana la visita de un hombre que le había dado instrucciones muy estrictas: un moño impecable, que debía «alzarse orgulloso bajo un sombrero».

La sesión duró una hora. El botones volvió a buscar a Alice en cuanto estuvo lista y la volvió a acompañar al hotel. Cuando entró en el vestíbulo, el conserje la informó de que la esperaban en el bar. Allí se encontró con Daldry, que estaba bebiéndose una limonada y leyendo el periódico.

—Preciosa —dijo levantándose.

—No sé qué decir, desde esta mañana tengo la impresión de ser la princesa de un cuento de hadas.

—Eso nos viene bien, necesitamos que esta noche lo sea. Tenemos que conquistar a un embajador, y no cuente conmigo para ello.

—No sé cómo lo ha hecho, pero estoy maravillada.

—No sé qué es lo que parezco, pero soy pintor. Qué quiere, el sentido de la proporción es una de mis especialidades.

—Ha escogido un vestido magnífico, nunca había llevado uno tan bonito. Tendré mucho cuidado con él, podrá devolverlo impecable. Porque lo ha alquilado, ¿verdad?

—¿Sabía que esa nueva moda tiene nombre?
New look
, ¡y la ha hecho famosa un modisto francés! Si bien en el arte de la guerra nuestros vecinos nunca han estado muy al día, hay que reconocerles un genio innegable en cuestión de creaciones indumentarias y culinarias.

—Espero que le guste cuando me vea esta tarde a lo
new look
.

—No lo dude ni un segundo. Este peinado es realmente una idea excelente, realza su nuca y la encuentro encantadora.

—¿La idea o la nuca?

Daldry le tendió la carta de aperitivos a Alice.

—Debería comer algo, habrá que batirse con sable esta noche para acercarse al bufet, y usted no llevará el uniforme de combate.

Alice pidió un té y unos pasteles. Se retiró un poco más tarde para ir a prepararse.

De vuelta en su habitación, abrió la puerta del armario, se tumbó en la cama y contempló su vestido.

Una lluvia torrencial se abatía sobre los tejados de Estambul. Alice se acercó a la ventana. Se oían de lejos las sirenas de los barcos de vapor. El Bósforo se difuminaba tras un cristal ahumado. Alice miró la calle de abajo: los ciudadanos se precipitaban a refugiarse a los tranvías, algunos se protegían bajo las cornisas de los edificios, los paraguas se entrechocaban en las aceras. Alice sabía que pertenecía a esa vida que se agitaba bajo sus ventanas, pero en ese instante, detrás de las gruesas paredes de un hotel lujoso de un barrio de Beyolu, mientras la esperaba una ropa preciosa, se sentía transportada a otro mundo, un mundo privilegiado que frecuentaría esa tarde, un mundo del que ignoraba las costumbres. Y eso no hizo sino redoblar su impaciencia.

• • •

Había llamado a la gobernanta para que la ayudase a cerrar su vestido. Con el sombrero en su sitio, salió de la habitación. Daldry la vio en el ascensor que bajaba hacia el vestíbulo; su vecina tenía un aspecto aún más impresionante de lo que se había imaginado. La recibió ofreciéndole el brazo.

—Por lo general, me horrorizan completamente los cumplidos, pero voy a hacer una excepción a la regla, está…

—Muy
new look
—dijo Alice.

—Es una forma de decirlo. Nos espera un coche, tenemos suerte, la lluvia ha parado.

El taxi llegó al consulado en menos de dos minutos, la verja de entrada se encontraba a cincuenta metros del hotel, bastaba casi con cruzar la avenida para estar allí.

—Lo sé, es ridículo, pero no vamos a llegar a pie, cuestión de vergüenza —explicó Daldry.

Rodeó el vehículo para abrir la puerta de Alice; un mayordomo de uniforme la ayudaba ya a bajar.

Subieron lentamente los peldaños de la escalinata, Alice tenía miedo de dar un traspié con los zapatos de tacón. Daldry le confió la invitación al ujier, dejó su abrigo en el guardarropa e hizo pasar a Alice a una gran sala.

Los hombres se volvieron, algunos incluso interrumpieron su conversación. Las mujeres escrudiñaban a Alice de la cabeza a los pies. Peinado, chaquetilla, vestido y zapatos, era la modernidad encarnada. La esposa del embajador le dedicó una sonrisa amistosa. Daldry fue a su encuentro.

Se inclinó ante la embajadora para besarle la mano y le presentó a Alice, según las reglas protocolarias.

La embajadora se preguntó las razones que llevaban a una pareja tan encantadora tan lejos de Inglaterra.

—Perfumes, excelencia —respondió Daldry—. Alice es una de las narices más dotadas del reino, algunas de sus creaciones se encuentran ya en las mejores perfumerías de Kensington.

—¡Qué bien! —respondió la embajadora—. Cuando volvamos a Londres no dejaré de hacerme con ellas.

Y Daldry se comprometió de inmediato a hacerle llegar algunos frascos.

