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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (31 page)

BOOK: La prueba
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Estas prácticas sexuales de riesgo, seguía explayándose el texto, acostumbran a incluir la participación de una o más personas debido a que va más allá de los límites de lo «seguro, sensato y consensuado». Entre los componentes de la orgía suele ser común utilizar algún tipo de señal convenida para advertir al otro del peligro. En este caso, quien estuviera con el ya difunto debió de intentar salvarle en el último segundo. La información del diario añadía, finalmente, que asfixiófilos extremadamente degenerados suelen desear ser estrangulados hasta la muerte. En este sentido, aludía a varios personajes conocidos tristemente fallecidos por algún percance sucedido en relación con la hipoxifilia, como el célebre caso de Sharon Lopatka, quien por medio de Internet localizó un hombre que tuviera la fuerza suficiente como para llegar a torturarla y matarla mientras realizaban el acto sexual; el cacareado fallecimiento de Stephen Milligan, político británico cuya muerte accidental supuso un escándalo que sacudió los pilares del partido conservador o, más recientemente, el óbito del actor David Carradine.

Martínez tenía de pronto la boca seca, su corazón pegaba tales brincos que podría haberse salido del pecho. Trató de tranquilizarse, pero no pudo evitar pensar que si no manejaban bien esa situación, podría convertirse en el principio de algo mucho más gordo, en la punta de un iceberg que parecía desplazarse en dirección a ellos. El rotativo, volvió a comprobarlo, no ponía el nombre del huésped, pero él sabía que se trataba de su socio mayoritario. Tomó el teléfono, Cardoso descolgó de inmediato:

—¿Qué hacemos? —dijo por todo saludo.

—Yo qué cono sé. Esta cagada nos puede complicar la vida. Y lo peor es que yo también uso de vez en cuando la suite 222. Es una habitación que teníamos alquilada con Puertoareas para asuntos personales, no sólo para llevar chicas, entiéndeme, también para mantener discretas reuniones de trabajo o para invitar a algún compromiso a pasar unos días en Estepona. Ahora no sé cómo puedo evitar que me relacionen con él.

Martínez se puso a pensar a toda velocidad.

—Llama a nuestro contacto con la policía en Estepona para que desvíe la información de los medios de comunicación y nosotros no aparezcamos por ninguna parte.

—Puedo hacerlo, sin problemas, pero a mí eso no me va a salvar el cuello. Los empleados del hotel van a empezar a largar en cuanto aparezcan por ahí los medios de comunicación, y a mí aquí me conoce todo Dios.

—Unta a quien haga falta, usa las reservas para urgencias, que para eso están. Y, en cuanto a los periodistas, habla con ellos si se ponen insistentes y manéjalos como tú sabes hacer. No hace mucho ya demostraste la capacidad que tienes para moverte entre ellos; acabas de hacerlo con el caso del barco y las drogas.

—Lo intentaré, pero no te aseguro nada…

—No lo puedo creer, joder, ¿tenemos comprado a medio pueblo y ahora me saltas con que esto se nos puede ir de las manos?.

—Ya, pero es que todavía hay más.

—Dime. —Martínez recordó aquella frase taurina y se preguntó si debía agarrarse los machos.

—Tenemos a una mosca cojonera preguntando.

—¿Por quién?.

—Por mí.

—¿De quién se trata?.

—De una abogaducha de Madrid, según me han advertido desde Gibraltar y me han corroborado en el club de golf.

—¿Y tú no decías que eras un hombre de acción?. No sé ni para qué me lo preguntas: ocúpate de ella.

C
UARENTA
Y
T
RES

—Jorge —dijo Merche, en un tono de lo más humilde—, hay una mujer que pregunta por Jimena.

—Pásamela —ordenó, pensando qué más podría ocurrir aquel agitado viernes. Todavía no era la hora de irse, no habían dado aún ni las siete de la tarde, y ya estaba cansado de sortear más de un terremoto. Tras unos segundos en silencio, la comunicación se restableció con la nueva comunicante al otro lado del aparato—. ¿Sí?. ¿Diga?.

