—No te reconocí —dijo Simkin, echándose hacia atrás y contemplando al caballero con alegría—. ¿Qué
estás
haciendo en este repugnante lugar? Oh, espera —se interrumpió, pareciendo recordar algo—, tengo que presentarte a mis amigos... Joram, Mosiah... —Simkin se volvió hacia los dos, uno tumbado en el suelo, atrapado en un encantamiento, el otro aprisionado entre anillos de fuego—, permitid que os presente a Su Alteza Real, Garald, Príncipe de Sharakan.
—Así que éstos son tus amigos, ¿no es así, Simkin?
La mirada del príncipe vaciló un momento en Mosiah para posarse luego con más atención sobre Joram. Aprisionado por los llameantes anillos, el joven no se atrevía a moverse so pena de recibir graves quemaduras. Pero no había temor en su rostro sombrío; sólo orgullo, cólera y humillación a causa de su ignominiosa derrota.
—Más íntimos que dos hermanos —declaró Simkin—. ¿Te acuerdas de cómo perdí a mi hermano? ¿Al pequeño y querido Nat? Fue en el año...
—Ah, sí —le interrumpió el príncipe apresuradamente. Se volvió hacia los
Duuk-tsarith
—. Podéis soltarlos.
Los Señores de la Guerra inclinaron la cabeza y, con un gesto y una palabra, levantaron el conjuro de la Magia Aniquiladora que habían lanzado sobre Mosiah, quien empezó a dar boqueadas y giró sobre su espalda, respirando con dificultad. Los anillos desaparecieron también de alrededor del cuerpo de Joram, pero el muchacho siguió sin moverse. Cruzando los fuertes brazos sobre el pecho, Joram clavó los ojos en el soleado bosque; no miraba nada en particular, simplemente estaba dejando muy claro que había escogido permanecer en aquel lugar por su propia voluntad y que continuaría allí de pie hasta que cayera muerto.
Los labios de Garald se crisparon en una mueca. Posando una mano sobre los labios para ocultar una sonrisa, se volvió de nuevo a Simkin.
—¿Qué hay del catalista?
—El Individuo Calvo es amigo mío, también —observó el joven, lanzando una vaga mirada a su alrededor—. ¿Dónde estáis, Padre? Oh, sí. Príncipe Garald, el Padre Saryon. Padre Saryon, el príncipe Garald.
El príncipe se inclinó graciosamente, con la mano sobre el corazón, como era costumbre en el norte. Saryon le devolvió el saludo de forma algo más torpe, en tal estado de confusión mental que apenas si se daba cuenta de lo que hacía.
—Padre Saryon —dijo el príncipe—, permitidme que os presente a Su Eminencia, el Cardinal Radisovik, amigo y consejero de mi padre.
Adelantándose, Saryon se arrodilló humildemente para besar los dedos del Cardinal, que iba vestido con la blanca túnica propia de su cargo. Pero el prelado lo tomó de la mano y lo hizo ponerse de pie.
—En el norte hemos prescindido de esas degradantes reverencias —dijo el Cardinal—. Es un placer conoceros, Padre Saryon. Tenéis aspecto cansado. ¿Por qué no regresáis conmigo a nuestro pequeño claro? Los manantiales que hay allí caldean el ambiente de una forma muy agradable, ¿no os parece?
Dándose cuenta de repente de que estaba terriblemente helado, Saryon comprendió que era como si hubiera pasado de la primavera al invierno al penetrar en aquellos bosques. Las palabras de Simkin le volvieron a la mente: «Este claro no debería estar aquí». ¡Indudablemente no lo estaba! ¡El príncipe había hecho aparecer un lugar agradable para instalar su campamento y ellos habían ido a parar a él! ¡Qué increíblemente estúpidos...!
—Tengo la sensación de que tenéis grandes aventuras que contar, Padre —continuó Radisovik, andando en dirección al claro—. Me interesaría oír cómo un clérigo a ido a parar en tan... —el Cardinal pareció por un momento no saber cómo expresarse— hum... interesante compañía.
