Read La prueba del Jedi Online
Authors: David Sherman & Dan Cragg
Pero Tonith no tenía un aspecto muy bélico. Su altura por encima de los dos metros, su físico patéticamente delgado y su piel amarillenta le daban el aspecto de un cadáver. Su rostro alargado, equino, y sus ojos negros, hundidos en una cabeza semejante a un cráneo, reforzaban ese aspecto cadavérico que producía sobresaltos a cualquier tripulante que se topara con él de repente en cualquier pasillo oscuro de la
Corpulentus
, su nave insignia.
El Conde Dooku había reclutado a Tonith para liderar la fuerza enviada contra Praesitlyn debido a su demostrada habilidad de estratega. Dirigir un ejército de androides era considerado más como un juego que como un combate real. Los soldados vivos sangraban y morían, debían ser alimentados, sufrían dilemas morales, conocían el miedo y todas las demás emociones comunes a los seres pensantes. Y aunque algunos podían creer que no era muy distinto utilizar un ejército de androides para infligir dolor y muerte en vez de tropas compuestas por seres inteligentes, Tonith no sólo contemplaba un campo de batalla sin derramar una sola lágrima, sino que encontraba sentido, significado y un sublime propósito en la destrucción de sus enemigos.
Pors Tonith no sólo tenía el aspecto de un cadáver, sino que en su interior, allí donde otros seres tenían conciencia, estaba muerto.
Nejaa Alción estaba realizando ejercicios de estiramiento cuando Anakin Skywalker entró en la zona de entrenamiento.
—Espero que estés preparado para un buen ejercicio —dijo Alción a modo de saludo.
—Tras todo el ejercicio que le he obligado a hacer a mi cerebro, estoy más que preparado para un poco de entrenamiento físico, Maestro Alción —replicó Anakin—. Siento la necesidad de desahogarme con quien sea.
Alción rió y realizó un último estiramiento, antes de extraer el sable láser de su cinturón.
—Antes de que intentes dar una paliza a alguien, será mejor que relajes los músculos o acabarás demasiado dolorido como para defenderte siquiera. —Sonrió—. O quizá sea eso lo que quieres, estar demasiado dolorido como para ir mañana a la biblioteca.
—Hice los ejercicios de estiramiento mientras venía —replico Anakin, quitándose la capa y empuñando el sable láser.
Alción luchó mucho mejor que el primer día, pero también Anakin. Al final, el Maestro Jedi le dedicó una reverencia al padawan.
—Lo has hecho muy bien. Necesitaba un compañero de entrenamiento más de lo que suponía —sacudió la cabeza con tristeza. ¿Quién habría supuesto que un simple padawan podría vencerme con el sable láser? ¿Repetimos mañana?
—Lo ansío más de lo que lo ansiaba hoy —respondió Anakin con una amplia sonrisa.
Al día siguiente volvieron a enfrentarse, y al otro, y al otro. Cada día ambos mejoraban, y cada día se sorprendían mutuamente con nuevas fintas y nuevos trucos.
Tras los primeros días, no se despedían al terminar el combate sino que se sentaban y hablaban. Al siguiente día hablaban algo más. Y dos días después cenaron juntos.
—Obi-Wan habla muy bien de ti, ¿sabes? —comentó Alción mientras se relajaban a los postres.
—¿Conoces a Obi-Wan? —preguntó Anakin, sorprendido.
—Somos viejos amigos —reconoció Alción—. Obi-Wan es un genio y muy poderoso en la Fuerza. Creo que algún día se convertirá en miembro del Consejo Jedi. Eres afortunado por tenerlo de Maestro.
El pecho de Anakin se hinchó de orgullo, pero se desinfló rápidamente:
—Quizá sea demasiado importante.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alción, extrañado.
—A veces cree que mi progreso es demasiado lento. Quizá sea demasiado importante y, por tanto, está demasiado ocupado para entrenarme apropiadamente.
