La Profecía (61 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Abalanzándose para detener a Joram, chisporroteando conjuros en las puntas de sus dedos, los Señores de la Guerra vieron que una radiante luz azul surgía del interior de una profunda oscuridad. Una esfera de energía pura los golpeó con la fuerza de una estrella que se desintegrase y las enlutadas figuras se desintegraron con una cegadora explosión de luz.

La Espada Arcana zumbaba triunfante en las manos de Joram. Una luz azul se extendía de su hoja a todo el cuerpo del muchacho, envolviéndolo como una llameante enredadera. Aturdido por la tremenda explosión y la repentina desaparición de sus enemigos, Joram se quedó mirando la espada con incredulidad e incertidumbre. Entonces se dio cuenta del tremendo poder que poseía. ¡Con aquello podía conquistar el mundo! ¡Con aquello era invencible!

Dando un grito de júbilo, Joram giró sobre sí mismo para enfrentarse al Verdugo...

... y vio a Saryon.

El hechizo había sido lanzado. El poder de la Espada Arcana no podía ni alterarlo, ni cambiarlo, ni tampoco detenerlo.

Los pies, las piernas y la parte inferior del cuerpo de Saryon eran ya de piedra blanca, sólida e inamovible. La fría y penetrante parálisis seguía avanzando; Joram podía verla congelando la carne del catalista ante sus ojos, subiendo desde las ingles a la cintura.

—¡No! —gritó Joram con voz hueca, bajando la espada.

El
Dkarn-duuk
estaba gritando algo. El Patriarca Vanya rugía como un animal herido. Joram tuvo la vaga impresión de unos Corredores que se abrían, de figuras enlutadas que surgían de ellos como hormigas. Pero eso era todo lo que representaban para él: insectos, nada más.

Dando un salto hacia adelante, Joram sujetó los brazos de Saryon. Suplicante, el catalista levantó las manos con un terrible esfuerzo.

—¡Huye! —Saryon consiguió pronunciar aquella única palabra antes de que el diafragma se le petrificara, dejándolo sin voz.

«Huye», le suplicaron los ojos del hombre a través de una sombra de dolor.

La cólera se apoderó de Joram. Avanzando con dificultad por la arena, se detuvo ante el Verdugo. La Espada Arcana despedía una luz azulada, absorbiendo sin cesar la Vida de todo lo que la rodeaba, y el Verdugo estaba caído en el suelo apoyado sobre una rodilla. El hechizo se le había llevado gran parte de sus fuerzas y la Espada Arcana le estaba quitando el resto. No obstante, consiguió alzar la encapuchada cabeza y miró a Joram con indiferencia.

—¡Anula el hechizo! —exigió Joram, levantando la espada—, ¡o por Almin que te juro que te separaré la cabeza del tronco!

—¡Haz lo que quieras! —contestó el brujo con voz débil—. Una vez que se ha lanzado el hechizo no hay forma de anularlo. ¡Ni siquiera el poder de esa arma diabólica puede cambiar eso!

Cegado por las lágrimas, Joram levantó aún más la espada para llevar a cabo su amenaza. El Señor de la Guerra aguardó, demasiado exhausto para moverse, mirando a su asesino a los ojos con inexorable coraje.

Joram se detuvo, apartando los ojos de su enemigo para mirar en derredor suyo. La mayoría de los catalistas habían caído de rodillas agotados; algunos habían perdido el conocimiento y yacían, inmóviles, sobre la arena. Los
Duuk-tsarith
deambulaban por la periferia del roto círculo de sacerdotes caídos, sin saber qué hacer. Todos habían sentido cómo les era absorbida la Vida en el mismo instante de salir del Corredor, y ninguno se atrevía a acercarse a Joram mientras la espada conservara su terrible poder.

