Con la ayuda de algunos trucos que calmaban las agitadas aguas de la mente, Karuth pudo adormilarse de nuevo, hasta que un criado llegó para despertarla. Sólo cuando se dirigía a desayunar junto a la hermana Fiora recordó lo que había estado flotando en la periferia de su conciencia, justo antes de levantarse, y se preguntó por qué razón, después de tantos años, había escogido aquella ocasión para soñar con Ygorla Morys.
Zarparon al cambiar la marea, justo antes del mediodía, dejando atrás el festivo puerto y el ruido y bullicio de las multitudes, para adentrarse en la brillante calma del mar abierto. Era una mañana perfecta y Karuth, que permanecía junto a la borda del barco viendo el agua deslizarse resplandeciente bajo la quilla, se compadeció de Tirand, que nunca había sido buen marinero y que ya estaba confinado bajo cubierta, mareado. Había rechazado su ayuda con mal humor, pues deseaba estar a solas con su malestar, de manera que Karuth se había reunido con un grupo de hermanas que, como ella, nunca habían estado en la Isla de Verano y que escuchaban los entusiastas comentarios que Calvi Alacar hacía del paisaje marino.
Calvi estaba en su elemento. Muy excitado ante la perspectiva de ver su hogar y a su familia, había salido de su habitual caparazón de timidez y describía con entusiasmo las características de la lejana línea costera de Shu, que quedaba semioculta en una neblina por el lado de babor. Karuth escuchó durante unos minutos, protegiéndose los ojos del resplandor del sol en el agua; entonces, de repente, Calvi se giró y señaló excitado la proa de la embarcación.
—¡Allí! —dijo—. Allí está; ¿la veis, apenas visible en el horizonte? Aquélla es la Isla Blanca.
Obedientes, las hermanas se volvieron para mirar, pero, mientras Calvi hablaba, Karuth sintió un profundo estremecimiento que la cogió totalmente por sorpresa; asustada, se recuperó con rapidez y siguió la dirección de las otras miradas. No se veía nada destacable, sólo una mancha sombría que interrumpía la línea entre océano y cielo; pero, cuando la miró, sintió de nuevo el escalofrío inexplicable.
—¿Pasaremos cerca de ella? —No sabía por qué lo había preguntado; era algo que había surgido de repente de algún rincón inquieto de su mente.
Calvi calculó.
—Oh…, diría que pasaremos a unos quince kilómetros de su extremo septentrional —contestó, sin advertir la inquietud de Karuth—. Si estuviéramos navegando en línea recta hacia la Isla de Verano, seguramente ni la veríamos, pero aquí hay una fuerte corriente que hace que merezca la pena el viraje para aproximarse desde el suroeste. Supongo que no habías visto antes la Isla Blanca, ¿no es así? —inquirió sonriente.
—No —repuso Karuth y pensó:
Y no quiero verla ahora
.
—Es una visión familiar para todos los marinos de estas regiones —dijo Calvi con orgullo—. Claro que ahora nadie pone pie en ella. Cuando era pequeño, deseaba ir, pero nunca me lo permitieron. —Hizo una mueca—. Puede que algún día recupere la vieja costumbre y vaya en peregrinación al lugar de la gran batalla de los dioses. Y puede que os convenza a ti y a Tirand para que me acompañéis.
Algo muy profundo en la mente de Karuth se encogió, y se obligó a sonreír rápidamente a modo de respuesta, antes de que su mirada la traicionara.
—Sería… muy interesante.
—Pero no será en esta ocasión. ¡Imagina lo que diría Blis si llegáramos tarde a su ceremonia nupcial! A propósito —prosiguió sin darse cuenta de que algo fuera mal—, ¿dónde está Tirand? No lo he visto desde que salimos del puerto.
Karuth hizo un gesto en dirección a la escotilla que conducía a los camarotes.