—¿Podría hablar con Jimena, por favor?. Soy Paloma Blázquez.

—Hola, Paloma, soy Jorge. Jimena no está ahora mismo en Madrid. Un caso la ha llevado a Gibraltar y Cádiz. En unos días, o eso esperamos, regresará. ¿Es algo urgente? —se interesó—. Si quieres, puedo pasarte su móvil.

—No, creo que no es necesario —su voz sonaba extrañamente animosa—, en realidad creo que tengo buenas noticias.

—¿Y eso?.

—No sé si has seguido unas informaciones sobre un hombre que ha muerto tras practicar sexo de riesgo…

—Lo cierto es que sí, lo hice esta mañana en Internet poco después de llegar al despacho. Como acabo de decirte, Jimena, en sus investigaciones, no anda muy lejos de Estepona.

—Verás —se volvió repentinamente vacilante—, sé que puedo resultar algo cínica al mostrarme tan alegre, pero… Es que el protagonista del suceso es mi ex.

—¿Estás segura? —Jorge también se alegró, y se sintió probablemente mucho peor que ella al hacerlo, porque de pronto se percató de que no frenaba su alegría ningún tipo de remordimiento ni pesar—. ¿Cómo lo has sabido?.

—Me llamaron de la Fiscalía de Menores porque, tras lo sucedido, Naia se encuentra en situación de desamparo. Querían saber si tiene familiares cercanos que se puedan hacer cargo de ella porque, de la noche a la mañana, su situación ha cambiado enormemente: carece de padre y sobre su madre pende una orden de alejamiento… Pero estoy contenta —le dijo, aunque parecía más una afirmación para sí misma que para su interlocutor—. La asistente social que se ha hecho responsable de mi hija y se ha puesto en contacto conmigo parecía muy amable y al enterarse de que he pedido el indulto me ha sugerido que solicite medidas cautelares para que, mientras se estudia este, alguien de mi familia pueda ocuparse de Naia, dado que la de Joaquín está demasiado lejos. ¿Tú crees que puede hacerse cargo de ella Jimena, aunque no esté en este momento?.

—Por supuesto, me pongo a ello ahora mismo —le aseguró Jorge, repentinamente servicial—. Dejaré de lado todo lo demás y haré un escrito explicando la situación tan particular de tu hija que entregaré en la Fiscalía de Menores. Haré lo mismo en el Juzgado de Familia y así todo irá más rápido. Yo creo que esta nueva coyuntura puede darle la vuelta a todo este asunto que te trae por la calle de la amargura. La muerte de tu ex en semejantes circunstancias da claramente a entender que era, cuando menos, un depravado… Si no te ofende que te lo diga, claro —reculó de pronto, como si se hubiera pasado tres pueblos.

—No creo que ahora mismo pueda ofenderme nada —reconoció ella—. Estoy como volando. Me siento tan libre de pronto… Ya no hay miedos, ni temores, ni esa desazón que me lastraba porque me parecía que esta pesadilla nunca podría terminar… Pero discúlpame tú a mí, te estoy dando la tabarra con mis historias…

—No, por favor, para eso estoy. Es un placer escucharte y saber que ahora, con un poco de suerte, ya no tendrás de qué preocuparte.

—Bueno —recapacitó Paloma—, todavía quedan los socios de mi marido. Él era el cabecilla de negocios muy sucios que creo nunca podré contar por mucho que me remuerda la conciencia si sigo callando. Pero José e Ignacio son dos tipos de armas tomar y estoy segura de que, si hablara, ellos recogerían el testigo y vendrían a por mí de inmediato…

Jorge sintió que le flaqueaban las piernas, y eso que estaba sentado. Esos dos nombres de pila juntos le sonaban, acababa de oírlos en algún lado…

—Paloma, sé que no puedes hablar, y de verdad lo entiendo, pero ahora mismo Jimena puede estar en peligro y necesito que me digas sólo una cosa. Lo único que tienes que hacer es responder con un sí o un no y nada más, y si no quieres hablar, no te preocupes, lo entenderé.