Nadie hubiera podido ser más educado que el Cardinal, pero Saryon había visto el intercambio de veloces miradas entre el príncipe y Radisovik justo antes de la protocolaria bienvenida que el Cardinal había ofrecido al catalista. Ahora Radisovik conducía a Saryon de regreso al claro, y el príncipe Garald y Simkin se acercaban a ayudar a Mosiah.
Saryon comprendió. Iban a ser entrevistados por separado. Luego el príncipe y el Cardinal compararían notas; todo había quedado acordado entre ellos graciosamente, sin que mediara una sola palabra. Modales cortesanos, intriga cortesana. Recordando su espantoso secreto, Saryon sintió una punzada de temor. Nunca había sido demasiado bueno en aquel tipo de cosas.
Mientras seguía al Cardinal, atendiendo a medias a su educada conversación, a Saryon se le ocurrió de repente que Radisovik debía de ser también un renegado; el hombre de quien Vanya había hablado, el sacerdote que había obligado al auténtico ministro de la Iglesia a partir al exilio.
¡Qué curioso que fueran a encontrarse! ¿Era aquel encuentro una respuesta a las plegarias que Saryon no había elevado? ¿O simplemente otra señal de que el universo era un espacio frío, vacío e insensible?
Sólo el tiempo podría decirlo, y Saryon se preguntó cuánto les quedaba.
—¿Cómo os encontráis, señor? —le preguntó el príncipe a Mosiah.
—Mucho... mucho mejor..., Al... Alteza —tartamudeó Mosiah, sonrojándose, avergonzado. Al ver que el príncipe iba a arrodillarse para ayudarlo, intentó ponerse en pie apresuradamente—. Por favor..., no os molestéis..., mi... milord. Estoy bien ahora, de veras.
—Espero que nos perdonéis por este trato —dijo Garald con un dejo de preocupación en su voz—. Creo que comprenderéis que hemos tenido que ser más precavidos de lo normal en estas tierras incivilizadas.
—Sí, Alteza. —Mosiah, al que Simkin había ayudado a ponerse en pie, tenía el rostro tan enrojecido que parecía febril—. Nosotros... nosotros os tomamos por... otras personas, también...
—¿De veras? —Garald alzó sus delicadas cejas, sorprendido.
—Perdonad, Alteza —dijo un
Duuk-tsarith
—; pero está anocheciendo. Deberíamos regresar a la seguridad del claro.
—Ah, sí. Gracias por recordármelo. —El príncipe hizo un delicado gesto con la mano—. ¿Sería alguno de vosotros tan amable de ayudar a este joven a llegar hasta el claro, donde podrá descansar?
Uno de los
Duuk-tsarith
se acercó hasta Mosiah, con sus negras ropas rozando apenas el suelo. No tocó siquiera al muchacho; permaneció simplemente junto a él, las manos cruzadas al frente. Sin embargo, Mosiah se dio cuenta, al igual que lo había hecho Saryon, de que aquello era una orden, no una invitación, y que si desobedecía, lo haría por su cuenta y riesgo. Empezó a avanzar hacia el claro, mientras el Señor de la Guerra flotaba detrás de él. Joram permaneció en su lugar a alguna distancia de ellos, observando, aunque, en apariencia, no mirara. El segundo
Duuk-tsarith
no le había quitado los ojos de encima al sombrío muchacho.
Mirando a Joram, Garald se volvió hacia Simkin, habiéndole en voz baja.
—Ese otro amigo suyo, el que tiene la espada, me fascina. ¿Qué sabes de él?
—Dice ser de noble cuna. Pero con las sábanas del lado equivocado. Madre deshonrada. Huyó; el hijo se crió como un Mago Campesino. Es de carácter rebelde; mató al capataz y huyó al País del Destierro. Hay algo raro, de todas formas. Al Amigo Calvo lo enviaron para llevarlo ante el Patriarca Vanya, pero no lo hizo. Tiene graves problemas. Están metidos en las Artes Arcanas, los dos —terminó de enumerar Simkin con su fácil elocuencia, muy satisfecho de su resumen.
