La química secreta de los encuentros (33 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
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No había comido nada desde por la mañana, y todavía era hora de ir a hacer algunas compras a los ultramarinos del final de la calle.

Llovía, no tenía paraguas, pero el impermeable de Daldry colgaba del perchero. Alice se lo puso sobre los hombros y volvió a salir.

El dependiente estaba encantado de volver a verla, hacía meses que no iba ya a comprar en su tienda y se había extrañado. Al llenar su cesta, Alice le contó que había hecho un largo viaje y que pronto se volvería a ir.

Cuando el dependiente le dio la cuenta, rebuscó en los bolsillos del impermeable, olvidando que no era el suyo, y encontró un manojo de llaves en uno, un trozo de papel en el otro. Sonrió al reconocer el ticket de la entrada que Daldry había comprado la tarde en que la había llevado a la feria de Brighton. Cuando Alice buscaba en su monedero con qué pagar al dependiente, el papel se deslizó y aterrizó en el suelo. Se fue con los brazos cargados; como de costumbre, había comprado demasiadas cosas.

De nuevo en casa, Alice colocó sus compras y, al mirar su despertador, vio que ya era hora de prepararse. Esa noche iba a hacerle una visita a Anton. Volvió a cerrar el estuche de la trompeta y reflexionó sobre el vestido que llevaría.

Mientras se maquillaba delante del pequeño espejo de la entrada, Alice quedó presa de una duda; un detalle la preocupaba.

—Las taquillas estaban cerradas aquella noche, la entrada era gratuita —se le escapó.

Volvió a cerrar su barra de labios, se precipitó hacia el impermeable, rebuscó de nuevo en sus bolsillos, pero no encontró más que el manojo de llaves. Se lanzó escaleras abajo y se puso a correr hasta los ultramarinos.

—Hace un momento —le dijo al dependiente empujando la puerta— se me ha caído un papel al suelo, ¿lo ha visto?

El dependiente le hizo notar que su establecimiento estaba impecablemente cuidado; si había tirado un papel al suelo, probablemente se encontraba ya en la papelera.

—¿Dónde está la papelera? —preguntó Alice.

—Acabo de vaciarla en la basura, como es debido, señorita, y la basura se encuentra en el patio, pero no pensará en ningún caso…

No le dio tiempo a terminar su frase, Alice ya había cruzado su tienda y abierto la puerta que daba al patio. Agobiado, el dependiente se reunió con ella y levantó los brazos al cielo al ver a su cliente arrodillada, rebuscando entre los desperdicios en medio del desorden que había provocado.

Se acuclilló a su lado y le preguntó cómo era ese valioso tesoro que buscaba.

—Es un ticket —dijo.

—De lotería, espero.

—No, sólo un viejo ticket de entrada al Pier de Brighton.

—¿Puedo suponer que tiene un gran valor sentimental?

—Quizá —respondió Alice al apartar con las puntas de los dedos una cáscara de naranja.

—¿Sólo quizá? —exclamó el dependiente—. ¿Y no podía haberse asegurado antes de volcar mi basura?

Alice no respondió a su pregunta, al menos no inmediatamente. Su mirada se clavó en un trozo de papel.

Lo cogió, lo desplegó y, al descubrir la fecha que figuraba en él, le dijo al dependiente:

—Sí, tiene un inmenso valor sentimental.

Capítulo 17

Daldry subía la escalera de puntillas. Al llegar delante de su puerta, se encontró con un frasco de cristal y un pequeño sobre encima del felpudo. En la etiqueta del frasco estaba escrito «Estambul», y en la carta adjunta ponía: «Yo, al menos, he mantenido mi promesa…»

Daldry quitó el tapón, cerró los ojos e inspiró el perfume. La nota de salida era perfecta. Con los ojos cerrados, se imaginó bajo el follaje de los ciclamores que bordeaban el Bósforo. Tuvo la impresión de subir por las callejuelas escarpadas de Cihangir, de oír la voz clara de Alice cuando lo llamaba porque no subía lo bastante rápido. Sintió el olor suave de un acorde de tierra, de flor y de polvo, del agua fresca que corre por la piedra gastada de las fuentes. Oyó los gritos de los niños en los patios sombreados, la bocina de los vapores, el chirrido de los tranvías en la calle Isklital.

—Lo ha logrado, ha ganado su apuesta, querida —suspiró Daldry al abrir la puerta de su piso.

