La puerta oscura. Requiem (4 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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Pero no es suficiente. Su desarrollado olfato le permite seguir igualmente el tentador avance del individuo, cada pisada de su víctima atraviesa sus afinados oídos.

No puede más, siente que va a estallar.

El hombre ya ha cruzado por delante de él, y ahora empieza a alejarse.

Un poco más, eso es todo. Tiene que aguantar un poco más. Jules no respira, no atiende, no escucha. Solo cuando el tipo ha desaparecido de su vista, abandonando el callejón, se permite aflojar su propia represión. Jules suelta un aullido, su esencia salvaje aflora sin control, palpita en cada poro de su piel infecta. Salta, aterriza en medio de la calzada estrecha buscando una presa. Cualquier ser vivo que aparezca en ese momento no tiene ninguna posibilidad. La conciencia humana del chico aún se atreve a rezar para que no sea una persona.

Jules Marceaux descubre un perro vagabundo que merodea metiendo el hocico entre cubos de basura. Se aproxima con lentitud, al acecho. Para cuando el animal detecta la presencia sobrenatural cerniéndose sobre él, ya es tarde, está acorralado y solo puede encogerse gimiendo contra una pared. Ocurre todo muy rápido, la sombra sobre el perro, el gruñido, la dentellada brutal que le abre de cuajo la garganta, la salpicadura tibia sobre el rostro ido de Jules. La succión afanosa.

Y la duda. ¿Será suficiente?

El muchacho no se ha desprendido por completo de su pasado, los últimos destellos humanos le alcanzan como una advertencia: debe superar la noche.

Capítulo 2

Concluida la misa —la capilla había resultado insuficiente para albergar a los asistentes—, la gente avanzaba en comitiva hacia la zona del cementerio de Pere Lachaise donde se encontraba la sepultura familiar en la que sería enterrado Dominique. Habían acudido, entre otros, los conocedores del secreto de la Puerta Oscura, incluso Marcel, Daphne y Edouard como acompañante inseparable de Mathieu. Todos excepto Jules Marceaux, una ausencia que no había pasado desapercibida para ellos.

Tal como acababa de señalar el sacerdote en su homilía de despedida, nada había más triste que el final prematuro de una vida joven, y las lágrimas habían brotado con profusión entre los asistentes al funeral. Los padres se mostraban inconsolables en el dolor por la pérdida de su único hijo, asistidos por otros parientes también muy afectados.

Pascal estaba destrozado. Aunque su rango de Viajero le exigía no perder la perspectiva, se vio incapaz de ello. Solo le apetecía llorar y rebelarse contra los acontecimientos.

Al menos se obligó a hablar con Michelle.

—¿Y Jules? —le susurró discretamente, mientras caminaban siguiendo el coche fúnebre que trasladaba el ataúd con los restos mortales de su amigo—. No lo he visto durante la ceremonia.

Ella lo miró haciendo un esfuerzo, ambos con los ojos enrojecidos.

—No ha venido. Me he cruzado con sus padres —se secó las lágrimas con un pañuelo de papel—, y me han dicho que ha debido de madrugar mucho, que cuando ellos se han despertado ya no estaba en casa.

—Qué raro —Pascal, pálido y ojeroso, arrastraba los pies con las manos en los bolsillos del traje oscuro que se había puesto para la ocasión— que salga de casa tan pronto, con lo que le molesta la luz del día. Pero lo que no entiendo es que no haya venido.

—No es propio de Jules —ella clavaba los ojos con preocupación en las coronas de flores que adornaban el vehículo de la funeraria—. Algo ha debido de ocurrir.

—Dios. ¿Es que ni siquiera vamos a tener una tregua para enterrar a nuestro amigo en paz? Empiezo a odiar la Puerta Oscura… Nunca pensé que echaría de menos mi vida de antes, pero…

—Será mejor olvidar el pasado —sugirió Michelle con gesto ausente—. Eso no nos devolverá a Dominique. No sirve de nada.

—¿Entonces?

—Se trata de proteger lo que todavía está en juego, Pascal. Hay que salvar a Jules. No disponemos de tiempo ni siquiera para duelos. Estar de luto es un lujo fuera de nuestro alcance.

Pascal había asentido. Aunque el luto, en realidad, le importaba poco; él ya había decidido aprovechar su próximo viaje al Más Allá para despedirse de Dominique… en persona. Se lo debía.

Pronto, el desfile de personas se detuvo tras el vehículo negro que cargaba el féretro. Llegaba el último trago, el peor. La madre de Dominique no tardó en agarrarse a la caja de madera, negándose al momento definitivo en que dejaría de poder contemplar el cuerpo de su hijo para siempre.

Algunas personas se aproximaron a ella y, con delicadeza, la apartaron del ataúd. El proceso tenía que seguir su curso.

* * *

Jules, con un aspecto visiblemente desmejorado, contemplaba el entierro desde una distancia prudente. Se protegía los ojos del resplandor diurno con unas gafas de sol. Oculto tras unos árboles, con el semblante demacrado, la ropa manchada y arrugada, el pelo en desorden y una tonalidad lívida en la piel, parecía un demente tras una crisis extrema. Y, en cierto modo, así era. Aquella imagen era mucho más certera de lo que habría podido sospechar.