El miedo se reflejaba claramente en el enrojecido rostro de Vanya y en los atemorizados ojos del príncipe Lauryen. Joram se dio cuenta de ello, y sonrió con una amarga sonrisa que oscurecía su rostro. Nadie podía detenerlo ahora y lo sabían. La Espada Arcana podía abrir los Corredores por la fuerza, llevarlo a cualquier parte del mundo, y lo habrían vuelto a perder una vez más.

Oyó un sonido a su espalda, apenas audible a pesar del silencio de muerte que lo rodeaba. Era un suspiro, el último aliento que se escapaba de unos pulmones que se acababan de solidificar convirtiéndose en piedra.

Joram bajó la espada súbitamente. Haciendo caso omiso del Verdugo, en cuyos ojos vio aparecer una repentina aunque perpleja expresión de alivio; ignorando a los
Duuk-tsarith
, que esperaban con los músculos en tensión el momento oportuno, Joram se volvió de espaldas a ellos y avanzó lentamente por las movedizas arenas. Deteniéndose ante el catalista, vio que todo su cuerpo se había convertido ya en piedra; la única parte viva de su cuerpo que quedaba era el cuello y la cabeza. Levantando una mano, Joram tocó su cálida mejilla, acariciándola suavemente, sintiendo cómo se iba enfriando bajo sus dedos mientras lo hacía.

—Ahora comprendo lo que debo hacer, Padre —dijo Joram en voz baja, recogiendo la funda que yacía en la arena a los pétreos pies del catalista.

Levantó la Espada Arcana, y la deslizó en el interior de su funda, colocándola lenta y respetuosamente entre las manos extendidas del catalista.

Una lágrima corrió por el rostro de Saryon y entonces los ojos se le quedaron en blanco, paralizados. El hechizo se había completado. Desde los pies hasta la cabeza, todo aquel cuerpo palpitante se había convertido en sólida y fría roca; pero la expresión que había quedado grabada para siempre en aquel rostro de piedra era de una suprema paz, los labios ligeramente separados en una última plegaria de agradecimiento lanzada por su alma.

Confortado por aquella mirada, Joram apoyó la cabeza por un instante sobre el pétreo pecho.

—Otorgadme un poco de vuestra entereza, Padre —musitó.

Luego se apartó de la estatua, mirando desafiante los rostros pálidos y atemorizados que lo observaban.

—¡Decís que estoy Muerto! —gritó.

Posó la mirada en la Emperatriz. Privado de la magia que le daba al cadáver una apariencia de vida, el cuerpo de la mujer yacía hecho un ovillo a los pies de su esposo, quien ni una sola vez había bajado los ojos hacia él. También él parecía un cadáver, a juzgar por la expresión sin vida de su rostro.

Joram apartó la mirada, dirigiéndola hacia el cielo azul. El sol se había liberado de las brumas de la muerte y resplandecía sobre el mundo con serena y despreocupada dicha. El muchacho suspiró, y aquél fue como un eco del último suspiro de Saryon.

—Pero sois vosotros los que habéis muerto —dijo en voz baja, con pena—. Es este mundo el que está muerto. Nada tenéis que temer de mí.

Volviéndose de espaldas, se alejó de la estatua de piedra y avanzó por la arena con lenta determinación. Pudo escuchar la repentina conmoción que se producía a su espalda al ponerse de nuevo en acción los Señores de la Guerra, perdido su miedo a la espada que descansaba, oscura y sin vida, en las congeladas manos del catalista. Pero Joram no aceleró el paso. Almin andaba junto a él, ningún mortal podía tocarlo.

—¡Detenedle!

La voz del Patriarca Vanya estaba enronquecida por el terror, ya que se había dado cuenta de pronto de las intenciones de Joram.

El
Dkarn-duuk
saltó fuera de la tribuna, con el rostro contorsionado por la cólera.

—¡Detenedlo, cueste lo que cueste! —aulló el brujo, su roja túnica arremolinándose a su alrededor como aguas ensangrentadas.