Encendió la luz y se sobresaltó al descubrir a su vecina, sentada en un sillón, en medio del salón.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó al dejar su paraguas.

—¿Y usted?

—Bueno, pues —dijo Daldry muy bajito—, por extraño que pudiera parecer, vuelvo a mi casa.

—¿No estaba de vacaciones?

—En realidad no tengo un empleo, así que, ¿sabe?, las vacaciones…

—No es por hacerle un cumplido, pero es mucho más bonito que lo que veo desde mi ventana —dijo Alice al señalar el gran lienzo, que estaba colocado sobre su caballete.

—Debe de serlo, sobre todo si lo dice alguien que vive en Estambul. Perdone esta pregunta completamente secundaria, pero ¿cómo ha entrado?

—Con la llave que se encontraba al fondo del bolsillo de su impermeable.

—¿Lo ha encontrado? Mejor. Es un impermeable que me gusta mucho y hacía dos días que lo buscaba por todas partes.

—Estaba colgado de mi perchero.

—Eso explica que no lo encontrara.

Alice se levantó del sillón y avanzó hacia Daldry.

—Tengo una pregunta que hacerle, pero debe prometerme que la responderá sin mentir, ¡para variar!

—¿Qué quiere decir eso de «para variar»?

—¿No tenía que estar de viaje con una encantadora acompañante?

—Mis planes han quedado anulados —farfulló Daldry.

—¿Su acompañante se llama Carol?

—Claro que no, no me he cruzado con su amiga más que dos veces, y siempre en su casa: cuando irrumpí como un salvaje, y cuando tuvo fiebre. Y una tercera, en el bar de la esquina, pero ni siquiera me reconoció, así que ésa no cuenta.

—Creía que habían ido juntos al cine —preguntó Alice avanzando un paso.

—Bueno, de acuerdo, a veces es verdad que he mentido, pero sólo cuando era necesario.

—Y era necesario decirme que había congeniado con mi mejor amiga.

—¡Tenía mis razones!

—¿Y ese piano contra la pared? Creía que era la vecina de abajo quien tocaba…

—¿Ése? ¿Ese viejo trasto que recogí de un comedor de oficiales? Yo a eso no lo llamo piano… Bueno, entonces, ¿su pregunta era…? Y, sí, le juro que diré la verdad.

—¿Estaba usted el 23 de diciembre pasado en la escollera de Brighton?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Porque en el otro bolsillo de su impermeable se encontraba esto —dijo Alice tendiéndole el ticket.

—No juega limpio con esa pregunta, ya que conoce la respuesta —dijo Daldry mirando al suelo.

—¿Desde cuándo? —preguntó Alice.

Daldry inspiró profundamente.

—Desde el primer día en que entró en esta casa, desde la primera vez que la vi subiendo esa escalera, y el problema no ha dejado de empeorar.

—Si tenía esos sentimientos hacia mí, ¿por qué hizo lo imposible para alejarme de usted? Ese viaje a Estambul no buscaba otra cosa, ¿verdad?

—Si esa vidente hubiese elegido la luna en lugar de Turquía, me habría portado mejor. ¿Me pregunta por qué? No se imagina lo que representa para un hombre que ha recibido mi educación darse cuenta de que está volviéndose loco de amor. En toda mi vida nunca he temido a nadie como la he temido a usted. La idea de quererla tanto me hacía que tuviese más miedo que nunca a parecerme a mi padre, y por nada en el mundo le habría impuesto semejante pena a la mujer que amo. Le estaría particularmente agradecido de que olvidara en el acto todo lo que acabo de decirle.

Alice dio un paso más hacia Daldry, puso un dedo en su boca y le murmuró al oído:

—Cállese y béseme, Daldry.

• • •

En las primeras horas del día, la luz que atravesaba el lucernario los despertó a ambos.

Alice preparó un té, Daldry se negaba a salir de la cama mientras no le prestase una ropa decente, ni hablar de ponerse la bata que le había propuesto.

Alice dejó la bandeja sobre la cama y, mientras Daldry untaba de mantequilla una tostada, ella le preguntó en tono pícaro:

—Sus palabras de ayer, que he tenido que olvidar porque le hice esa promesa, ¿no serán un nuevo ardid por su parte para seguir pintando bajo mi lucernario?

—Si lo duda, aunque sea un instante, estaría dispuesto a renunciar a mis pinceles hasta el fin de mis días.

