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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (23 page)

BOOK: La prueba
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Aitor percibió en su sueño que se acercaba a un acantilado sumergido de profundidad incalculable. Al iniciar el descenso apareció una cavidad en la roca que lanzaba destellos anaranjados. ¿Corales luminosos?, pensó. ¿Cómo podía ser?. De acuerdo con las investigaciones de Lesser, tendría que encontrarse en las aguas templadas del Caribe para poder presenciar semejante maravilla natural… Con todo, siguió nadando en dirección a la fuente de los destellos y, en cuanto llegó ante ella, quedó paralizado al percatarse de que el brillo parecía provenir de un doblón de oro bruñido, tan brillante que, al incidir el agua sobre él, emitía múltiples reflejos. Se acercó, recogió la moneda de la arena y permaneció un buen rato agarrotado, doblón de oro en mano, y perplejo. Observó durante un momento eterno cómo, sobre el lugar de donde había sacado la moneda, la arena algo revuelta y los sedimentos se acomodaban para volver a posarse tratando de recobrar la armonía inicial y regresar a su serena acumulación de milenios.

Dubitativo, optó por colocarse la moneda entre uno de los bolsillos internos del traje de neopreno mientras su mano derecha, la que sostenía la lámpara, retiraba el foco de la tierra agitada para elevarlo alumbrando al frente y mostrándole una imagen más sorprendente si cabía que el propio hallazgo de la moneda que acababa de realizar. Lo que se abría ante él no era una cueva, como pudo parecerle en un principio, sino un pequeño túnel excavado en el interior de la roca. Sin detenerse a pensar, sin meditarlo ni un segundo, avanzó a través de él impulsado por el movimiento semicircular de sus piernas, ayudadas de las aletas, y paulatinamente, a medida que progresaba, comenzó a vislumbrar una luz al final que brillaba cada vez con más intensidad. Aquello no podía ser ningún fenómeno natural, pensó, y continuó hacia delante hasta llegar a una gran sala abierta, a una especie de llanura oculta en medio de la montaña submarina que estaba recorriendo y en la que numerosos buzos parecían desarrollar una gran actividad que en un primer momento le dejó confuso. Ahora, en sus sueños o recuerdos —dado su estado de debilidad, no sabía qué era lo que su mente estaba reviviendo—, creía recordar que se trataba de una mina. Sin saber por qué, tal vez por un soplo de su instinto, apagó con prontitud su lámpara y, quieto, reparó en cómo varios buzos recorrían y escudriñaban las profundidades del cañón en busca de algo irreconocible. También había muchas luces que se perdían en la distancia, movimiento de personas y cajas, incluso un considerable despliegue de maquinaria a tal punto que llegó a parecerle como si toda aquella gente trabajara para montar un huerto sumergible o, qué locura, un invernadero bajo el mar. Clavaban estacas y maderas formando pequeños rectángulos, apilaban material, se hacían señas distribuyendo y ordenando la actividad y, de pronto, la sensación de que había sido descubierto y de que se hundía, se hundía, y no podía respirar… Aitor se sacudió sobre el bote dudando, enfrentándose al pertinaz duelo entre sueño y vigilia, entre ficción y realidad, y procuró por todos los medios regresar a la fábrica submarina, volver para averiguar qué era lo que veía.

Le fue imposible. El ruido de los helicópteros sobre su cabeza alborotaba su pelo y su pensamiento. Por más que lo intentó, no logró regresar al fondo del mar.

V
EINTISÉIS

De pronto el fondo del océano se había cubierto de luces blancas, y techos blancos, y paredes blancas, níveas, de un brillo nuclear, y la superficie del bote, sucia de salitre y algas, se había transformado en un lecho blanco y fragante, en una desnuda pero cómoda cama de hospital.

Aitor no estaba consciente del todo, pero algo en el fondo de su mente le decía que estaba a salvo. Notaba manos que le limpiaban, a veces le acariciaban, otras le cepillaban la piel. También acertó a sentir pinchazos, y el tintineo de botellas de cristal pendiendo sobre él y pudo oír voces, muy lejanas, que le llamaban y hablaban de él. «Abre los ojos —se decía—, y veremos entonces dónde estás. Tienes que comprobarlo todo, hay que contrastar la realidad, como haría una buena periodista, como haría mi madre. Solo entonces se verá si deliras o si como crees estás realmente en un hospital».

Pero, por más que lo intentaba, le resultaba imposible hacerlo. No fue capaz de abrir los ojos y siguió soñando, delirando, hablándose a sí mismo y decidiendo no beber el agua que quedaba hasta estar completamente seguro de que se hallaba a salvo.

—Está fuera de peligro —decía una voz que le sonaba familiar, quizá fuera la de Dios. Lo parecía de tan profunda y comprensiva como sonaba.

En realidad, aunque eso Aitor no acertó a adivinarlo, se trataba de Thomas, el padre de Jorge, explicando a Lola los pormenores del estado del náufrago.