—Yo…, no entiendo… Pero si se trata de ayudar a Jimena…

—¿José e Ignacio son, por un casual, José Cardoso e Ignacio Puertoareas? —preguntó de sopetón, comprobando nombres y apellidos en el correo de Jimena que tenía abierto ante sí, en la pantalla de su ordenador.

—Sí —contestó Paloma con un hilo de voz.

—Muchísimas gracias, Paloma, un millón de gracias, de verdad. Ahora tengo que dejarte, he de avisar a Jimena y… Oye, Paloma, ¿puedo preguntarte otra cosa? —se decidió, repentinamente armado de una osadía inusitada.

—Yo no puedo implicarme más…

—¿Te apetecería quedar a cenar conmigo? —dijo sin respirar, cerrando los ojos, decidido a ir a por todas.

—¿Qué?. Esto sí que no me lo esperaba. —Su voz, con todo, sonó divertida al otro lado.

—No quiero presionarte, sé que estás en un momento especialmente difícil, y te aseguro que yo también tengo bastantes follones por delante, pero me gustas, desde el primer momento en que te vi me resultaste atractiva y no quiero dejar pasar este tren. He perdido ya tantos que…

—Sí —rió ella—. Puede ser una locura, pero sí.

—¡Genial! ¿Te parece que te llame luego?. Ahora debo ocuparme de Jimena —respondió feliz como un niño, e histérico, y preocupado y contento y casi gritando aturullado.

—¡Cuelga! —le reprendió ella—. Jimena es lo primero, ya hablaremos después. Tienes que hacerlo, estás obligado después del susto que me estás metiendo en el cuerpo.

Y los dos colgaron al mismo tiempo.

Un segundo después, Jorge ya estaba marcando el número de Roberto.

C
UARENTA
Y
C
UATRO

Sabía que no iba a ser fácil. Con mujeres como ella nunca lo era o, por el contrario, era todo sospechosamente sencillo, tanto que casi resultaba preferible a veces que sus rasgos y su belleza no le allanaran el camino, que la trataran exactamente con el mismo desdén que reservaban a todas las demás inmigrantes, a todas las otras mujeres negras.

Ese día, contra su costumbre, había intentado pasar desapercibida. No sabía si lo había conseguido y, por las miradas inequívocas que le dedicaba el colombiano que regentaba aquel locutorio, comenzaba a dudarlo. Decidió ignorarlo y no ponerse nerviosa. Total, qué podía perder si todo a su alrededor se había ido ya a la mierda. Qué podía pasar. Qué podía empeorar.

Rebuscó en su bolso diminuto hasta dar con el papel, arrugado, manchado de carmín, que su amiga Claudia le había pasado. No era su nombre auténtico, por supuesto, como tampoco lo era el suyo, Noemí, pero lo cierto es que le venía como anillo al dedo. Julianna, pues así es como se llamaba su amiga, era una rusa rubia, alta y delgada, clavadita a Claudia Schiffer. Estaba muy solicitada, y no era nada extraño dado que sus medidas y su melena dorada eran perfectas y, además, era toda una profesional. Y lo decía con conocimiento de causa, sonrió, porque en más de una ocasión habían tenido que trabajar juntas sobre el mismo tío. Claro, razonó mientras introducía las monedas suficientes para llamar a Madrid y para no confundirse marcaba lentamente el número apuntado en el papel. «Todo aquel que pueda tener una Claudia y una Naomi a su disposición y dinero para pagárselo, cómo iba a resistirse a disfrutar con dos putas idénticas a las más famosas modelos del momento…» Rió y volvió de inmediato a fruncírsele el ceño al reparar en el marrón en el que, por tonta, por idiota, por buenaza, se había metido. Menos mal que Julianna, o Claudia, qué más daba, era lista. Mucho. Y tenía contactos. Porque lo que era ella, Naluya, a la hora de ayudar a los demás, de pensar en los otros, de sacar una agenda llena de teléfonos a los que llamar sabiendo que al otro lado estarían dispuestos a echarle un cable, se mostraba totalmente ineficaz. Absolutamente perdida. Nula.