Alción lanzó una risotada que hizo que los comensales cercanos girasen sus cabezas para mirarlo. Pero al ver que era un Jedi, sus expresiones de desaprobación desaparecieron y volvieron a concentrarse en sus propias comidas y conversaciones.
—Quizá tú seas demasiado impaciente. Pero creo que tu progreso no es todo lo rápido que podría ser porque estás demasiado ocupado librando una guerra. Lo que necesitas es que esta guerra acabe. Entonces te sorprenderás de lo rápidamente que se reconocen tus progresos.
—¿De verdad lo crees?
—Estoy tan seguro como lo estoy de que nadie ha impresionado tanto a Obi-Wan con su potencial como tú.
—Entonces, ¿por qué sigo siendo un padawan? —preguntó Anakin meneando la cabeza—. ¡Estamos en medio de una guerra y podría hacer mucho más para ayudar a ganarla! ¡Soy lo bastante bueno para realizar misiones pequeñas, o para combatir a las órdenes de alguien, pero no lo bastante bueno para llevar yo la misión!
—¡Oh, eres lo bastante bueno! —admitió Alción—. Te he visto en acción estos últimos días y te he escuchado, y creo que, desde luego, eres lo bastante bueno.
Anakin alargó su mano artificial y la cerró en el brazo de Alción.
—¿Hablarás al Consejo por mí, Maestro Alción? —preguntó.
—Anakin, ahora mismo el Consejo sólo me escucharía para votar contra cualquier propuesta que yo hiciera —Alción se encogió de hombros—. No, hablar en tu favor sería contraproducente. Estoy seguro que el Consejo es consciente de tus habilidades. Empezarás tus pruebas cuando estés preparado, Anakin.
—Ya lo veremos —replicó Anakin Skywalker, poco convencido.
La suerte, sea buena o mala, es el gran factor desconocido en toda guerra. A menudo el resultado de las batallas, el destino de mundos enteros, acaba decidiéndolo la suerte.
Y, de una forma u otra, fue la suerte la que hizo que el teniente Erk H'Arman, de las fuerzas de defensa de Praesitlyn, estuviera de patrulla en su caza estelar Torpil T-19 a lo largo de la costa sur del continente donde estaba situado el Centro de Comunicaciones Intergalácticas. Cuando comenzó la invasión, él se hallaba, concretamente, a unos 150 kilómetros del Centro. Volaba con su compañero de escuadrilla a 650 kilómetros por hora, a una altura de veinte mil metros. Para el Torpil T-19, esa velocidad era casi como estar inmóvil.
—Parece que abajo tenemos una tormenta de arena —comentó el alférez Pret Strom, el compañero de Erk. Ningún piloto se molestó en escanear con los instrumentos de vigilancia el terreno bajo la rugiente tormenta. Una tormenta era una tormenta, algo que ya habían visto muchas veces—. No me gustaría tener que realizar un aterrizaje forzoso en esa cosa.
Los pilotos de caza estelar consideraban que volar dentro de los límites de la atmósfera era la peor forma posible de desperdiciar sus habilidades, y los dos estaban convencidos de que haber sido destinados a las fuerzas de defensa de Praesitlyn era un castigo por alguna infracción sin especificar. No era el caso, por supuesto, sino la suerte dictada por el sistema de asignaciones de destino: habían salido sus números, eso era todo. Y, en el fondo, lo sabían perfectamente. Pero si unos pilotos temperamentales como Erk y Pret no podían mostrar de lo que eran capaces y derrotar a toda la flota separatista, siempre podían quejarse de estar siendo infrautilizados por sus comandantes.
Volar en un caza de combate de alto rendimiento en un medio ambiente atmosférico es muy distinto a pilotar la misma máquina en el vacío del espacio, pero la verdad es que requiere una habilidad igualmente impresionante. En la atmósfera, un piloto se ve sujeto a fuerzas g, a la fricción del aire —tanto su máquina como él mismo— y a averías provocadas por criaturas capaces de volar a gran altitud y que pueden ser succionadas por los motores del caza..., por no mencionar lo que podría pasar si una bandada de esas cosas penetrase en la cabina mientras la nave se desplaza a mil kilómetros por hora.