—¿Pero cuánto tiempo más lo vais a mantener sedado? —preguntaba ella. Por más que supiera que su hijo estaba a salvo, no podía evitar que todo lo que dijera, aun una semana después de que le hubieran encontrado, sonara roto, desconsolado.

—Como sabes, la mayoría de sus quemaduras eran de segundo grado, pero hubo alguna de tercero que podría haberle resultado extremadamente dolorosa en caso de haber permanecido despierto. En cuanto consiga curarla y no exista riesgo de que se infecte, podremos despertarlo. Hacerlo antes de tiempo sería proporcionarle un sufrimiento innecesario.

—¿Y por lo demás?.

—La deshidratación era severa y, en cuanto a las contusiones en la espalda y nuca y el traumatismo en la cabeza, parece que ha ido recuperándose sin problemas, aunque no es descartable que le quede alguna secuela. Mi recomendación es que lo mantengamos al menos un par de días más en cuidados intensivos hasta ver cómo sigue reaccionando al tratamiento. Lo más lento y problemático son las quemaduras, porque la rehidratación por ahora no ha presentado complicaciones. En cuanto a la medicación, mi opinión es que por ahora, además de los calmantes, prosigamos con el tratamiento antibiótico en el suero para evitar infecciones en las quemaduras.

—Gracias, muchas gracias por mantenerme informada y estar tan pendiente de él. Estoy en deuda contigo —le dijo Lola aferrándose a sus manos con las suyas gélidas y crispadas.

—Tendrías que descansar, deberías irte a casa —insistió Thomas sabiendo lo difícil que le sería convencerla—. Él está en buenas manos, te lo garantizo, y tú tendrás a los niños y el trabajo abandonados. Aquí no puedes hacer nada, y además en la UCI sólo puedes estar media hora por la mañana y media por la tarde. Permanecer aquí es perder el tiempo ahora que ya no hay peligro.

—No, me quedaré —se obcecó ella—. Quiero estar a su lado, no lo dejaré solo. Tengo que estar aquí por si abre los ojos.

V
EINTISIETE

—Papá, soy yo, te llamo desde el despacho. ¿Por qué no bajáis ya de una vez a Aitor a planta?.

A Thomas le entró pereza sólo con oír la voz de Jorge. Era su único hijo, y le adoraba, pero a veces, por mucho que fuera la persona que más quería en el mundo, seguía sin acabar de entender esas maneras suyas tan directas, tan sin rodeos que llegaban a parecerle maleducadas y que, no podía evitarlo, tanto le recordaban al carácter de su madre. Un carácter profundamente español al que, por más que lo intentara, no terminaba de amoldarse.

—No lo voy a sacar de la UCI ni un minuto antes ni un minuto después de lo que su estado exija. No tengo que darte explicaciones precisamente a ti como máximo responsable de la salud de Aitor de cuál es mi decisión —respondió procurando parecer firme y sereno por más que, con tanta gente a su alrededor en el caso de Aitor, ya estuviera comenzando a perder la paciencia—. Lo trajeron la madrugada del domingo día 8 al lunes 9, y desde entonces llevas una semana entera dándome la brasa. Creo que en todos estos días le lo habré repetido mil veces y, aun así, no parece que lo hayas comprendido: lo sacaré en el momento que considere oportuno. Y punto.

—Lo entiendo perfectamente, papá, pero tú también podrías ponerte en nuestro lugar. Desde que apareció Aitor todavía no hemos podido casi ni verle, y no digamos cruzar con él ni una palabra.

—Claro, porque está sedado. En realidad sois una cuadrilla de egoístas, sólo pensáis en vuestra necesidad de tranquilidad al contemplarle y comprobar que está vivo y no en el tiempo que él precisa para recuperarse.

—No, papá, no se trata de nosotros. Ni siquiera de sus hijos —argumentó Jorge serio de pronto—. En quien yo pienso es en Lola.

Ya está, lo había dicho. Había mencionado su nombre y ahora estaba indefenso. Lola era su punto débil en aquel caso, y Thomas sospechaba que Jorge se había dado cuenta, aunque, tal vez, con un poco de suerte, todavía no hubiera adivinado el porqué.

La suya era una amistad antigua, que databa de treinta años atrás, de cuando él era un feliz inglés llegado a Madrid por amor a una española de la que estaba perdidamente enamorado y con la que compartía un hijo. Ella, una periodista que trabajaba sin descanso y compaginaba a duras penas la pasión por el periodismo con el cuidado de sus dos niños, fruto de un dichoso matrimonio con Jon, un ingeniero encantador totalmente entregado a Lola y al cuidado de los niños.

Eran, comprendía ahora Thomas, que conocía mucho mejor el país y tenía la perspectiva suficiente como para valorar cómo era la gente en aquella época, dos parejas atípicas. La cerrazón en que el franquismo había sumido durante tanto tiempo a España hacía que la presencia de cualquier extranjero fuera vista como algo inusual, y no digamos ya un matrimonio mixto entre española e inglés. Que, además, él hubiera dejado su excelente puesto como cirujano en Londres para trasladarse a Madrid a cambio de estar junto a Marina, que hubiera optado voluntariamente por dejarlo todo y trabajar en un hospital mucho menos avanzado en su especialidad y en un país que, por mucha apertura que hubiera, seguía sumido en las consecuencias de la dictadura era calificado por sus amigos como poco menos que una locura.

