La Profecía (47 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Las conversaciones tenían lugar en voz baja por parejas, en lugar de grupos, y, en consecuencia, la quietud reinaba en aquel extremo del salón, roto tan sólo por las melodiosas voces de los heraldos que anunciaban los nombres de aquellos que eran conducidos ante la Real Pareja.

La cola era tan larga que Joram no podía ver aún ni al Emperador ni a la Emperatriz, únicamente el nicho de cristal donde se sentaban. Aquellos miembros de la corte que ya habían sido presentados se reunían en semicírculo alrededor del nicho y se dedicaban a observar para averiguar qué ilustres o divertidos personajes hacían cola a su vez. El murmullo de los que observaban era apenas audible, dado que se encontraban ante el Emperador; pero el movimiento era incesante: cabezas que se volvían, personas que señalaban a otras discretamente o sin la más mínima discreción, según lo justificara el motivo de su curiosidad. Joram, que seguía buscando a lord Samuels y a su familia entre la muchedumbre, vio que muchas personas señalaban a Simkin con la cabeza o le sonreían. Vestido totalmente de blanco, el joven destacaba entre aquella miríada de colores que lo rodeaba como un iceberg en plena selva, fingiendo, imperturbable, no darse cuenta de la atención que despertaba.

Los ojos de Joram escudriñaban aquel brillante tropel de personas, deteniéndose a la vista de una cabeza rubia o incluso de una cabeza tonsurada, esperando ver también allí a Saryon. Sin embargo, había tanta gente, y la mayoría de ella vestida de forma tan parecida (exceptuando a los que, deseando destacarse, habían acudido ataviados como Magos Campesinos, ante el regocijo de Simkin), que consideró casi imposible poder localizar a aquellos que buscaba.

«Ella también me está buscando», se dijo, imaginándose a Gwendolyn de puntillas, atisbando por encima de las anchas espaldas de su padre, aguardando con el corazón palpitante el anuncio de cada uno de los nombres y dejándose caer desilusionada cuando no resultaban ser el nombre que anhelaba oír. Aquel pensamiento la hizo impacientarse y sentir incluso un cierto temor. ¿Y si se iban? ¿Y si lord Samuels se cansaba de esperar? ¿Y si...? Joram contempló la larga cola que se extendía ante él, impaciente, maldiciendo amargamente a todos aquellos ancianos duques cuyos vacilantes pasos precisaban de la ayuda de sus catalistas, o a las dos chismosas damas, ya entradas en años, que se olvidaban de andar hacia adelante y sus vecinos tenían que recordárselo con discretos empujoncitos. En realidad, la cola se movía con bastante rapidez, después de todo, pero hubiera tenido que moverse a la velocidad del rayo para satisfacer los deseos de Joram.

—Deja de moverte —masculló Simkin, pisándole un pie a Joram.

—No puedo evitarlo. Cuéntame algo.

—De mil amores. ¿Qué quieres que te cuente?

—¡Me importa un comino! ¡Cualquier cosa! —replicó Joram con brusquedad—. Dijiste que debo dirigirle unas pocas palabras al Emperador. ¿Qué palabras? «Una noche muy agradable.» «Hace un tiempo delicioso.» «Tengo entendido que hace dos años que estamos en primavera, ¿existe alguna posibilidad de que haga su aparición el verano?»

—Chisst —siseó Simkin desde detrás del pañuelo de seda naranja—. ¡Cielo santo! Estoy empezando a desear haber traído a Mosiah. Ésta es una celebración que rememora al Príncipe Muerto. Por lo tanto, le ofrecerás tu más sentido pésame.

—Está bien. No hago más que olvidarlo —repuso Joram de mal talante, deslizando la mirada por el salón por centésima vez—. Muy bien. Le daré el pésame. A propósito, ¿de qué se murió el chico?

—¡Mi querido muchacho! —exclamó Simkin con un escandalizado susurro—. ¡Aunque te
hayas
criado en una calabaza no tienes por qué pregonarlo de esta manera! Tenía la impresión de que tu madre te regalaba los oídos con historias sobre Merilon, y ésta seguro que es la mejor historia de todos los tiempos. ¿No te la contó?

—No —replicó Joram con sequedad, frunciendo el entrecejo.

—Ah —observó Simkin súbitamente, lanzándole una mirada—. Hummmm, ya, creo que lo entiendo... Sí, no hay duda. Verás... —se acercó aún más, manteniendo el pañuelo de seda frente a sus rostros mientras hablaba—, el niño no murió. Estaba vivo, muy vivo, por lo que me han contado. Berreó a grito pelado durante toda la solemne ceremonia y vomitó sobre el Patriarca al final.

Simkin hizo una pausa, mirando a Joram expectante. El rostro de Joram se crispó y una sombra apenas perceptible se cernió sobre él.

—¿Comprendes? —preguntó Simkin en voz baja.

—El niño nació Muerto, como yo —contestó Joram con voz áspera.

