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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (19 page)

BOOK: La profecía 2013
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—Empiezas a hablar como un apóstol. ¿Será que la cercanía de los lugares sagrados vuelve a la gente mesiánica?

—O más cuerda, quién sabe.

—En cualquier caso —añadí muy serio—, tengo la impresión de que me ocultas información desde el principio.

—Sólo la necesaria —repuso mirándome muy fijamente a los ojos—. Es contraproducente decir algo que el otro no está preparado para entender. Únicamente te haría daño.

—El daño me lo haces igualmente arrastrándome en esta aventura a ciegas. ¿Por qué te empeñas en mentir? Sabes perfectamente lo que nos espera en Patmos.

—Te responderé a eso con algo que dijo una vez Fabio Novembre, mi peluquero en Nueva York. Cuando un periodista cabezón como tú le preguntó una vez cuándo encontraba necesario mentir, respondió que la idea de mentir presupone que sabes la verdad. Y eso es un concepto en blanco y negro. Las personas auténticas aman los colores.

Tras tomar un souvlaki para cenar, Elsa se retiró a su habitación —esta vez había querido dormir sola— y yo me quedé planchado sin saber qué hacer. Después de una noche mágica, había pasado a ser desterrado nuevamente a mi soledad.

A las diez ya estaba en la cama haciendo zapping de un culebrón griego al siguiente. Ni siquiera había tenido ánimos para abrir el mueble bar. Después de ver un rato las noticias, finalmente apagué el televisor y me tumbé en la cama a leer.

Me había agenciado el libro de arte sagrado porque en los anexos finales hablaba de la cueva de san Juan, lo cual podía ser significativo para el caso. Explicaba que el apóstol había recibido la revelación del Apocalipsis en una caverna de montaña donde tenía una piedra por almohada. Acudía allí con un secretario griego encargado de transcribir la revelación.

La divinidad le había hablado a través de tres grietas del techo de la cueva que el apóstol entendió como una manifestación de la Santísima Trinidad. A través de aquella falla en las entrañas de la Tierra le había sido dictada la parte más críptica y oscura de las Sagradas Escrituras.

Releí con inquietud creciente aquel inicio sobre el fin de todas las cosas, donde Juan explica cómo empezó a recibir la revelación:

Oí detrás de mí una gran voz como de trompeta que decía: Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están
en Asia: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea.

Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los siete candelabros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro.

Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas.

Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.

Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades.

Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas.

De pequeño, el reverendo nos había explicado que el Apocalipsis revela el número exacto de personas que se salvarán: 144.000. Más o menos la población de una modesta ciudad americana. Aquello me había asustado porque, haciendo cálculos a partir de la población mundial, significaba que sólo 1 de cada 35.000 se librarían del fuego eterno.

Algún exegeta de la Biblia posterior había calculado que en realidad, traspolando la demografía de entonces a la de ahora, habría que añadir tres ceros al número de salvados, que quedarían en 1 de cada 35.

Dicho de otro modo: había que ser el mejor de la clase.

4

Tras dos horas de navegación mareante a causa de los fuertes vientos, llegamos a Patmos el martes a media mañana. Desde el mar, la isla parecía una piedra seca —al parecer sólo contaba con el agua de las pocas lluvias que recibía— de formas caprichosas.

Terminado el retiro nocturno en su habitación, mi acompañante había recuperado el buen humor. También aquella extraña ingenuidad que la hacía especial. Al bajar de la embarcación, me tomó del brazo mientras nos dirigíamos a desayunar al centro de Skala, donde los lugareños no paraban de gastarse bromas entre sí.

Elsa llevaba una camiseta corta y unos shorts que hacían que sus piernas se vieran todavía más largas, lo que le valió más de un comentario en voz alta de los hombres que pululaban por los mercados. Aunque no entendíamos lo que decían, sonaban más a galanterías que a reproches pese a hallarnos en una isla santa.

Curiosamente, el lugar donde había sido revelado el severo Apocalipsis rezumaba sensualidad.

—Es lo que tienen los finales —dijo ella al comentarle esta impresión—, que sólo invitan a los placeres mundanos.

Esto me hizo pensar en la reacción de los asistentes a la conferencia en Gerona, que al oír hablar del fin del mundo habían corrido a fumar a la calle.

—Tal vez son lo único tangible en una existencia que viene de la nada y a la nada vuelve —repuse aportando un poco de filosofía de bolsillo—, a no ser que creas en el más allá.

—Los que creen en el más allá son aún peores —me corrigió Elsa—, porque quieren llevarse buenos recuerdos a la siguiente vida.