En cuanto a Lola y su marido, no había todavía por aquel entonces muchas mujeres que trabajaran sin horario, y menos que pretendieran compaginar un oficio tan absorbente como el periodismo con una familia, un par de hijos, un marido. Es más, el traslado de la familia a Madrid estuvo motivado por Lola y debido a un triste asunto que siempre intentaban olvidar. Jon era de los que se ponían el delantal y fregaban los platos y limpiaban tantos culos como hiciera falta, mientras que él, Thomas, con sus pestañas rubias y su altura y su acento extraño, era considerado en su urbanización poco menos que un bicho raro. Por eso congeniaron tan pronto.

Se hicieron excelentes amigos, y sus mujeres también, y un día Jon murió en un accidente de coche funesto y Lola se quedó sola con dos niños pequeños que educar y alimentar. Fue un golpe durísimo. Para todos.

Con la ayuda de familiares, amigos y vecinos, ella pudo proseguir con su trabajo y ocuparse de Aitor y Nacho. En ese sentido, los padres de Roberto, que junto a Aitor y Jorge formaban ya el trío de la muerte y sembraban el pánico con sus petardos entre el vecindario, resultaron una ayuda excepcional. Y también después, cuando Marina enfermó y finalmente, después de una larga agonía, murió.

Recordó a Lola el día del entierro de su mujer. Recordó sus ojos ausentes, perdidos en el infinito bajo su paraguas y la lluvia, y que en ese momento, al verla, pensó que, además del dolor por la muerte de su amiga, estaba también el recuerdo del entierro de Jon, sólo unos cuantos años atrás. Y rememoró también cómo, cuando finalizó el sepelio, todos se fueron acercando para darle el pésame y ella, en cambio, esperó sin prisas al final, a que ya casi no quedara nadie, para abrazarle con un calor especial, sin palabras, únicamente con una sonrisa triste que no podría olvidar. Porque esa misma sonrisa fue la que se instaló en su propio rostro desde entonces.

Supo aquel día lejano que a partir de ese instante serían para siempre amigos, de esos que no necesitan las palabras porque se entienden con mirarse; de los que saben lo que es sufrir de verdad, y cómo el sufrimiento cambia el carácter y te hace más duro y te cincela injusta, sabiamente tal vez, a su modo; de los condenados a «aguantarse» o disfrutarse de por vida porque seguían siendo vecinos y sus hijos, compañeros y camaradas y hasta hermanos. Y supo también que eran dos lobos solitarios volcados en su trabajo y su familia. Cobardes a la hora de volver a sentir amor, pétreos y temerosos del daño que puede este llegar a hacer, de cómo es tan fácil dejarse ir por esa dulce sensación que, a la larga, puede acabar condenándote para siempre, destrozándote la vida sólo porque te atreviste a querer un día.

—¿Papá? —preguntó Jorge, extrañado ante su largo silencio—. ¿Sigues ahí?.

—Está bien —dijo por toda respuesta—. Qué más da un día antes o después, le bajaré a planta. Pero lo hago por Lola, que lo sepas.

—Es una sabia decisión, sabes que se hace la fuerte, pero que está destrozada.

—Sí. Ahora mismo la llamaré para comunicárselo.

—No hace falta, papá, desde hace una semana no se mueve de ahí.

—Y que conste que no te dejaré que me pidas un favor en la vida…

—Oye, venga, no te enfades —le cortó su hijo, y como de pronto estaba contento y feliz, se permitió una burla cariñosa—. Con los años te estás volviendo un viejo gruñón.

—No me cabreo, pero dejad de darme la lata. Tengo que hacer mi trabajo en paz y…

—Sí, sí, lo que tú digas, señor doctor.

V
EINTIOCHO

—¡Ya está en planta! —casi gritó Lola a pesar de la prohibición de no hacer ruido en el hospital. Se la notaba contentísima al otro lado del teléfono.

En su casa todos, al unísono, prorrumpieron en gritos alborozados y aliviados y hasta hubo quien soltó alguna lagrimilla, como Nekane y Jon, que se abrazaban y moqueaban sin ningún disimulo amparados en su condición de niños; o Jimena, que buscó la manga de Roberto para ocultarse y sollozar un poquito, sólo lo justo.

De inmediato, decenas de preguntas se sucedieron ante el teléfono de su piso, conectado al manos libres, pero Lola, en el hospital, con el móvil pegado a la oreja no lograba enterarse de nada debido al barullo que oía y los ruidos propios de la planta, con enfermeras que iban y venían y los pasillos llenos de celadores con camillas o sillas de ruedas.,

—Le han quitado la sedación, podría despertarse en cualquier momento —añadió, pensando que tal vez ellos sí pudieran oírla a ella—. He pensado en quedarme lo que queda del día, hasta la noche, a ver si despierta y después…

BOOK: La prueba
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