—Está abajo, en uno de los camarotes, y no se encuentra nada bien. De hecho —aquello le daría una excusa, pensó, para retirarse, para no tener que ver la Isla Blanca que se acercaba—, tendría que ir a comprobar cómo está y a ver si puedo ayudarlo en algo. —Volvió a sonreír, esta vez de un modo más convincente—. Si me perdonáis…
Se alejó por el puente, guardando el equilibrio con el cabeceo del barco, y bajó rápidamente la escalerilla que llevaba a los camarotes. Al llegar abajo se detuvo para recuperar el aliento y secar la capa de sudor que le bañaba la frente y las palmas de las manos. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué le daba miedo la Isla Blanca? Era ridículo; no había relación posible entre aquella roca desierta y el terror que la había despertado al amanecer, pero no podía dejar de pensar, de manera ilógica, que, de alguna manera, tenían algo que ver.
Un tripulante se acercó apresuradamente por el pasillo en dirección a la escalerilla y se tocó respetuosamente la frente cuando ella se apartó para dejarlo pasar. Su aparición la sacó de su abstracción, y Karuth intentó relajarse. Aquello era ridículo. Estaba dejándose arrastrar por la imaginación hasta un punto en el cual amenazaba con ahogar el sentido común bajo una marea de conjeturas sin fundamento. Debía acabarse, o dentro de poco vería demonios en todos los rincones.
Respiró una vez más lenta y profundamente y, cuando sintió que su pulso por fin se calmaba, se volvió con alivio hacia el camarote de Tirand. Pero, antes de echar a andar, metió la mano en un bolsillo de su cintura y sacó un pequeño anillo de oro que, por puro impulso, había decidido llevar consigo en el último momento antes de abandonar la Península de la Estrella. El anillo se lo había dado hacía mucho tiempo su predecesor y maestro, Carnon Imbro, quien, quizá conociéndola mejor que su hermano y su padre, había sido más consciente de su carácter y de sus inclinaciones instintivas. El anillo tenía incrustadas pequeñas gemas que formaban la estrella de siete rayos símbolo del Caos, y para Karuth siempre había sido algo más que un simple adorno. Quizá fuera un talismán…
Se lo puso en el dedo corazón de la mano izquierda y fue a ver a Tirand.
Ygorla estaba de pie, bajo el gran portal de piedra, mirando más allá del vertiginoso descenso de la gigantesca escalinata, más allá de la bahía, hacia el mar. Sus manos se movían frenéticas, dando vueltas una y otra vez a algo entre sus blancos dedos. Algo dorado brilló a la luz del sol.
—El Sumo Iniciado en persona… —Habló en voz baja, ronca, y en sus ojos brilló una luz desagradable—. Oh, padre. ¡Sería tan sencillo!
—No, hija —la voz de Narid-na-Gost no mostraba censura, pero su tono era implacable—. Esta vez no. —Mostró los dientes al sonreír—. Déjalos que disfruten por ahora. Debes ser paciente, un poco más.
Ella lanzó un suspiró y dejó de girar la insignia dorada entre los dedos; bajó la vista y la enganchó de nuevo en su corpino, preguntándose una vez más si había pertenecido a aquel otro Sumo Iniciado, Keridil Toln. El emblema de un hombre muerto y de un reino fenecido, el emblema del Orden… Ahora era un anacronismo, como lo era quien lo había llevado en otros tiempos con orgullo. Igual que el Círculo, igual que el Matriarcado, igual que el Alto Margraviato.
Sus labios perfectos se curvaron en un gesto de desprecio, y dejó que la abandonara la visión aumentada mágicamente, de manera que el barco con sus velas escarlatas volvió a ser un punto insignificante en el mar, a lo lejos. Había aprendido tantas cosas, aumentado tanto su poder y sus capacidades, que la frustración de tener que contenerse era tan aguda como si le hubieran dado una estocada. De todas maneras, saber lo que podría haber hecho con aquel barco y sus pasajeros, si lo hubiera querido, era un bálsamo para aquella herida. Hasta ahora había sido paciente; podía, como decía su padre, serlo un poco más.
El gesto despreciativo se convirtió en sonrisa cuando habló.
—Son tan débiles.
—Sí. Y nosotros somos fuertes, y cada vez nos hacemos más fuertes. Pero todavía seremos más fuertes —dijo el demonio, acariciándole una mejilla con orgulloso afecto—, y nuestro poder final será superior a todo lo que podrían haber imaginado.