Y de hecho, ahora que lo pensaba, volvió a reñirse, no tenía ni idea de por qué hacía esto, se dijo una vez más.

Por su carita de niña perdida.

Porque por las mañanas, a la hora de desayunar, se peinaba con trencitas y parecía que echaba de menos a su mamá.

Con lo fácil que sería coger sus cosas y largarse a Barcelona, o a la capital, sin mirar atrás…

—Beltrán, Castro, Daroca y Martin, ¿qué desea? —bufó una voz, metálica y seca, a través del teléfono.

—Quería hablar con Aitor. —Naluya procuró pronunciar con cuidado el nombre también apuntado en el papel, que le sonaba bastante raro.

—Aitor no está en el despacho.

—¿Cuándo vendrá?.

—No vendrá en mucho tiempo. —Y a Naluya le pareció que la mujer que le hablaba al otro lado del aparato, allá en Madrid, se alegraba al decirle aquello.

—¿Y Jimena?.

—Jimena qué…

—Que si está Jimena, cono. —Esa estúpida de secretaria empezaba a tocarle las narices, y buena era ella, Naluya, si la cabreaban o, lo que era casi lo mismo, si le parecía que la ninguneaban, aunque fuera por teléfono. Y la imbécil que le hablaba no podía adivinar que era negra.

—No. —La satisfacción rebosaba de la boca de la idiota—. Ella tampoco está.

—¿Hay alguien ahí que sea abogado con quien pueda hablar? —Ahora ya era una cuestión personal, Naluya no estaba dispuesta a darse por vencida.

—Lo cierto es que ya casi estamos a punto de cerrar. Tiene suerte, porque estas no son horas. ¿Es usted cliente del bufete?.

—No.

—Ya, entiendo, ¿y de parte de quién digo que llaman?.

—De parte de tu puta madre.

Tras una pausa, larga, demasiado larga, en la que se mantuvo a la espera escuchando una versión horrible del Guantanamera, un hombre retomó la comunicación.

—Buenas tardes —parecía agitado—, ¿en qué puedo ayudarla?.

—Buenas —Naluya fue al grano, ya no estaba para gaitas—, tengo una amiga que está presa en el CIÉ de Málaga. Me han dicho que Aitor o Jimena pueden sacarla, pero no están.

—No, ahora mismo no están en el despacho, pero somos cuatro abogados. Si le interesa, podemos ayudarla —dijo el hombre con un tono que parecía más calmado. Parecía amable.

—Antes de seguir tengo que decirle que no sé si nos alcanzará el dinero. Hemos hecho un fondo entre varias, pero no sé si ustedes son caros o… —Naluya pensó en cómo proseguir sin resultar demasiado brusca. Una de las costumbres entre las que se dedicaban a su oficio era hablar de dinero sin ambages y cuanto antes, pero tampoco quería pasarse y cargarse la única ayuda que había sido capaz de encontrar antes de empezar siquiera a explicar el caso.

—No se preocupe —zanjó el hombre, que cada vez le iba cayendo mejor—. Podremos llegar a un acuerdo, seguro. Sabemos que las personas que tienen la desgracia de acabar en un CIÉ no son millonadas. Dígame, ¿qué le ha sucedido a su amiga?.

—Yo estoy acostumbrada a hablar sin rodeos, ¿me entiende?. Así que no se asuste si digo las cosas claras, es que soy un poco bruta.

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