—Hummm —exclamó, pensativo, Garald, su mirada clavada en Joram—. ¿Y la espada?
—Piedra-oscura.
Garald respiró profundamente.
—¿Piedra-oscura? ¿Estás seguro? —susurró, atrayendo a Simkin hacia él.
Simkin asintió con la cabeza.
El príncipe exhaló un suspiro.
—Alabado sea Almin —dijo respetuosamente—. Ven conmigo, quiero hablar con este joven y necesitaré tu ayuda. ¿Así que venís del pueblo de los Hechiceros? —comentó a Simkin en voz alta, mientras se dirigían hacia Joram.
—Sí, oh Supremo y Poderoso Ser —repuso Simkin alegremente—. Y debo admitir que me siento muy aliviado de estar fuera de allí. —El pedazo de seda naranja revoloteó desde el cielo a su mano. Al hacerlo reflejó la luz del sol y pareció como si se tratara de una llama danzarina—. El olor, milord —Simkin se puso el pañuelo sobre la nariz—; totalmente insoportable, os lo aseguro. Carbones encendidos, vapores sulfurosos. Sin mencionar el continuo martilleo, día y noche.
Los dos se detuvieron frente a Joram, que siguió mirando más allá de ellos, negándose a reconocer su existencia.
—¿Vuestro nombre es Joram, señor? —preguntó Garald cortésmente.
Apretando los labios, Joram dirigió la mirada al príncipe.
—Devolvedme mi espada —dijo con voz apagada y ronca.
—Devolvedme mi espada, Alteza —corrigió Simkin, imitando al Cardinal.
Joram le lanzó una mirada enojada, y Garald carraspeó para ocultar su risa, haciendo ver que se aclaraba la garganta. Aprovechó la oportunidad para estudiar a Joram atentamente, teniendo la ventaja de poder ver el rostro del joven bajo el sol de la tarde.
—Sí —murmuró para sí—; bien puedo creer que pretende provenir de alto linaje. Hay en él sangre noble, aunque no modales de noble. ¡De hecho, conozco ese rostro! —Garald arrugó la frente, pensativo—. ¡Y ese pelo... magnífico! Los ojos... orgullosos, sensibles, inteligentes. Demasiado inteligentes. Un joven peligroso. Puedo creer que descubriera piedra-oscura. ¿Qué es lo que intenta hacer ahora con ella? ¿Conoce, acaso, el espantoso poder que ha traído de nuevo al mundo? ¿Lo sabe alguien, en realidad?
—¡Mi espada! —repitió tozudamente Joram, mientras se le oscurecía el rostro bajo el escrutinio del príncipe.
—Por favor, perdonadme. Un ligero cosquilleo en la garganta; las anémonas... —Garald hizo una ligera inclinación—. La espada es vuestra, señor. —Dirigió la mirada al lugar donde yacía la espada—. Y os ruego aceptéis mis disculpas por lo que hemos hecho. Nos tomasteis por sorpresa y reaccionamos precipitadamente.
El príncipe se irguió, contemplando al muchacho con una seria sonrisa.
Completamente estupefacto, Joram dirigió la vista del príncipe a la espada y de ella al príncipe de nuevo. Su rostro se ruborizó, sus cejas se unieron; pero esta vez ya no era de enojo. Su rabia lo iba abandonando y llevándose con ella sus energías, dejando atrás tan sólo humillación y vergüenza. Por primera vez en su vida, Joram era perfectamente consciente de sus gastadas ropas y de su enmarañado pelo. Contempló la mano del príncipe, suave y flexible, y vio su propia mano, encallecida y sucia en comparación. Intentó avivar el fuego de su cólera, pero sólo se avivó levemente para luego apagarse, dejando su alma envuelta en hielo.