Los enlutados
Duuk-tsarith
lanzaron sus hechizos, pero muchos de ellos habían quedado debilitados por el poder de la Espada Arcana; o a lo mejor quedaba aún algún vestigio de aquel poder en su amo, puesto que ningún hechizo mágico rozó ni detuvo a Joram. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar a su espalda, sino que continuó andando, mientras un viento helado le echaba hacia atrás la negra y larga cabellera. Algunos jirones de niebla se estiraron hacia él, enroscándosele alrededor de los pies, pero Joram siguió adelante.

No obstante, un sonido consiguió hacerlo vacilar. Era una voz de mujer, y lo llamaba no suplicante o apenada sino enamorada.

—¡Joram! —gritó—. ¡Espera!

Horrorizado, el padre de Gwendolyn intentó rodear a su hija con los brazos, pero éstos se cerraron en el vacío. Se había desvanecido. Algunos de los que lo vieron dicen que, en aquel momento, tuvieron una momentánea visión de un vestido blanco y vieron al sol centellear sobre la dorada cabellera antes de que fuera engullida por las brumas.

Joram siguió andando. Las brumas del Más Allá se arremolinaron a su alrededor y se perdió de vista completamente. La niebla parecía hervir, arrastrándose espumeante como una inmensa ola de color gris perla para irse a estrellar en completo silencio contra la arenosa orilla que señalaba el extremo del mundo.

Una enorme confusión se apoderó de los que permanecían en la playa. El Patriarca Vanya lanzó un grito estrangulado, se llevó ambas manos al cuello y cayó hacia adelante, sin sentido.

El
Dkarn-duuk
, al ver que se le escapaba la presa, corrió hacia la estatua de piedra e intentó apoderarse de la Espada Arcana. Pero el petrificado catalista la sujetaba con fuerza. Alguna propiedad del metal, quizás, había hecho que se soldara a las manos de la estatua; o a lo mejor era la funda, ya que las runas grabadas en ella brillaban con una extraña luz plateada. Fuera lo que fuese, el príncipe Lauryen no pudo moverla.

Lord Samuels corrió enloquecido por la orilla, clamando por su hija. Por fin, se acercó a los
Duuk-tsarith
, suplicándoles su ayuda, pero las enlutadas figuras se limitaron a mirarlo con lástima y, soltándose de aquellas manos que se aferraban a cada uno de ellos por turno, se introdujeron en los Corredores, regresando a sus obligaciones dentro del mundo.

Los catalistas se ayudaron entre ellos para incorporarse, los más fuertes ayudando a los más débiles. Luego, dando traspiés por la arena, se encaminaron hacia los Corredores que los llevarían de vuelta a casa, de vuelta a El Manantial. Y si alguno de ellos por casualidad posaba la mirada en la estatua de piedra de Saryon se apresuraba a desviarla inmediatamente.

El Verdugo se puso en pie con lentitud y se acercó cojeando hasta El
Dkarn-duuk
. El brujo continuaba contemplando con ansia la Espada Arcana, que las manos petrificadas de la estatua del catalista sujetaban con fuerza.

—¿Debo darle el mismo tamaño que al resto, mi señor? —preguntó el Verdugo, dirigiendo los ojos hacia los otros Vigilantes, que medían nueve metros de altura.

—¡No! —gruñó el príncipe, con los ojos relucientes—. ¡Tiene que haber algún modo de recuperar esa maldita espada! —Alargó las manos para tocarla—. Algún modo... —murmuró.

Los Corredores se abrían y desaparecían con rapidez. El
Theldara
se llevó al afectado Patriarca a El Manantial. El cuerpo de la Emperatriz fue conducido a Palacio envuelto en una blanca sábana de hilo. El
Dkarn-duuk
, rodeado de
Duuk-tsarith
y acompañado por el Verdugo, regresó a cualquiera que fuese el siniestro y recóndito lugar donde habitaban los de su Orden, para iniciar un frenético estudio de las propiedades de la piedra-oscura. Lord Samuels, medio loco de dolor, regresó a su casa para comunicar la noticia de la terrible pérdida a su esposa.