Su primera intención, tras la noche de pesadilla que acababa de padecer, había sido huir, fugarse. Buscaba una lejanía que le impidiese acercarse a sus seres queridos convertido en un monstruo. Y es que ya era tarde para todo, ni siquiera su empeño absurdo en encontrar a su bisabuela en el Más Allá tenía sentido ante aquel brusco giro en sus circunstancias. Pero no había sido capaz de desaparecer tan pronto, necesitaba despedirse de Dominique; el breve tiempo que habían compartido vinculados por la Puerta Oscura había forjado entre todos ellos una relación especial, intensa, cómplice.

Quería decir adiós a Dominique, una víctima más en esa espiral de peligros que había desatado la apertura de la Puerta. Pero una víctima que al menos podría descansar en paz, un privilegio que a él le estaba vedado.

A aquellas alturas, ni siquiera el suicidio era una opción para Jules. Ya no, estaba demasiado contaminado. Lo único que conseguiría así sería adelantar su retorno desde la tumba, transformado en un no-muerto.

La situación se había vuelto insostenible para él en cuestión de horas. A juzgar por lo sucedido, el proceso vampírico se iba precipitando a una desoladora velocidad. Sí, aún no se había producido su culminación, Jules todavía recuperaba las riendas durante el día —cada vez más debilitado— y, a pesar del claro dominio de los instintos maléficos, a lo largo de las horas de oscuridad continuaba escuchando —frágil, apagada— su auténtica voz. Pero ¿cuánto duraría aquel desproporcionado pulso?

Pascal jamás lograría volver de su viaje —si es que tenía éxito— antes de que los últimos vestigios humanos de Jules se hubieran consumido por completo. Por eso debía desaparecer. Sin pérdida de tiempo. Tal vez la soledad le ayudase a asumir su siniestro destino. Al menos le ahorraría la vergüenza cuando sus manos comenzasen a mancharse de sangre humana… y el bochorno por haber enviado a su amigo a una misión que nacía inútil, baldía. A lo mejor su ausencia imprevista, pensó Jules en medio de su culpabilidad, evitaba que Pascal se embarcase en el nuevo viaje.

El chico dedicó unos instantes más a observar cómo los empleados del ayuntamiento iban introduciendo el ataúd con los restos de Dominique en la sepultura.

—Adiós, Dominique —susurró apenado—. Hasta pronto.

Sintió unas lágrimas resbalar por su mejilla, y constatar que aún podía llorar supuso para él un repentino alivio, a pesar de ser muy consciente de que ni siquiera ese «hasta pronto» era real. Nunca se encontrarían, Jules jamás lograría pisar esa Tierra de la Espera de la que tanto les había hablado Pascal. Su horizonte ofrecía un matiz mucho más oscuro.

A continuación, miró a sus amigos, a su querida Michelle, a Pascal, a Mathieu. Vio también a los demás, todos muy afectados. Incluso distinguió a sus padres, lo que le encogió el corazón. Aquello era demasiado. Comenzó a llorar sin disimulos. Se apoyó en uno de los árboles, sintió el torrente de las lágrimas como un caudal que limpiaba. Quiso acercarse, necesitaba un abrazo. Un último abrazo.

Tuvo que hacer acopio de toda su determinación para no ceder a la tentadora alternativa. Si se dejaba llevar, ya no se iría. No se lo consentirían. Y la noche siguiente podía cometer cualquier atrocidad contra ellos. No. Su plazo había terminado y se abría para él un difuso período de tinieblas.

Continuó mirando, envuelto en una intensa melancolía. Quería retener cada detalle, por insignificante que pudiera resultar, intuyendo que aquella era la última imagen que su memoria atesoraría de sus amigos, de su gente.

Poco después, para no coincidir con la salida de los asistentes al funeral, Jules se forzó a retirarse. Debía encontrar un lugar aislado y protegido donde cobijarse hasta la noche.

* * *

El palacio de Le Marais servía una vez más de escenario para una reunión de los implicados en la Puerta Oscura. Si bien volvía a producirse la ausencia de Jules Marceaux entre los presentes, en esta ocasión resultaba inexplicable. No existía el argumento de la noche, del estado letárgico en que sumía a Jules la oscuridad.

—Han pasado dos horas desde el funeral —advirtió Michelle, muy preocupada—. Y seguimos sin tener noticias de él. ¿Dónde se habrá metido?

—Su móvil da señal, pero no responde —añadió Pascal.

Edouard, no obstante sus propias dudas, se decidió a intervenir.

—A lo mejor no ha estado demasiado lejos —comunicó—. Al menos durante parte de la mañana.

Todos salvo la vidente le miraron, sorprendidos.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Michelle.