—Es usted resueltamente vanguardista, querida —exclamó la embajadora—, una mujer que innova en los perfumes es muy valiente; el mundo de los negocios es tan masculino… Si se queda el tiempo suficiente en Turquía, tiene que venir a Ankara a visitarme, me aburro mortalmente —susurró sonrojándose por su confidencia—. Me hubiese gustado presentarle a mi marido; por desgracia, lo veo en plena discusión y me temo que continuará así toda la velada. Debo abandonarla, estoy encantada de haberla conocido.

La embajadora se reunió con otros comensales. La entrevista concedida a Alice no se le había escapado a nadie. Todos la miraban, lo que la hacía sentirse incómoda.

—¡Pero qué idiota soy! ¿Cómo he podido dejar escapar una ocasión así? —dijo Daldry.

Alice no le quitaba ojo de encima a la embajadora, que conversaba entre un pequeño grupo de invitados. Soltó el brazo de Daldry y cruzó la sala, haciendo todo lo que podía por adoptar unos andares resueltos, a pesar de sus tacones.

Se unió al círculo que se había formado en torno a la embajadora y tomó la palabra.

—Lo lamento, señora, me imagino que falto a toda la consideración debida a su persona al tomarme la libertad de hablarle de manera tan directa, pero es necesario que me conceda una entrevista, no le llevará más que unos segundos.

Daldry miraba la escena pasmado.

—Es genial, ¿verdad? —susurró Can.

Daldry se sobresaltó.

—Menudo susto me ha dado, no le he oído llegar.

—Lo sé, lo he hecho adrede. Bueno, ¿está satisfecho con su guía? La recepción es una excepción, ¿no le parece?

—Me aburro mortalmente en esta clase de veladas.

—Eso es porque no le interesan los demás —respondió Can.

—Sabe que le he contratado como guía turístico y no como guía espiritual, ¿verdad?

—Creía que en la vida era un privilegio ser ingenioso.

—Me cansa, Can, le he prometido a Alice no tomar ni una gota de alcohol y eso me pone de muy mal humor, así que sea tan amable de no abusar de mi paciencia.

—Ni usted de la botella si quiere mantener su promesa.

Can se esfumó tan discretamente como había aparecido.

Daldry se acercó al bufet y se puso lo bastante cerca de Alice y de la embajadora como para espiar su conversación.

—Lamento sinceramente que la guerra se haya llevado a sus padres, y comprendo que sienta la necesidad de indagar en su pasado. Llamaré al servicio consular mañana mismo y pediré que hagan esa búsqueda por usted. ¿En qué año exactamente cree que vinieron a Estambul?

—No lo sé, señora, sin duda antes de mi nacimiento, pues mis padres no tenían a nadie a quien confiarme, aparte de mi tía tal vez, pero ella me habría hablado de ello. Mis padres se conocieron dos años antes de que yo viniera al mundo, me imagino que podrían haber hecho un viaje entre 1909 y 1910. Después de esas fechas, mamá no habría estado en condiciones de viajar, pues ya estaba embarazada.

—Esas búsquedas no deberían ser muy complicadas de efectuar, a condición de que la caída de un imperio y dos guerras no hayan hecho desaparecer los archivos que le interesan. Mi madre, quien desgraciadamente ya no está entre nosotros, me decía siempre: «El no ya lo tienes, hija mía, arriésgate a conseguir el sí.» Seamos eficaces, vamos a molestar a nuestro cónsul, voy a pedirle que la ayude y a cambio usted me dará el nombre de su modisto.

—Según la etiqueta del forro de mi vestido, se trata de un tal Christian Dior, señora.

La embajadora se juró retener ese nombre, cogió a Alice de la mano y se la presentó al cónsul, a quien le preguntó si podría ayudar a su amiga con una consulta que ésta tenía que hacerle. El cónsul prometió recibir a Alice al día siguiente por la tarde.

—Bueno —dijo la embajadora—, ahora que su asunto está en buenas manos, ¿me permite que vuelva a ocuparme de mis obligaciones?

Alice hizo una reverencia y se retiró.

• • •

—¿Y bien? —preguntó Daldry tras acercarse a Alice.

—Tenemos cita con el cónsul mañana a la hora del té.

—Es desesperante, triunfa en todo en lo que yo fracaso. En fin, me imagino que sólo importa el resultado. Está contenta, supongo.

—Sí, todavía no sé cómo agradecerle todo lo que está haciendo por mí.

—¿Podría empezar por levantarme el castigo y dejarme que beba una copita pequeña? Nada más que una, se lo prometo.

—Una sola, ¿tengo su palabra?

—De caballero —respondió Daldry, que escapaba ya hacia el bar.

Volvió con una copa de champán, que le ofreció a Alice, y un vaso rebosante de whisky.

—¿A eso lo llama una copa? —le preguntó Alice.

—¿Es que tengo dos? —respondió Daldry en flagrante delito de hipocresía.

La orquesta se puso a tocar un vals; a Alice le brillaron los ojos. Dejó su copa en la bandeja de un mayordomo y miró a Daldry.