Lo peor de combatir dentro de la atmósfera de un planeta es que, muy a menudo, no pueden utilizar la gran velocidad y maniobrabilidad de sus naves porque la mayoría de sus misiones son para ofrecer apoyo logístico a las fuerzas terrestres. Y en esas misiones debían prescindir hasta de las insignias y dibujos coloristas con que solían decorar sus naves, ya que si en el espacio tenían a su disposición todo tipo de medidas, electrónicas o de otro tipo, para camuflar sus aparatos, en la atmósfera debían ser invisibles a ojos de posibles vigilantes; así que iban pintados con una sustancia de autocamuflaje que los ocultaba a los observadores terrestres y a las naves que volasen a mayor altitud, camuflándose contra el cielo de arriba o la tierra de abajo.
Erk y Pret eran algo más que buenos pilotos capaces de volar en cualquier condición. Otros podían ser igual de buenos que ellos y tan capaces de dominar la "ciencia" del vuelo, de hacer el mismo número de aterrizajes y despegues, de demostrar sus excelentes reflejos o de mantener el contacto con sus naves mientras volaban, atentos a cualquier anomalía en sus sistemas de a bordo. Pero los pilotos como Erk y Pret eran grandes pilotos que "se vestían" con sus cazas como si éstos fueran unas botas viejas y cómodas, como si fueran una segunda piel; para ellos, sus máquinas eran una extensión de sus propios cuerpos y voluntades. En resumen, dominaban el "arte" del vuelo.
—Aborrezco aterrizar en cualquier parte de esa maldita roca —dijo Erk soltando una carcajada. Consultó la carta de navegación—. ¡Aquí nada tiene siquiera nombre! Ésta es la "Zona Sesenta y Dos, Continente Sur". Uno diría que podían haberse tomado la molestia de poner nombre a los lugares. Eso de abajo podría ser el "Desierto Delicias", y la base podría ser...
—Aquí JG51, cortad el rollo. Estáis de patrulla. ¡Y, por favor, liberad el canal de guardia! Cambiad a ocho-punto-seis-cuatro.
A mil kilómetros de distancia, muy por encima del océano, otro accidente geográfico sin nombre, la pequeña alférez a bordo de la nave de control JG51, nombre clave "Aguador", sonrió. Conocía muy bien a Erk y a Pret, y sabía que hablaban por el canal abierto para que ella pudiera escucharlos. El canal 8.64 era una frecuencia codificada, una frecuencia que ningún enemigo potencial podía interceptar. Las reglas prohibían estrictamente que los pilotos hablasen por un canal abierto mientras se encontraban de misión, salvo en caso de emergencia; pero nunca había una emergencia porque en Praesitlyn nunca pasaba nada. Y como los turnos de patrulla eran tan aburridos, los jefes de escuadrón solían hacer oídos sordos a las charlas intrascendentes de pilotos tan temperamentales como Erk y su compañero, por mucho que violasen el protocolo militar.
—Recibido. Cambiando a ocho-punto-seis-cuatro —recitó Erk lacónicamente—. Espero que esta noche compartas una cerveza con nosotros, Aguador.
—JG51 ha dicho que cortaras el rollo —interrumpió una potente voz masculina.
—Recibido, señor —replicó Erk, intentando, y fallando, dar a su voz el apropiado tono de contrición.
—¡...acercándose! —gritó la voz femenina un instante después.
—Aguador, repita la transmisión —pidió Erk, frunciendo el ceño. Al cambiar de canales se había perdido la primera parte del mensaje, pero le había parecido oír una nota de pánico en la voz de la controladora.
—¡Blancos! ¡A montones! —gritó Pleth en el mismo instante en que el sistema de alerta de Erk empezaba a zumbar como un loco.