Pronto, no quedó en la playa más que el Emperador. Nadie le había dirigido una sola palabra. Habían retirado el cuerpo de su esposa del lugar donde yacía a sus pies, y él ni siquiera había bajado los ojos para mirarlo. Permanecía de pie, inmóvil como si también él fuera de piedra, mirando fijamente la espesa niebla, con aquella extraña y triste sonrisa pintada en los labios.

Joram se había ido al Más Allá, y el viento, silbando por entre las dunas, susurró:

—El Príncipe está Muerto... El Príncipe está Muerto.

Coda

Empezó a anochecer en la Frontera, tiñendo las brumas de rojo, rosa, violeta y naranja.

La playa estaba vacía, a excepción de la estatua de piedra que permanecía allí de pie, contemplando el Reino de los Muertos. Incluso el Emperador había marchado al fin, aunque nadie sabía adónde. No había regresado a Palacio y lo estaban buscando, porque se lo necesitaba para iniciar las ceremonias por su difunta esposa.

Una palmera bastante alta, delgada y grácil, situada en el lugar donde la vegetación terminaba para dar paso a la arena, se sacudió, desperezándose, y lanzó un cavernoso bostezo.

—¡Cielos! —manifestó la palmera, irritada—. Estoy totalmente entumecida. No debería haberme quedado dormida de pie. Y me he pasado todo el día al sol. ¡Lo más probable es que me haya estropeado el cutis!

Con un estremecimiento de sus hojas, la palmera cambió de forma, transformándose en un joven barbudo de edad indefinida, ataviado con un llamativo traje compuesto por unos pantalones muy ajustados sobre medias de seda y una chaqueta de terciopelo que le bajaba hasta las rodillas. La chaqueta, adornada con plumas de avestruz, se abría al frente para mostrar el chaleco que hacía juego, decorado también a su vez con plumas de avestruz. De los puños adornados con plumas surgía una cascada de encajes y otra más le brotaba alrededor del cuello. Todo el conjunto era a rayas anchas de colores naranja amarronado y rojo oscuro.

—Perfecto para el funeral. Lo llamaré
Descenso a los Infiernos
—dijo Simkin, haciendo aparecer un espejo y examinándose en él con mirada crítica. Centró la atención en la nariz—. ¡Ja!, me he quemado en serio. Ahora me saldrán pecas —e hizo desaparecer el espejo con un fastidiado gesto de irritación.

Introduciendo las manos en unos bolsillos que aparecieron en el momento en que colocó las manos en ellos, revoloteó melancólico por la playa.

—A lo mejor cubriré todo mi cuerpo de lunares —informó a la vacía playa.

Flotando por la arena, se detuvo junto a la estatua del catalista y descendió lentamente hasta quedar frente a ella.

—¡Vaya! —exclamó Simkin al cabo de un instante, profundamente emocionado—. ¡Me
siento
impresionado! ¡Un parecido notable! Calva incluida y todo.

Alejándose de la estatua, Simkin clavó la mirada en las brumas del Más Allá. Éstas empezaban a pintarse de negro, desvaneciéndose sus brillantes colores a medida que el moribundo crepúsculo iba dando paso a la noche. Deslizándose y enroscándose sobre la orilla, parecían avanzar un poco más cada vez, como una marea ascendente. Simkin las contempló, sonriendo para sí, y acariciándose la barba.

—Ahora es cuando el juego empieza en serio —musitó.

Hizo aparecer el pañuelo de seda naranja en el aire y lo ató alrededor del pétreo cuello de Saryon. Luego, canturreando para sí, Simkin desapareció en el atardecer, dejando la estatua sobre la silenciosa orilla en medio de aquella horrible soledad, con el pañuelo naranja revoloteando en su cuello como un estandarte: una diminuta llama en la creciente oscuridad.

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