—Sabéis que tengo una especial sensibilidad para detectar presencias no vivas —se explicó—, y cada vez la manejo mejor. Algo he percibido en el cementerio, una entidad de otra naturaleza se ha movido cerca durante unos minutos. No sé si habrá sido él…

—Pero Jules no está muerto —objetó Pascal, una aclaración que le pareció fundamental.

—A estas alturas, su condición de no-muerto se va imponiendo —justificó el médium.

Aquellas palabras irritaron al Viajero —a Michelle le habían dolido—, muy irascible después del duro trance de enterrar a Dominique.

—¿Quieres decir que está más muerto que vivo?

—Lo único que digo —se defendió Edouard con suavidad— es que ahora entra dentro de lo posible que, si se aproxima lo suficiente, yo pueda percibirlo. Eso es todo. Pienso que no habría que descartar que sí haya acudido a despedirse de Dominique… aunque no con nosotros.

—¿Y por qué habría hecho eso? —Mathieu no entendía un comportamiento así, se resistía a barajarlo como hipótesis. Daphne, por el contrario, exhibía un semblante concentrado que parecía situarla en una posición más crédula. Ella también había presentido algo durante el funeral.

—No lo sé —reconocía Edouard—. Yo me limito a plantear otra posibilidad. Hay que cubrir todas las opciones.

—Una posibilidad que yo debo apoyar —manifestó por fin la vidente, rompiendo su reflexivo silencio—. Jules arrastra ya un halo oscuro de la suficiente entidad como para que nosotros lo captemos si se mueve cerca. Ahora que sé que Edouard también ha notado lo mismo que yo durante el funeral, no albergo ninguna duda al respecto: Jules ha asistido al funeral, aunque no se ha dejado ver.

—Pero ¿no se supone que le molesta mucho la luz del sol? —Mathieu se dirigía a todos ellos—. Entonces, ¿cómo puede pasarse toda la mañana en el exterior? No acabo de comprender…

—Jules no ha pisado su casa en todo el día, eso sí es indiscutible. En el fondo, no deja de ser una buena noticia —Marcel alimentaba una enorme chimenea incrustada en uno de los tabiques principales del vestíbulo—. Si todavía puede convivir con el sol, nos garantiza que el proceso vampírico no ha llegado a una fase demasiado avanzada.

—Eso no podemos asegurarlo —Daphne, inquieta, se disponía a continuar compartiendo sus propias deducciones—. Tal vez la incompatibilidad con el sol es lo último que se desarrolla por completo tras una mordedura de vampiro, con lo que la marcha de Jules constituye para nosotros todo lo contrario: una señal de alarma.

—¿Qué te hace pensar eso? —al Guardián le extrañó aquel pesimismo en la vidente—. No hay indicios suficientes.

Daphne suspiró, mientras adoptaba una mirada nostálgica.

—Cuando era joven —comenzó sin dirigirse a nadie en particular—, teníamos un perro en casa. Se llamaba Rony, un pastor alemán muy cariñoso. Aún recuerdo con qué impaciencia nos esperaba cada vez que llegábamos de la escuela… —se puso seria—. Acabó enfermando. Rabia.

Todos sabían que aquella enfermedad equivalía a una sentencia de muerte para el animal.

—No hizo falta sacrificarlo —confesó la bruja—. Él mismo desapareció, ¿sabéis? El veterinario nos dijo que se habría desorientado por culpa de su dolencia. Lo estuvieron buscando sin éxito por el peligro que suponía —se quedó en silencio unos segundos—. Pero yo sé que se marchó voluntariamente, chicos. En cuanto Rony intuyó que empezaba a ser un peligro para nosotros, decidió huir lejos, donde poder agonizar sin riesgo para nuestra familia. En un gesto de generosidad casi humana, prefirió morir en soledad y evitarnos el mal trago de tener que acabar con su vida. Se sacrificó —la vidente se contemplaba las manos huesudas, recuperando unos recuerdos nada agradables—. Durante casi un año, seguí convencida de que escuchaba sus ladridos por la noche, me levantaba de la cama para asomarme a la ventana de la habitación, llorando. Tardé mucho en aceptar que ya no volvería.

»Su fuga me había ahorrado, de todos modos, el trauma de ver a Rony convertido en un perro fiero, salvaje, loco. Me evitó la imagen de sus ojos idos que no me habrían reconocido, de su hocico lanzando dentelladas, cubierto de espuma. Me libró de su degeneración terminal.

Todos habían escuchado, impactados. El paralelismo con Jules era evidente, aunque el muchacho ni siquiera podía aspirar a la muerte, en caso de que, en efecto, hubiera escapado para evitar a sus seres queridos el peligro creciente de su compañía. Quizás a agonizar, reflexionaba Daphne, agonizar para siempre sin el consuelo del descanso eterno.

—¿De verdad crees que Jules sería capaz de hacer eso? —interpretó Michelle, hundida.

—Es imposible saberlo —Daphne iba recuperando su entereza—. Pero de algo sí estoy convencida: su desaparición no es una buena señal. Ni para nosotros ni para él.

Mathieu escuchaba. Él también tenía novedades que compartir, pero la trascendencia de lo que se estaba discutiendo aconsejaba esperar.

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