Se adentró en las sombras del portal. Quizá durante un minuto más, Ygorla siguió contemplando el mar y la lejana embarcación que ahora viraba hacia la Isla de Verano. Después dio la espalda al luminoso día y a sus agitados pensamientos, y siguió a Narid-na-Gost por el túnel en dirección al cráter.
L
as llamas de la hoguera se elevaron en la noche a gran altura, desafiando a la primera luna que salía, y provocaron un entusiasta griterío en la multitud que se agolpaba alrededor del palacio del Alto Margrave. Un segundo más tarde, el gran edificio respondió a las llamas, cuando las incontables facetas de cuarzo incrustadas en sus muros atraparon y reflejaron la luz del fuego en un centelleante resplandor, como si fuera una atalaya emitiendo señales a través de las altas lomas de la Isla de Verano. En un promontorio a tres kilómetros de distancia se encendió un segundo fuego, luego otro, y otro, una cadena que iluminaba la isla, mientras desde una elevada torre del resplandeciente palacio tañían las campanas para proclamar y celebrar el matrimonio de Blis Alacar y Jianna Hanmen.
En el gran salón de palacio, espléndido con las llamas de las antorchas y la magnificencia de los trajes ceremoniales, se estaba formando la procesión que llevaría a los invitados de la boda a los jardines, donde el festín nupcial estaba a punto de comenzar. En el espacio cerrado, las aclamaciones que saludaron a Blis y Jianna fueron ensordecedoras, y Karuth, dejándose llevar por la gloria y la excitación del momento, sumó su voz a las demás cuando la pareja vestida con túnicas doradas avanzó por el pasillo abierto entre la multitud. Tras ellos caminaba Calvi, con el rostro iluminado por una sonrisa incontenible, llevando a su madre, la Alta Margravina viuda, cogida del brazo; y detrás seguía una pareja de más edad —los padres de Jianna— y tras ellos Tirand, escoltando a la Matriarca vestida con su velo de plata ceremonial. Karuth vio la sonrisa feliz de Tirand y encontró tiempo para agradecer a los dioses que su hermano estuviera de un humor tan espléndido. La Península de la Estrella pertenecía a otro mundo y podía ser olvidada durante un tiempo; todo lo que quería ahora era sumergirse en aquel espíritu festivo y divertirse…
Alguien le tocó el codo y, al volverse, vio a Lias Barnack que le sonreía.
—Médico y adepto Karuth, ¿puedo disfrutar del honor de acompañaros? —Los ojos del viejo político brillaban con malicia y admiración. Karuth se rió y pensó que, a pesar de su edad, seguía siendo un hombre atractivo… y un granuja.
—El honor será mío, señor —contestó, haciendo una reverencia burlona; colocó su brazo sobre el de Barnack, y se unieron a la procesión. Desde la galería, en el otro extremo del salón, sonó una fanfarria y se abrieron las grandes puertas. Lias subió un poco la voz, para hacerse escuchar por encima de las triunfantes notas.
—Estás encantadora esta noche, Karuth. Has dejado de lado las preocupaciones del mundo por una temporada, ¿eh?
Ella se vio sacudida por una risa reprimida.
—Por un rato, Lias. ¡Y no negaré que me está sentando mucho mejor que cualquiera de mis remedios!
—Como debe ser. La vida es demasiado corta para despreciar sus placeres. Lo cual me recuerda… ¿Podremos escuchar una muestra de tu talento durante las celebraciones de esta noche? —inquirió, señalando el broche que ella llevaba prendido al lado de la insignia de adepto en el pecho—. Es una rara ocasión tener entre nosotros a una Maestra de las Artes Musicales.
Las mejillas de Karuth enrojecieron y casi lamentó haberse puesto el broche, del que privadamente se sentía tan orgullosa.
—Bueno, el Alto Margrave me ha pedido que toque una pieza. Es un honor que me halaga.
—Tonterías; somos nosotros quienes nos sentimos muy halagados al tener la oportunidad de escucharte. ¡Es un raro placer para nosotros, ignorantes sureños!