Erk los vio. Un enjambre de tridroides surgía a gran velocidad de la nube de "polvo" que cubría la superficie. Erk se convirtió al instante en una parte más de su caza.
—Preparando armas —informó despreocupadamente. Hizo que su máquina describiera un semi-giro y se lanzó en picado. El T-19 podía llegar a una velocidad de veinte mil kilómetros por hora, pero sabía que no necesitaba tanta velocidad para realizar la maniobra que le había venido instantáneamente a la cabeza.
El caza de Erk se cruzó con la formación de naves enemigas. Varias le dispararon mientras se zambullía hacia la superficie del planeta. Niveló la nave al llegar a los dos mil metros, con el enemigo ahora muy por encima de él y sin blancos a la vista. Su asiento antigravedad impidió con éxito que perdiera el conocimiento. En cuanto los sistemas de armamento se centraron en los cazas enemigos, los cañones láser empezaron a escupir rayos letales desde sus bajos vientres, mientras se aproximaba a ellos desde abajo. Tenía menos de un segundo para apuntar a un blanco y disparar, y las naves enemigas explotaron a su alrededor mientras volvía a atravesar su formación y se elevaba por encima de ellas. Giró de nuevo y volvió a sumergirse entre los cazas, convirtiendo a varios en brillantes bolas de fuego. Había perdido de vista a Pleth.
Desconcertados ante el relampagueante ataque de Erk, los tridroides formaron rápidamente un círculo defensivo a quince mil metros de altura. Erk soltó una carcajada. Ya estaba otra vez bajo ellos, disparando desde muy cerca, haciendo que el primer objetivo estallase y desapareciera bajo el morro de su caza. Continuó ascendiendo, giró y se dejó caer tras otro blanco, que también desapareció, envuelto en llamas.
—¡A tus seis! —le avisó Pleth repentinamente. Descargas de alta energía descendieron desde lo alto, pasando junto a la cabina de Erk. O bien algún caza se había separado del círculo defensivo u otro aparato se había unido a la batalla. Erk realizó inmediatamente un giro inverso, dio plena potencia al motor cuando se encontraba vertical y se alejó en dirección opuesta a la de sus atacantes. Cortó el gas, se dejó caer y les disparó de arriba. Ambos explotaron.
—¡Son demasiados! —gritó Pleth.
—Recibido —contestó Erk tranquilamente.
—...na brecha... Aquí Aguador...
—Repita, Aguador —exigió Erk en respuesta a la confusa llamada del controlador aéreo. Cambio al canal de guardia—. Aguador, repita su última transmisión. —Sabía que en la nave tenía que haber alguien conectado al canal de guardia.
—...penetrando... —replicó una voz femenina, antes de desaparecer en medio de la estática.
Erk volvió a cambiar a la frecuencia normal.
—Volvamos a casa, Pleth. Aguador ha caído. Repito, Aguador ha caído.
Cuando se encontraban a tan sólo 150 kilómetros de la base, Erk descendió hasta volar a pocos metros de la superficie del planeta, donde los cazas enemigos tendrían dificultades para localizarlo entre el accidentado terreno, y aumentó la potencia de sus motores. Llegarían a la base en menos de sesenta segundos, se reunirían con el resto del escuadrón y volverían para acabar con los cazas invasores y las naves de desembarco. ¡Al menos, por fin pasaba algo en Praesitlyn!
Según las cuentas de Erk, había derribado diez cazas enemigos en una refriega que apenas había durado un minuto de principio a fin, un número de bajas impresionante para cualquier piloto. Pero el teniente H'Arman era atrevido cuando tenía que serlo, y precavido cuando la precaución era necesaria, y ahora ésta se imponía. Era hora de volver a la base, rearmarse y regresar a la batalla. No obstante, había estado tan concentrado en aquella pelea que no había tenido tiempo de reunir la suficiente información sobre la fuerza enemiga o sobre sus intenciones.