Tenía los ojos clavados en el suelo, las manos cruzadas con fuerza a la espalda, los nudillos blancos. Se dio cuenta de que podía ver su propia imagen reflejada en el suelo de cristal, mientras las luces de Merilon, allá abajo, brillaban a través de su fantasmal y transparente cuerpo; su propia imagen, que lo miraba sombría.

—¡Chisst! —lo reprendió Simkin—. Muerto, sí. Pero ¿como tú, querido amigo? —Sacudió la cabeza—. Él no era como nadie que hubiera nacido antes en este mundo. Por los rumores que me han llegado, la palabra Muerto es un eufemismo. El chico no falló simplemente una de las Pruebas. ¡Falló las tres! ¡No había en él ni un ápice de magia!

Joram mantuvo los ojos fijos en el suelo.

—Quizá no era tan diferente de otros como tú podrías pensar —murmuró mientras la cola avanzaba centímetro a centímetro.

Manteniendo los ojos todavía fijos en la imagen que se reflejaba a sus pies, Joram no pudo ver la rápida y penetrante mirada que Simkin le dedicó, ni se dio cuenta de la forma tan pensativa en que el muchacho se acariciaba la barba castaña.

—¿Qué has dicho? —preguntó Simkin con indiferencia, alzando la cabeza y fingiendo sonarse la nariz con el pañuelo naranja.

—Nada —respondió Joram, estremeciéndose como si intentara despertarse de un sueño—. ¿Es que no vamos a llegar nunca?

—Paciencia —aconsejó Simkin. Se elevó en el aire poco más de un centímetro y miró por encima de las cabezas de la gente; luego volvió a descender—. Mira, ahora se puede ver ya el Trono Real y con un poco de suerte podrás entrever la Real Cabeza.

Estirando el cuello, Joram pudo comprobar que en realidad habían avanzado mucho durante su conversación. Podía ver ya el trono de cristal y en varias ocasiones consiguió vislumbrar al Emperador cuando se movía para conversar con aquellas personas que tenía delante o a su alrededor. Apenas si podía ver a la Emperatriz, sentada a la derecha de su esposo, ya que era ella la portadora del título real; pero el Emperador sí que quedaba claramente dentro del campo visual de Joram y éste —contento de poder fijar su atención en algo— se dedicó a contemplar con vivo interés la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

Sentado en un trono de cristal situado sobre un suelo de cristal en el interior de un nicho también de cristal, Su Majestad parecía descansar entre las estrellas. Vestido con las blancas ropas de raso que corresponden al luto, iluminado por una luz blanca de la más extraordinaria luminosidad, el Emperador no sólo se confundía con las estrellas sino que incluso resplandecía más que la más brillante de ellas. Habiendo visto la opulencia del mobiliario y los adornos del resto del Palacio, a Joram le sorprendió comprobar que tanto el trono de cristal como el nicho mismo eran de línea sencilla y elegante sin el más mínimo adorno. El cristal envolvía los reales cuerpos como si de agua transparente se tratara, y tan sólo algún destello aislado producido por la luz al reflejarse demostraba que había algo real y sólido a su alrededor.

Joram esbozó una sonrisa. Echando una rápida mirada alrededor de la habitación, ¡comprobó que aquello estaba hecho adrede! Incluso la silla en la que aquel pobre catalista se había derrumbado —ahora a varios metros de distancia— estaba hecha de un material tejido de tal forma con la magia, que resultaba transparente. Nada, y por supuesto ningún objeto material, debía distraer la atención de los súbditos del Emperador de lo que era auténticamente real: la existencia del Emperador y la Emperatriz.

Joram escuchaba con curiosidad, ahora que estaba lo suficientemente cerca como para poder oír fragmentos de conversaciones cuando las voces se elevaban por encima de los murmullos de la muchedumbre. Acostumbrado a formarse opiniones rápidas y a menudo despreciativas de la gente, en su primer encuentro Joram había considerado al Emperador como un hombre de una enorme vanidad y presunción, incapaz de ver más allá de sus narices, como vulgarmente se dice. Pero, al escuchar las conversaciones que mantenía el monarca, se vio obligado muy a pesar suyo a admitir que había estado muy equivocado.

Aquel hombre era astuto e inteligente. Si se comportaba de manera fría y reservada, era únicamente para mantenerse por encima del pueblo. En apariencia, no necesitaba que el heraldo le anunciase los nombres de quienes iban apareciendo ante él y, de hecho, se dirigía a muchos de ellos utilizando apodos familiares en lugar de los protocolarios títulos nobiliarios. Y no era esto todo. Tenía también siempre algo personal que comentar con cada uno: preguntaba a los padres por sus queridos hijos, interrogaba a un catalista sobre los temas a los que el sacerdote dedicaba sus estudios, hablaba del pasado con los ancianos y del futuro con los jóvenes.

Intrigado por aquella extraordinaria hazaña, si se tenía en cuenta los cientos de personas con las que el Emperador debía de tener contacto diariamente, Joram lo observaba con creciente fascinación. Recordó su encuentro con el Emperador y de qué modo los ojos de aquel hombre habían parecido absorberlo por completo y le había dedicado su atención durante varios segundos. Joram recordaba haberse sentido halagado, pero también vagamente incómodo, y ahora comprendía el motivo. El Emperador había memorizado a Joram de la misma forma en que Saryon memorizaba una ecuación matemática y casi con la misma consideración. Siendo como era, hasta cierto punto, un experto en la manipulación de los demás, a Joram no le fue difícil reconocer y admitir el toque de un maestro.