—Eso sería un auténtico desastre —respondió Alice—, sobre todo teniendo en cuenta que fue al decirme que pintaba sus cruces cuando me enamoré de usted.

Epílogo

El 24 de diciembre de 1951, Alice y Daldry volvieron a Brighton. Se había levantado viento del norte y esa tarde hacía un frío terrible en el Pier. Los puestos de los feriantes estaban abiertos, excepto el de una vidente, cuyo carromato había sido desmontado.

Alice y Daldry se enteraron de que había muerto en otoño y que, a petición suya, sus cenizas habían sido esparcidas en el mar, al final de la escollera.

Acodado en la barandilla y mirando a alta mar, Daldry estrechaba a Alice contra sí.

—Nunca sabremos, pues, si era ella o no la hermana de su Yaya —dijo pensativo.

—No, pero ¿qué importa eso ahora?

—Pues yo creo que tiene su importancia. Supongamos que fuese la hermana de su niñera, entonces no «vio» su porvenir realmente, quizá la hubiera reconocido… No es igual.

—Es usted de una mala fe increíble. Ella vio que había nacido en Estambul, predijo el viaje que haríamos, calculó las seis personas a las que debía conocer, Can, el cónsul, el señor Zemirli, el anciano maestro de Kadköy, la señora Yilmaz y mi hermano Rafael, antes de poder encontrar a la séptima persona, el hombre que más me importaría en mi vida, usted.

Daldry cogió un cigarrillo y renunció a encenderlo, el viento soplaba demasiado fuerte.

—Sí, bueno, la séptima…, la séptima —refunfuñó—. ¡A condición de que dure!

Alice notó que el abrazo de Daldry se estrechaba más.

—¿Por qué? ¿No es ésa su intención?

—Sí, por supuesto, pero ¿es la suya? No conoce todavía todos mis defectos. Quizá con el tiempo no los soporte.

—¿Y si no conociera todavía todas sus cualidades?

—Ah, en efecto, no había pensado en eso…

— FIN —

Agradecimientos

Gracias a

Pauline, Louis y Georges.

A Raymond, Danièle y Lorraine.

A Rafael y Lucie.

A Susanna Lea.

A Emmanuelle Hardouin.

A Nicole Lattès, Leonello Brandolini, Antoine Caro, Brigitte Lannaud,

Elisabeth Villeneuve, Anne-Marie Lenfant, Arié Sberro, Sylvie Bardeau,

Tine Gerber, Lydie Leroy, y a todo el equipo de Éditions Robert Laffont.

A Pauline Normand, Marie-Ève Provost.

A Léonard Anthony, Sébastien Canot, Romain Ruetsch, Danielle Melconian,

Katrin Hodapp, Laura Mamelok, Kerry Glencorse, Moïna Macé.

A Brigitte y Sarah Forissier.

A Véronique Peyraud-Damas y Renaud Leblanc, del centro de documentación del Museo de Air Francia,

A Jim Davies, del Museo British Airways (BOAA).

Y también a

Olivia Giacobetti,

A Pierre Brouwers, Laurence Jourdan, Ernest Mamboury, Yves Ternon, cuyas obras han iluminado mis búsquedas.

Marc Levy
(Boulogne-Billancourt, 1961) es el autor más leído en Francia. A los dieciocho años ingresa en la Cruz Roja como socorrista, donde trabaja durante ocho años. En 1984 se traslada a Estados Unidos y funda una empresa especializada en imagen digital. Nueve años más tarde vuelve a París para abrir un despacho de arquitectura. Su vida cambia cuando, a los treinta y nueve años, escribe un libro para su hijo. En el año 2000 publica su primera novela,
Et si c’était vrai
. El resultado es fulminante: se convierte en un
bestseller
, se traduce a 38 idiomas y Dreamworks la convierte en una exitosa película. También es autor de
Où es-tu?, Sept jours pour une éternité…, La prochaine fois, Vous revoir, Les enfants de la liberté, Mes amis mes amours, Las cosas que no nos dijimos
(Planeta, 2009),
El primer día
(Planeta, 2010) y
La primera noche
(Planeta, 2011).

Con más de 26 millones de ejemplares vendidos y traducido a 45 idiomas, Marc Levy es un referente indiscutible de la literatura contemporánea.

Notas

[1]
Campaña de bombardeos masivos de la Luftwaffe llevada a cabo entre 1940 y 1941.
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[2]
Taxi colectivo.
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[3]
Pescado del Bósforo.
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[4]
Mansión familiar otomana.
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