Charlando así llegamos al punto del puerto donde se suponía que debía de estar la roca de Kynops. Pero no se veía nada, sólo una boya roja flotando en el mar. Preguntamos por ella a un fornido pescador que en aquel momento plegaba sus redes. Le rodeaba un círculo de gatos a la espera de alguna ganancia en forma de pescado.

—Está justo debajo de esa boya.

—¿Quiere decir, entonces, que se encuentra bajo el mar? —pregunté.

—Exacto, igual que el mago ese que nunca volvió a sacar la cabeza a la superficie. Los submarinistas que la han visto dicen que tiene forma de hombre. Hay muchos pulpos alrededor, pero nadie los pesca si han tocado esa roca.

—Ah, ¿no? —preguntó Elsa muy interesada—. ¿Por qué motivo?

—Es una creencia de aquí. Dicen que los pulpos que la han tocado pierden todo su sabor a causa de la maldad de Kynops. Aunque esté bajo el agua, sigue siendo un hechicero.

Dicho esto, volvió a sus tareas, mientras yo cavilaba sobre aquellas leyendas de Patmos. Antes de alejarnos, pregunté al mismo pescador.

—¿Y se sabe dónde vivía el mago?

El hombre primero pareció sorprenderse ante aquella pregunta. Luego respondió:

—Tengo entendido que en un promontorio al sur de la isla que se llama Genoupas.

—Ya lo tenemos —me susurró Elsa al oído.

Los taxistas de Skala estaban comiendo a aquellas horas, así que hicimos tiempo en una solitaria cala a la que se accedía por un tortuoso sendero de montaña.

Sentado sobre mi maleta, observé como Elsa caminaba descalza hacia la orilla y se agachaba a recoger conchas. El sol picaba lo suyo, pero de repente sentí que no tenía prisa. Después de mucho tiempo, me encontraba justo en el lugar donde deseaba estar: en una cala pedregosa, sentado sobre una maleta, y contemplando a una mujer que me tenía permanentemente desconcertado.

Ya no me interesaba el millonario ni sus indagaciones kabalísticas. No quería saber nada más de arcanos ni arquetipos. Únicamente me atraía el
anima
que había hallado en ella.

Elsa debía de captar de algún modo aquellos pensamientos, ya que de repente abandonó la tarea de recoger conchas y caminó hacia mí dedicándome una amplia sonrisa. Luego me abrazó con todo su cuerpo mientras me decía al oído:

—Ahora me ves, pero pienso volatilizarme en breve. Soy un sueño que se ha colado en tu vigilia por error.

—Quédate un poco más —le pedí—. No he venido a Patmos para hacer el santurrón.

Me dedicó una mirada reprobatoria antes de regalarme un beso profundo. Luego regresamos a Skala por el mismo sendero mientras una suave brisa nos despeinaba.

Pasamos junto a una agencia de alquiler de apartamentos con un eslogan que definía bastante bien la filosofía isleña: lo más sagrado, aquí, es la buena vida. Justo delante había un taxi aparcado con un viejo hippy con gafas redondas liando un cigarrillo.

—¿Crees que deberíamos alquilar un apartamento antes de empezar la búsqueda de Kynops? —pregunté a Elsa.

—Veamos primero quién hay en Genoupas —repuso—. Tal vez tu anfitrión nos pueda dar alojamiento en su mansión frente al mar.

Aunque escéptico sobre esto último, me acerque al taxista para negociar el trayecto. De entrada no supo de qué lugar le hablaba, así que fue a buscar un mapa y se amorró sobre él mientras murmuraba con voz de cazalla:

—Genoupas, Genoupas...

Me agaché a su lado intentando dar con el dichoso promontorio al sur de la isla. Finalmente se palmeó la cabeza y exclamó:

—¡Kynopa! Quieres decir Kynopa, donde la cueva.

—¿Te refieres a la cueva de san Juan? —pregunté—. ¿Es allí?

—No, es la cueva donde vivía su enemigo Kynops, por eso se llama así. Hay una capilla. Por treinta euros te puedo llevar. Está un poco lejos.

—Treinta por los dos —aclaré para que no se entendiera que era un precio por pasajero.

—¿Qué dos? —preguntó sorprendido—. ¿Te refieres a mí? ¡Soy el chófer, colega!

—Me refiero a la chica —dije, molesto por aquella familiaridad, mientras me giraba hacia Elsa.

Pero había desaparecido.

5

Entendí con amargura que Elsa había planeado aquello desde el principio. Lo que me había dicho en la cala no era una coquetería para hacerse la interesante, sino un hecho consumado: a la primera ocasión me había dejado en la estacada.