—¿Me concede un baile? Con el vestido que llevo, no puede negármelo.

—Es que… —balbuceó Daldry mirando su vaso.

—El whisky o Sissí, usted decide.

Daldry abandonó su vaso con pesar, cogió la mano de Alice y la llevó al salón de baile.

—Baila bien —dijo ella.

—Mi madre me enseñó a bailar vals, le encantaba; a mi padre le horrorizaba la música, así que bailar…

—Bueno, pues su madre fue una formidable profesora.

—Es el primer cumplido que recibo por su parte.

—Si quiere el segundo, el esmoquin le sienta de maravilla.

—Es gracioso, la última vez que llevé esmoquin me encontraba en una velada en Londres, muy aburrida, por cierto, en que me crucé con una antigua amiga a la que frecuentaba asiduamente unos años antes. Al verme, exclamó que el esmoquin me iba que ni pintado y que había estado a punto de no reconocerme. Deduje de ello que lo que llevaba habitualmente no debía de sentarme demasiado bien.

—¿Ha tenido ya a alguien en su vida, Daldry, quiero decir, a alguien que haya contado mucho para usted?

—Sí, pero preferiría no hablar de ello.

—¿Por qué? Somos amigos, puede hacerme una confidencia.

—Somos amigos desde hace poco, y todavía es pronto para hacerle esa clase de confidencias. Y más teniendo en cuenta que no me dejaría en buen lugar.

—¡Así que fue ella la que le dejó! ¿Lo pasó muy mal?

—No lo sé, quizá, sí, eso creo.

—¿Y todavía piensa en ella?

—Me pasa de vez en cuando.

—¿Por qué ya no están juntos?

—Porque nunca lo llegamos a estar realmente, y además es una larga historia y me parecía haberle dicho que no quería hablar de ello.

—No he oído nada semejante —dijo Alice acelerando su paso de baile.

—Porque nunca me escucha; y, si continuamos dando vueltas a esta velocidad, voy a acabar pisándole los pies.

—Nunca he bailado con un vestido tan bonito, en medio de una sala tan grande, y todavía menos ante una orquesta tan majestuosa. Se lo suplico, demos vueltas tan rápido como sea posible.

Daldry sonrió y llevó a Alice por la sala de baile.

—Es usted una mujer extraña, Alice.

—Usted también, Daldry. ¿Sabe? Ayer, estaba paseando sola mientras usted dormía la borrachera y me topé con un pequeño cruce que le volvería loco. Al cruzarlo, me lo imaginé de inmediato pintándolo. Había una carreta tirada por dos caballos magníficos, unos tranvías que se entrecruzaban, una docena de taxis, un coche norteamericano antiguo, uno de esos de antes de la guerra, peatones por todos lados, e incluso una carretilla empujada por un hombre. Le habría encantado.

—¿Ha pensado en mí al pasar por un cruce? Es encantador lo que le inspira una encrucijada.

El vals terminó, y los invitados aplaudieron a los músicos y los bailarines. Daldry se dirigió hacia el bar.

—No me mire así, la otra copa no contaba, apenas he tenido tiempo de mojarme los labios. Bueno, de acuerdo, una promesa es una promesa. Es usted imposible.

—Tengo una idea —dijo Alice.

—Me temo lo peor.

—¿Y si nos vamos?

—No tengo nada en contra de eso, pero ¿adónde quiere ir?

—A caminar, a pasear por la ciudad.

—¿Con esta ropa?

—Precisamente, sí.

—Está más loca de lo que pensaba, pero si eso le complace, ¿por qué no?

Daldry recogió los abrigos del guardarropa. Alice lo esperaba en lo alto de la escalinata.

—¿Quiere que lo lleve a ver ese célebre cruce? —propuso Alice.

—De noche estoy seguro de que no tendrá el mismo atractivo; reservémonos ese placer para cuando haya luz. Mejor caminemos hasta el funicular y bajemos hacia el Bósforo por la parte de Karaköy.

—Ignoraba que conocía tan bien la ciudad.

—Yo también, pero durante el tiempo que he pasado en mi habitación estos dos últimos días, he hojeado tantas veces la guía turística que había sobre mi mesilla que he terminado por aprendérmela casi de memoria.

Bajaron las callejuelas de Beyolu hasta la estación del funicular que unía el barrio con Karaköy. Al llegar a la placita de Tünel, Alice suspiró y se sentó en el parapeto de piedra.

—Olvidémonos del paseo a orillas del Bósforo y vayamos a instalarnos en el primer café que veamos; le levanto el castigo, podrá beber lo que quiera. Veo uno, todavía un poco lejos para mi gusto, pero probablemente sea el más cercano.

—¿Qué me está contando? ¡Si está a cincuenta metros…! Y, además, me parece más divertido coger ese funicular, es uno de los más antiguos del mundo. Espere un minutito, ¿le he oído decir que me levantaba el castigo? ¿De dónde viene esa repentina generosidad? Sus zapatos la están martirizando, ¿verdad?

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