Con los ojos fijos en Garald, sospechando algún truco, Joram se dirigió lentamente al lugar donde yacía la espada —un objeto infernal— sobre la soleada hierba. El príncipe no se movió; ni tampoco lo hizo el vigilante
Duuk-tsarith
. Inclinándose, Joram levantó su arma, luego la metió precipitadamente en la tosca funda, ruborizándose cuando los ojos del príncipe se dirigieron hacia ella con una expresión, pensó, de desprecio.
—¿Soy libre de irme? —preguntó Joram con aspereza.
—Sois libres de iros, aunque sois aún, supongo, nuestros prisioneros —respondió el príncipe con suavidad—. Pero preferiría mucho más que os quedaseis con nosotros esta noche, como nuestros invitados. Dejad que os compensemos por haberos atacado...
—¡Dejad de burlaros de nosotros, Alteza! —exclamó Joram, despreciativo, sintiendo la amargura de su propia voz. Teníais todo el derecho a atacarnos, a matarnos, incluso. En cuanto a la espada, está muy mal hecha. No tiene ningún valor, comparada con la vuestra... —Joram no pudo contenerse, y su mirada se dirigió llena de deseo hacia la hermosa espada que pendía del costado del príncipe, en su vaina de cuero labrada mágicamente—, pero la hice yo mismo. —Suavizó la voz, parecía un niño lleno de melancolía—. Y no había visto nunca antes una espada de verdad como ésa.
—No es cierto que no tenga valor —dijo Garald—. Porque es una espada hecha de piedra-oscura que absorbe la magia...
Joram miró rápidamente a Simkin, quien sonrió inocentemente.
—Venid conmigo al claro —continuó Garald—. Se está más caliente allí y, tal y como me han recordado mis guardas, el País del Destierro resulta peligroso por la noche.
Garald se acercó al muchacho y puso la mano con suavidad sobre el hombro de Joram.
Fue un gesto afectuoso, como el que un hombre podría dedicar a un amigo. O como el que un hombre podría utilizar para calmar a un animal inquieto. Joram retrocedió ante el contacto de Garald; vio la lástima en los ojos de éste y apenas si pudo resistir la tentación de apartar aquella mano de un golpe. ¿Por qué se contuvo? ¿Por qué se molestó en hacerlo? Como muy bien sabía Joram, él mismo no hubiera podido decirlo, pero comprendió que mientras que Garald aceptaría una negativa a ser compadecido, nunca perdonaría un golpe. Y, de repente, obtener el respeto de aquel hombre se había convertido en algo importante para Joram.
—¿De dónde sois, Joram? —preguntó Garald.
—¿Qué tiene eso que ver ahora? —respondió Joram hoscamente.
—¿De dónde es vuestra
familia
, quiero decir? —corrigió el príncipe.
Una vez más, Joram lanzó una sombría mirada a Simkin, que revoloteaba junto a ellos, y Garald sonrió.
—Sí, me ha contado algunas cosas sobre vos. Confieso que me siento curioso. Creo entender por la breve descripción de Simkin que vuestra vida ha sido... difícil —lo expresó de forma delicada— y puede que consideréis esto como una pregunta impropia entre caballeros. Si es así, espero que me perdonéis. Pero he viajado y conozco a la mayoría de las familias de la nobleza de esta parte del reino, y confieso que me resultáis extremadamente familiar. ¿Conocéis el nombre de vuestra familia?
La vergüenza que ardía en el rostro de Joram fue respuesta más que suficiente para el príncipe, pero el muchacho echó hacia atrás la cabeza con orgullo para decir:
—No. —Era todo lo que pensaba decir, pero el profundo interés que se pintaba en el rostro de Garald lo movió a hablar más de lo que había planeado—. Todo lo que sé es que el nombre de mi madre era Anja, y que vino de Merilon. Mi padre fue... fue un... catalista. —Torció los labios en una mueca al decirlo; dirigió los ojos al claro, donde podía verse a Saryon, de pie entre flores y altas hierbas, hablando con el Cardinal.
—¡Por mi vida! —La mirada del príncipe siguió a la suya—. No querréis decir que...