Mientras el taxista conducía su carraca con parsimonia por las cuestas de Patmos, me preguntaba por qué ella había insistido tanto en que la acompañara, cuando ahora debía dirigirme en solitario a la boca del lobo. ¿Dónde se habría metido?

La única explicación que se me ocurría era que Elsa fuera sólo otra agente de Kynops, como los malogrados Cora y Spiro, y su tarea hubiera sido exclusivamente llevarme hasta la isla. Tal vez en aquellos momentos estuviera preparando mi recepción en compañía de su jefe, como única superviviente de la matanza.

Si mi hipótesis era correcta, faltaba saber quién estaba en la otra facción; es decir, quiénes se habían ocupado de barrer a todos los que habían hecho de contacto entre el millonario y yo.

—Eso es Kynopa —anunció el taxista deteniéndose junto a una colina con una capilla ortodoxa.

—¿Te importa esperarme un momento? —le pedí, como si la presencia de aquel tipo me diera cierta protección.

—Vale, pero sólo un momento.

Tal como me había dicho en Skala, Kynopa sólo era una capilla excavada en la roca. En aquel momento estaba, además, cerrada con una reja. Quizás el Kynops de dos milenios atrás se había alojado allí, pero con toda seguridad el millonario nórdico se había buscado una choza más confortable.

Esta reflexión me hizo ver que aún no había usado el método más viejo del mundo para averiguar el paradero de alguien: simplemente preguntar.

El taxista no parecía mal tipo, así que mientras se liaba otro cigarrillo apoyado en su coche decidí abordar la cuestión.

—Creo que voy un poco perdido —confesé—. Lo cierto es que esperaba encontrar a un amigo viviendo aquí.

—¡En la capilla! —exclamó incrédulo—. Pero ¿qué clase de amigos tienes?

—Ya sabes, esa gente que quiere impregnarse de la espiritualidad del lugar. Los nórdicos son así: no les basta ver la cueva de san Juan, quieren vivir como él. Si puede ser, utilizando la misma almohada de piedra.

—O sea, me hablas de gilipollas.

—Bueno —repuse sin dejarme intimidar por sus modales—, concretamente de uno bastante especial. Se hace llamar Kynops, como el hechicero, y no ha dejado señas de dónde está su casa. Por otro lado, pretende que me reúna con él. Es algo contradictorio. No sé por qué, he pensado que podía vivir por aquí.

—Pues ya has visto lo que hay: una capilla cerrada. A no ser que tu amigo sea Dios, no lo encontrarás en casa.

Aquel hombre empezaba a caerme bien. Asumiendo que había seguido una pista en balde, dije:

—Supongo que tendré que pagarte otra carrera a Skala.

—Puedo dejarte gratis en Chora —dijo bajando súbitamente la mano para rechazar mi oferta—. Es mucho más agradable que el puerto.

—Te lo agradezco mucho.

—No te preocupes, me pilla de camino. Además, ya lo decía Jesús: si alguien te pide que le acompañes una milla, acompáñale dos.

—Un bonito consejo.

—Es un consejo para gilipollas —concluyó antes de arrancar nuevamente el taxi.

Chora resultó ser un pueblo de museo, formado por calles tortuosas con edificios impecablemente restaurados. Lo único extraño era que apenas se veía a nadie, como si sólo fuera un lugar apto para ser visitado. Desde allí se podía contemplar, en lo alto de la colina, el macizo monasterio de San Juan. Parecía más una fortaleza que un lugar destinado a la meditación.

Mientras yo me empapaba de la mística del lugar, el taxista me dio un golpecito en el hombro y dijo a modo de despedida:

—Si quieres visitar más capillas, pregunta por Panaiotis.

Luego encendió un cigarrillo más y volvió a su coche.

Sintiéndome casi aliviado de no tener que cuidar de nadie excepto de mí mismo, arrastré mi maleta por las calles encaladas buscando algún lugar donde dar descanso a mis huesos. Siguiendo el trazado laberíntico de las calles, pasé por palacetes llenos de inmensos tiestos de flores, escaleras de piedra y curvas repentinas.

Finalmente di con un hotel minúsculo de una sola planta, donde un jovenzuelo me mostró a cara de perro una habitación con vistas al monasterio.

—Son cincuenta euros la noche.

—Me parece algo caro —respondí—. ¿No tienes una habitación sin vistas?

Por la desgana con la que se comportaba, supuse que era el hijo del dueño; debía de vivir en Atenas durante el año y por vacaciones trabajaba en el negocio familiar.

—Las que no tienen vistas están ocupadas. Además, cuestan lo mismo.

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