Karuth se rió de la broma. Mientras otros se colocaban tras ellos y la procesión salía por las grandes puertas, unos ojos de color avellana contemplaban la espalda de Karuth con un súbito interés burlón; el observador se llevó una mano al hombro para tocar un broche idéntico al de Karuth. Así que aquélla era la hermana del Sumo Iniciado. Mayor de lo que había imaginado y bastante atractiva, aunque no era una belleza en el sentido clásico. Unas cejas castañas se arquearon ligeramente bajo el ala de un sombrero demasiado adornado, y el observador se preguntó si ella se merecería aquel rango en el gremio de la Academia o si sencillamente habría sido un honor político. Quizá más tarde lo descubriría. O quizá, pensó con irónico regocijo, podría realizar una investigación a su manera.
Tirand se sorprendió cuando, en una pausa momentánea, se dio cuenta de que estaba disfrutando plenamente la fiesta. Se había terminado el banquete nupcial y, desde hacía una hora, los invitados danzaban en el mullido césped de los jardines de palacio. Tirand nunca había sido un buen bailarín, pero, persuadido por Karuth y la Matriarca, se había unido a los bailes más vivos, en los que no hacía falta ni mucha elegancia ni mucha coordinación, y pronto descubrió que sus inhibiciones se derrumbaban ante la exuberancia de la ocasión. También ayudaba el hecho de verse libre por una vez de deberes oficiales, porque, para su alivio, Blis Alacar no le había pedido que solemnizara el casamiento. Se creía que ser casado por un pariente cercano traía buena suerte, por lo que el Alto Margrave había escogido a su primo mayor en segundo grado, un adepto de quinto rango, para que fuera testigo de los votos sagrados y los encomendara a él y a su novia a los dioses. Así, por una vez Tirand había podido olvidarse del rango y el deber para ser uno más en la multitud que festejaba el hecho.
El baile terminó por fin. Después, cuando los invitados se hubieran repuesto con más comida y hubieran bebido lo bastante para borrar los últimos rastros de formalidad, comenzaría la sesión de danzas realmente tumultuosas, los bailes de la serpiente, de los saltos y de los cruces, para culminar, cuando llegara el amanecer, con el enorme y estrepitoso Doble Círculo, en el que todos debían participar. Hasta entonces, se entretendría a los invitados de manera más tranquila, con una serie de cantantes y músicos.
Al tratarse de una noche cálida y despejada, los recitales se darían en una de las explanadas del palacio, que había sido cubierta con alfombras y cojines para acomodar a la gente. Karuth, todavía ruborizada y sin aliento tras el último baile, se detuvo un instante mientras se encaminaba a la antesala destinada a los músicos y contempló con admiración la escena iluminada por las antorchas. La gente iba ocupando sus sitios sobre la hierba; en el extremo más alejado vio a Tirand y a la Matriarca, seguidos por un grupo de jovencitas que sin duda esperaban llamar la atención del deseable Sumo Iniciado. Karuth sonrió maliciosamente y, volviéndose, llamó al criado que la seguía con su manzón y atravesó las puertas abiertas para entrar en la antesala. Encontró un lugar donde sentarse, despidió al criado y comenzó a afinar el instrumento de siete cuerdas. Una cuerda se resistía tenaz a sus esfuerzos por afinarla a la perfección, y, tras tocar rápidamente varias notas y arpegios e intentar entre uno y otro corregir el defecto, sacudió la cabeza irritada. Podía ser culpa suya —había bebido varias copas de vino y demasiado alcohol podía embotar la finura de oído—, pero era más probable que el instrumento estuviera expresando sus quejas por el descuido que había soportado durante los últimos meses. Debería haber engrasado el mástil más a menudo, y pulido la caja de resonancia; sobre todo, debería haber tocado aquel maldito trasto, aunque sólo fuera unos minutos, al menos una vez al día, en vez de en ocasiones aisladas y cada vez menos frecuentes. Hizo otro delicado ajuste y escuchó el armónico con atención. Maldita sea, otra vez estaba mal…