Pero como su madre le había confiado y Lord Samuels le había confirmado después, Joram sabía que una persona en el mundo lo significaba todo para el Emperador: la Emperatriz.

La cola avanzó un poco más y Joram apartó la mirada del Emperador para dirigirla a su consorte; durante toda su vida había oído hablar de la belleza de aquella mujer, una belleza que destacaba incluso por entre las más famosas bellezas de la corte; una belleza que le era innata, que no necesitaba ser acrecentada por medios mágicos. Su curiosidad se veía incrementada aún más por la advertencia, ya que no se la podía considerar de otro modo, que le había hecho Simkin:

«
No mires a la Emperatriz directamente

Mientras aquellas palabras le martilleaban en el cerebro, Joram se salió discretamente de la fila para poder echarle un vistazo a la mujer sentada en el trono de cristal junto a su esposo. En aquel momento, la cola avanzó un poco más y pudo verla con claridad.

Joram se quedó sin aliento. Las palabras de Simkin se esfumaron por completo de su mente, siendo reemplazadas por el borroso recuerdo de la descripción que de ella había hecho Anja: «Tiene los cabellos tan negros y brillantes como el ala de un cuervo; la piel es tersa y blanca como el pecho de una paloma; los ojos son oscuros y brillantes; las líneas del rostro rayan en la perfección clásica, como si fueran la obra de la magia de un maestro; sus movimientos son gráciles, como un sauce acariciado por el viento...».

Un codo se hundió en las costillas de Joram.

—¡Déjalo ya! —le espetó Simkin hablando por la comisura de los labios—. Mira hacia otro lado.

Irritado, sospechando que era objeto de una de las rebuscadas bromas de Simkin, Joram se dispuso a replicarle abruptamente, pero, una vez más, se encontró con aquella extraña expresión en el normalmente despreocupado rostro de su amigo: una expresión seria, temerosa incluso. Acercándose aún más —no había ya más de diez personas delante de ellos—, Joram contempló al resto de los que estaban cerca de él y comprobó que, también ellos, intentaban de la mejor manera posible no mirar directamente o por demasiado tiempo a la Emperatriz. Los sorprendió dirigiendo rápidas miradas a la Emperatriz, tal y como hacía él, y apartando luego rápidamente la mirada. Y aunque todos se dirigían al Emperador en voz alta y clara y parecían sentirse relajados y a gusto, la voz se les apagaba cuando se dirigían a la Emperatriz y las palabras eran casi ininteligibles.

Dando un paso hacia adelante, los ojos enrojecidos de tanto lanzar rápidas miradas a la Emperatriz para luego, con la misma rapidez, mirar en otra dirección, Joram empezó a admitir que
realmente
parecía haber algo extraño en aquella mujer. Desde luego su célebre belleza no disminuía a medida que se acercaba a ella, pero extrañamente le repugnaba en lugar de atraerlo. La piel, tersa y pura, era ligeramente azulada y translúcida; los oscuros ojos eran ciertamente bellos, pero su brillo no provenía de una luz interior, sino que parecía el reflejo de la luz sobre el cristal; movía imperceptiblemente los labios cuando hablaba; gesticulaba con las manos e inclinaba el cuerpo, pero no con la gracilidad del sauce, sino con la habilidad de un creador de ilusiones.

La habilidad de un creador de ilusiones...

Joram se volvió hacia Simkin, perplejo; pero el joven barbudo, jugueteando con el pañuelo de seda naranja que tenía en la mano, le dirigió una ligera sonrisa.

—La paciencia ha obtenido su recompensa —dijo—. Somos los siguientes.

Joram no tuvo tiempo de pensar en nada más.

Como si viniera de muy lejos, oyó que el heraldo golpeaba el suelo con el bastón y anunciaba con voz melodiosa:

—Simkin, huésped de lord Samuels...

El resto de la presentación se perdió en un murmullo de risas procedente de los espectadores. Simkin debía estar haciendo alguna de sus payasadas; pero Joram estaba demasiado aturdido y confuso para darse cuenta claramente de lo que era. Vio a Simkin acercarse, sus blancos ropajes refulgiendo bajo la misma luz brillante que extendía un halo alrededor del Emperador y la Emperatriz.

La Emperatriz. Joram se sintió de nuevo forzado a mirarla, mientras el heraldo anunciaba:

—Joram, huésped de lord Samuels y de su familia.

Al oír su nombre, Joram comprendió que debía avanzar, pero se sintió repentinamente asaltado por la sensación de que era el objeto de la atención de cientos de pares de ojos. El recuerdo de la muerte de su madre le vino a la memoria con toda claridad. Podía ver a la gente, mirándolo fijamente. Deseó estar solo. ¿Por qué... por qué lo miraban?

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